domingo, 27 de febrero de 2011

1º Parte - Capítulo 8

-VIII-

Sus párpados se despegaron sin dificultad, aunque las orbitas de sus ojos siguieron mostrando cansancio y cierta confusión. Puñal en mano, Self miró a su alrededor respirando hondo una y otra vez. Poco después, algo más calmado, se dio cuenta lo temprano que debía ser, puesto que la luz aún no brillaba sobre el cielo, dejándolo sumergido en las sombras azulinas de aquel bosque. Atmósfera que lo envolvía a través de una espesa niebla gris oscuro que no lo dejaba ver mucho más allá de sus pies tumbados en la tierra. Y el frío. Hacía mucho frío, penetrando en sus huesos como el aliento de un Wyvern de hielo. Las manos le temblaban y tenía los pies entumecidos,  apenas los sentía. La garganta le dolía profundamente. Gracias si podía tragar su propia saliva.
Luego de toser varias veces y ver su aliento congelarse en el aire, decidió ponerse de pie e iniciar su marcha desde tales horas tempranas. Con su débil estado, aprovechar el tiempo era fundamental. Por lo menos si quería estar fuera de Covino ese mismo día. El dolor de sus heridas y los efectos del frío hicieron que el simple hecho de ponerse de pie resultara toda una hazaña. Luego de lograrlo con la ayuda de raíces, Self reanudó su viaje lentamente tratando de ver por dónde pisaba. La niebla era aún muy densa, pero con los primeros rayos de luz debería disiparse; por lo que, confiando en tal premisa, continuó su camino.
Nuevamente la lúgubre ausencia de sonidos volvió a perturbarlo. No escuchaba nada mas allá de las hojas quebrarse bajo sus botas de cuero.
<<¿Cuánto tiempo habría pasado?>>
Comenzó a hacerse esa pregunta al percibir que había pasado el tiempo suficiente como por lo menos ver al sol asomarse. Simplemente parecía nunca amanecer sobre sus hombros; ni la niebla disiparse a sus costados; ni los pájaros cantar al nuevo día. Ni de noche ni de día, Covino lucía un paisaje negruzco y desolado.  Pero esta no era la única preocupación de Self a quien rápidamente los pensamientos de perderse en aquel mortecino follaje o sufrir un nuevo ataque, le comenzaron a rondar por la cabeza constantemente; si eso pasara, aquellos árboles negros serian su tumba.
Las esperanzas de salir del bosque ese mismo día comenzaron a teñirse del mismo color que el ambiente que lo rodeaba. Un lugar sin tiempo, sin luz, sin salida…. Luego de varios minutos la preocupación del muchacho se fue convirtiendo en cierta desesperación, al ver que la situación de su entorno no cambiaba. Hace horas que había reanudado su caminata y no había escuchado ni visto a ningún ser vivo más que  así mismo. Lo única variación que notó fue la intensificación del frío que le congelaba la circulación de sus pies, que minuto a minuto sentía menos. Desahuciado por las circunstancias, más de una vez se le cruzo por la cabeza que no sobreviviría a cruzar Covino. Aunque su visión estaba drásticamente recortada por la espesura de la niebla, trató de mantener una línea recta en su trayecto, asegurándose por lo menos de no dar círculos y perderse en el corazón de aquel oscuro bosque. 
Las horas pasaban y su cansancio aumentó con ellas. Súbitamente se dio cuenta que no estaba solo. Unos ruidos de hojas mezclados con sutiles murmullos llegaban a sus oídos.  Sus sentidos se tensaron de sorpresa, afinando su percepción. Self se dirigió sigilosamente hacia los sonidos preparado para dar con cualquier cosa… Estaba cerca, unos cuantos árboles más y listo. Cuanto más se acercaba, los susurros dejaban de ser tales.
–Dejadme, no me molestéis más.
–¡Dádmelo, lo quiero!
Self recostó su cuerpo sobre un tronco de uno de los tantos árboles y miró hacia los costados girando solamente su cabeza. Pronto diviso las fuentes de las voces agudas; dos pequeños jugando junto a unas ramas. Uno era rubio ceniza y de ojos azules; su compañero en cambio era de cabellera oscura, pero compartía su color de ojos. El rubio parecía tener en sus manos un objeto del cual no deseaba desprenderse ni mostrarlo, puesto que lo tenía totalmente cubierto con ambas palmas. El otro, aparentemente, también lo deseaba.
–¡Que me lo deis! –insistió el pequeño de cabellos oscuros.
–No, es mío, yo lo he encontrado y yo me lo quedaré –dijo el otro alejando sus manos de su alcance.
–¡Dádmelo!
–¡Que no!
Los pequeños no tardaron en comenzar a empujarse por el dominio de aquel tesoro hasta hora oculto. Self siguió mirando perplejo por haber encontrado personas en aquel bosque sombrío; las cuales estaban perdidas o estaba más cerca de la salida de lo que creía. Esperanzado de que la posibilidad sea esta última, abandonó su escondite y se acercó lentamente a los chicos que seguían a los empujones, tal vez ellos le podían indicar cómo salir y la ubicación del pueblo de donde provenían.
–¡Que me lo deis! Sólo quiero mirarlo una vez más.
–¡No os lo daré nunca! –seguían los chicos, mientras se empujaban y revolcaban sobre las hojas secas.
Self siguió acercándose precavidamente, aunque parecía no hacer falta, como si nada ni nadie hubiese podido desconcentrar a esos dos pequeños. Es más, en varios momentos sintió como si los jóvenes se percataran de su presencia, pero haciendo caso omiso de ella.
Ya a unos pocos pasos consideró en separarlos, temiendo que la riña que mantenían terminase en algún tipo de accidente pero, sin que llegue a hacer nada, el pequeño de cabello rubio aferró el objeto preciado en una sola mano mientras que con la otra comenzó a buscar velozmente algo, lo que sea… Tanteando una y otra vez las hojas secas dio con algo que parecía servirle. De un brusco movimiento golpeó a su contrincante en la cabeza dejándolo inconsciente. Self, sorprendido por la acción, frenó sus pasos y enmudeció. El pequeño se puso de rodillas y miró de costado a su víctima, tendida en el suelo mientras dejaba caer la piedra con la que lo golpeó. Una sutil mancha de sangre la cubría.
–Le dije que no se la daría –dijo entre dientes el pequeño que de repente dejó de mirar a la nada para girar velozmente sus ojos hacia Self, mientras su mano izquierda se abrió lentamente para mostrar  lo que había defendido a tal extremo… Una bellísima y brillante gema rojo sangre–. Ahora es sólo nuestra…

Su corazón latía aceleradamente mientras su boca jadeaba sin cesar. Sujetándose fuerte de las raíces que tenía a los costados, se inclinó hacia delante y comenzó a escupir la saliva que lo estaba ahogando. Miró a sus costados varias veces mientras su corazón y nervios se calmaban de apoco.
Era tarde, mediodía probablemente. El sol brillaba sobre las copas de los pinos, abarrotadas de espinas verdes y grises. La niebla del crepúsculo se había diluido ya hacía varias horas. Menos aturdido pero más temeroso, Self tomó conciencia de la mala pasada que le jugó su mente al dormir. La atmósfera de Covino ya no le parecía tan agobiante al recordar lo que había vivido. Por otro lado el dolor que sintió al ponerse en pie y dar los primeros pasos continuó siendo el mismo.
Ya había perdido la mañana; pero igual tenía fe en salir de aquel lugar ese mismo día, tal vez influenciado por un ambiente más amigable. Luego de haber caminado bastante, aquel sueño iba alejándose cada vez más junto con sus temores; sin embargo no podía dejar de pensar en él. Abruptamente, un nuevo sonido interrumpió su pensar; era nuevamente el suave y relajador murmullo del agua corriendo. Evidentemente se estaba acercando a otra de las tantas ramas del río Kwaih.
Ansioso por llegar y refrescarse nuevamente, Self tensó sus músculos para retener el dolor y aceleró todo lo que pudo su lenta marcha. Ahí recordó que la última vez que mojó sus labios fue al limpiar su herida, en donde también gastó toda el agua de su cantimplora. Si no estuviese cerca del río su situación hubiese sido mucho peor de lo que imaginaba.
Luego de unos minutos de seguir el sonido del agua terminó encontrándola. Un estrecho caudal corría lentamente cuatro o cinco dedos sobre la tierra; más bien parecía un charco estirado que el brazo de un río, pero era suficiente para alegrar al hombre y darle el refresco y merecido descanso después de tanto camino. Sin ni siquiera pensarlo se arrodilló a su lado y sumergió las manos en el agua hasta los codos llevándose toda la cantidad de líquido a la cara que pudiese soportar. Luego, directamente sumergió la cara. Rellenó su cantimplora hasta el tope y luego permaneció de rodillas junto al agua observando a su alrededor. Se mantuvo  así unos minutos y luego se dejó tentar por un descanso sobre la hierba junto al río. Sabía que lo retrasaría bastante pero no le importó tanto, o por lo menos no fue así en ese momento.
Luego de dejarse distraer por el bamboleo constante de las ramas y sus hojas jugando con la luz del sol que las atravesaba, Self  percató que alguien se aproximaba. Miró desde el suelo a los costados y encontró lo que no esperaba encontrar, aunque lo más probable que cualquiera creería que puede hallar: un sencillo venado salvaje bebiendo tímidamente del arroyo. Sin darse cuenta, sus ojos se clavaron en aquellas dos esferas grandes y negras. El animal le traía a su espíritu una paz inexplicable. Calma que no tuvo desde que entró al bosque Covino. Sin asustarlo con algún movimiento brusco, siguió echado en la hierba con la cabeza de costado, mirando fijamente al venado. Su figura le hizo divagar sobre la incógnita de su pasado; pero por sobre todo, la incógnita de su destino. Sin pasado ni futuro, disfrutó al máximo la tranquilidad que le daba su presente inmediato en aquel lugar.
La momentánea y escasa comodidad que sintió al estar echado sobre el pasto le trajo nuevamente el deseo de una cama, un fuego y comida caliente. Cosas que sólo tendría si seguía su camino. Igualmente esperó a que el animal terminase de saciar su sed y desapareciera entre los árboles nuevamente, para reincorporarse de su descanso y continuar la marcha. 
Sumergiéndose en la espesa arboleda de Covino, a los pocos pasos comenzó a extrañar el arroyo que dejó atrás. Manteniendo la misma orientación, el muchacho siguió caminando esquivando ramas, raíces y desniveles. El tiempo pasaba y parecía estar siempre en el mismo lugar. Tiempo más tarde, la luz que entraba desde las copas de los árboles comenzó a darle de lleno en el rostro. Algo incomodo, notó que los huecos entre las hojas y espinas eran más dilatados dejando pasar más luz; miró a sus costados con atención y comprobó que era cierto, los árboles comenzaban a estar más separados unos de otros: El aire de la atmósfera comenzó a ser menos denso. Se preguntó si estaría cerca de salir junto con una inmediata expresión silenciosa de alegría sobre su rostro. La ilusión lo obligó a acelerar el paso nuevamente, pero a duras penas su cuerpo rindió más de lo que ya ofrecía hasta el momento.
            Luego de unos minutos de caminar por el nuevo ambiente, divisó a lo lejos un gran foco de luz sobre la hierba. Evidentemente no había copas de árboles llenas de ramas que se lo impidiesen. Esperanzado de que fuese la salida siguió avanzando a paso veloz, aunque también era consciente de que no fuese más que un claro y que todavía le quedara mucho por caminar, aunque trató de dejar de lado tal posibilidad y aferrarse a la idea de que solo le faltaban unos pasos para salir de ese infierno verde grisáceo.
            Mucho más cerca de su destino, disipó por completo sus temores. Unas verdes llanuras se extendían hasta el horizonte. Corriendo los últimos arbustos con sus manos, Self se abrió paso a un nuevo escenario. Había salido del bosque Covingo, un lugar del cual estaba seguro que no quería volver.
            Sin camino a la vista ante sus ojos, se encontró con el bosque detrás de sus espaldas y una inmensa pradera  verde claro ante sus narices. El sol brillaba con fuerza sobre la hierba molestándole algo a lo ojos, acostumbrado a la penumbra constante de la atmósfera que acababa de abandonar hace unos minutos.
            Justificadamente sintió unas sensaciones de felicidad y desasosiego encontradas al haber conseguido salir vivo de aquel bosque, pero a la vez al encontrarse en el medio de la nada.
Sin rastros de caminos ni transporte alguno que le aligerara la marcha, el hombre pareció resignarse a seguir usando sus piernas como único medio para avanzar. Observando como el sol decaía sobre sus espaldas; orientó su caminar hacia el lado contrario, con el fin de seguir hacia el este; su dirección original.
Paso tras paso, minuto tras minuto, su agobio era mayor. Sus heridas le dolían aún más por el continuo esfuerzo, pero nada podía hacer al respecto. Al rato estuvo empapado en sudor por el interminable caminar bajo los fuertes rayos del sol; de los cuales sólo pudo proteger su cabeza cubriéndose con la capucha adosada a su capa. Por suerte no era colina lo que atravesaba sino llanura, mucho más fácil de recorrer, aunque para ese entonces poco le importaba el tipo de terreno. Cada paso le parecía una tortura sin importar en donde lo diera.
            No mucho después la luz comenzó a atenuar y el aire a refrescar; el sol estaba bajando a toda prisa sobre el manto verde del bosque Covino, ya a la lejanía. El agotamiento del joven pareció desbordar la fortaleza de su cuerpo puesto que comenzó a trastabillar por mero desgano. Su cabeza estaba continuamente inclinada mirando sus pies, levantando la vista muy de vez en cuando. En una de esas pocas veces Self vio a lo lejos una mancha oscura moverse en diagonal. En un principio no pudo apreciar si se alejaba o si se dirigía hacia él. Pocos segundos después divisó una carreta de dos ruedas con un solo caballo y un hombre a bordo conduciéndola. Sin pensarlo dos veces alzó sus brazos bien alto y comenzó a agitarlos con fuerza para llamar su atención.
            Prontamente, hombre y carreta se dirigieron hacia el joven, luego de haber visto su señal. Self, desahogado, esperó su llegada. Al encontrarse, ambos hombres intercambiaron unas palabras; luego Self subió a la parte trasera de la carreta repleta de granos. No tardó en dormirse sobre los mismos.
El hombre que conducía era un anciano de contextura robusta y cabellos largos y blancos, aunque dejando al descubierto una frente muy extensa cubierta de arrugas, debidas a fruncir el ceño a menudo. Sus manos rechonchas sacudieron las riendas del caballo varias veces para apurar el paso. Como todo viajero, sabía que la noche era peligrosa en sí misma y al lado que se dirigiese, fuese cual fuese, debía llegar antes del anochecer.
El traqueteo de las gruesas ruedas de madera que llevaba la carreta a sus costados pareció ser la razón para que Self despertase de su sueño un rato más tarde.
–¡Ha! Parece que habéis despertado –dijo el viejo mientras se reclinaba hacia atrás para verlo mejor–. Nada como unos buenos granos de alta calidad como cama ¿No? –continuó el hombre con una sonrisa algo exagerada.
–Gracias, os agradezco nuevamente el transporte –le contesto dejando de lado el comentario burlón de su acompañante–. No sé como hubiese llegado a Truma de no ser por su ayuda.
–Pues a pie seguro que no, y mucho menos en vuestro estado. Jajaja, tenéis suerte de haberme encontrado joven –dijo el anciano con una carcajada grave y algo ronca–. Ya de por sí fue toda una locura cruzar el bosque solo. Si hubieseis bordeado el bosque por el Camino de la Cabra no estaríais como estáis. Aunque sí, la demora era mucho mayor. ¡Pero hombre! ¿Tanta prisa por llegar a Truma? Ni que fuera un lugar agradable donde ir… Sólo hay gnomos y más gnomos.
–A decir verdad tengo prisa; aunque si hubiese imaginado lo que iba a pasar en Covino, mi camino hubiese sido el otro… –dijo mientras se tomaba de uno de los costados de la carreta para evitar ser sacudido por el traqueteo de las ruedas.
–Pues claro chico, todo el mundo que anda por estos lares sabe que el camino que cruza Covino fue devorado por el mismo bosque. Además era un nido de bandidos, razón por la que creo se dejo de usar –clamó el hombre mientras daba otro sacudón a sus riendas–. ¿Y vos debéis ser de Deremi, no? Es lo único que hay detrás del bosque, a menos que vengas de más lejos, aunque no conozco nada más lejos que Deremi.
<<¿De dónde vengo?>>
–Sí, de Deremi. Es un pueblo pequeño pero hermoso, os lo aseguro –dijo sin dudar rememorando la belleza de aquel lugar.
–Si… Luego de que se dejó de usar el camino de Covino, ese pueblo quedó algo desconectado de Truma; el camino pasó a ser muy largo y el comercio se dificultó mucho. Hace mucho que no tenía noticias de aquel lugar.
Self murmuró una afirmación entre dientes y la conversación se detuvo por unos segundos, dejándose escuchar únicamente el sonido de la carreta moviéndose a toda prisa. Luego el viejo continuó:
–¿Y os puedo preguntar a qué vais a Truma?
–En realidad deseo ir a Herdenia. Truma sólo es un paso obligado. Lo que busco son familiares míos que creo que allí se hallan, aunque por supuesto también pueden estar en otras ciudades, hasta en Truma. Hace mucho que no recibo noticia de ellos –dijo mostrando una verdad a medias. 
–¿A Herdenia? Jajaja, debéis estar loco para tal viaje, estáis lejísimo y ni siquiera tenéis caballo. ¿Cómo pensáis llegar? –preguntó el anciano con su voz ronca y sarcástica.
–Tengo algunas monedas. Si me hace falta, rentare un caballo y comprare provisiones, no os molestéis por eso –le respondió algo molesto.
–Está bien, está bien, sólo era un comentario. Haced lo que queráis con vuestros pies. Aunque si no os tratáis esa herida del hombro pronto, no llegareis muy lejos.
Sus palabras le hicieron recordar el terrible dolor de su brazo, al cual se había acostumbrado desde esa mañana.
–¿Existe un lugar a donde pueda tratarme en Truma? –no dudó en preguntar.
–Es cierto que Truma es una ciudad y debería haber ese tipo de cosas, como médicos. Jajaja. Pero no os olvidéis que es sólo un centro comercial, sólo hay cajas con granos, chucherías y gnomos, muchos gnomos. No sé si encontrareis lo que buscáis… –le dijo algo desalentado–. Igual algo habrá qué hacer con esa herida –terminó diciendo como si ya estuviera pensando en otra posibilidad más accesible.
Self adivinó a regañadientes lo que iba a terminar pasando con su brazo; luego exclamó cambiando el rumbo de la charla:
–Veo que no sois muy amigo de los gnomos…
–Jajaja, habéis acertado. No me caen bien esas personitas. No porque sean pequeños; los enanos lo son aún más y me caen mejor. Es que los gnomos son muy avaros… Jajaja, no sé, creo que les he tomado manía porque simpre me tratan de timar cuando voy a vender mis granos. Esos desgraciados… –terminó diciendo el viejo.
–¿Y por qué simplemente no vais a venderlos a otro lado?
–Jajaja, como se nota que no conocéis Truma. Ojalá pudiera elegir al comprador. Esos gnomos… ¡Están por todos lados! Dominan todo el comercio de Truma y de todas las ciudades del oeste, están por todo Gore, y valla a saber uno sino están también por otros reinos también. Son una plaga. Siempre te quieren salir ganando en los negocios –aguardó unos segundos y continuó–. Ellos son la ley… Truma es un centro comercial y ellos dominan el comercio; hacen lo que quieren y son muy adinerados. Son muy raros… Deben estar todos conectados, no se… Cada vez me molestan más –dijo el robusto anciano dejando en claro su enemistad con aquellos hombrecillos.
–Ahora entiendo porque no vivís directamente en Truma –acotó el hombre herido.
–Jajaja, pues esa es una razón sin lugar a dudas. Pero la mayoría prefiere vivir en las afueras, es mucho más tranquilo. Cultivar la tierra con tu familia lejos de todo ese alboroto, de las enfermedades, la basura, lo gnomos… Todo eso, ¿Me explico? Y luego de la cosecha traéis lo que sobre y lo vendéis por unas monedas o lo cambias por cosas que te hagan falta como herramientas o cosas así.  Esa es la peor parte… Odio ir a Truma.
–Si… veo –dijo Self con una leve sonrisa, el modo de hablar de su compañero le causaba cierta gracia.
Mientras ambos seguían hablando, la luz del sol comenzaba a palidecer, perdiendo su fuerza poco a poco. La noche no estaba lejos, cosa que el anciano nunca dejó de pensar, ya que azotaba con sus riendas el lomo del debilucho caballo que tiraba de su carreta a cada rato.
            Rato después, la carreta abandonó el sutil camino que recorría, marcado prácticamente sólo por el andar de sus propias ruedas, para adentrarse en un camino mucho más concurrido. Una gran cantidad de marcas de ruedas y herraduras fueron apareciendo sobre el suelo al igual que pequeños charquitos de agua estancada. Es más, Self hasta percató huellas de pies. Truma estaba cerca, no cabía duda.
            –¡Hombre!, ya estamos cerca, ya estamos sobre uno de los tantos caminos comerciales; dentro de un par de minutos ya la tendríamos que ver a la lejanía.
El camino que seguían comenzó a torcer hacia  la izquierda, bordeando un pequeño túmulo de tierra que apenas podría considerárselo una colina. No mucho después, el horizonte comenzó a brillar y a centellar con la luz anaranjada de un sol apagándose. Ya se podía divisar la inmensa masa de agua partida por un camino de luz. La marca de un sol dispuesto a reposar.
–Os dije, mirad hombre, mirad –dijo el viejo, mientras alzó su grueso brazo y apuntó con su dedo índice colina abajo.
Ya se podía observar los techos de las casas de Truma situada a los pies del ancho río. Entre ellas, pequeños puntos pululaban por todos lados. Pareciese que la llegada de la noche no deterioraba la constante actividad de aquel lugar.
Self miraba atento pero, sobre todo, tranquilo a su próximo destino.
–¿A qué distancia estamos precisamente? –preguntó.
–A menos de media legua, no mucho mas.
La carreta comenzó a tambalearse por la cantidad de pozos y fango sobre el camino, mientras avanzaba velozmente hacia el centro comercial.
La oscuridad se avecinaba, al igual que el peligro que ello significaba; más aún para  una carreta con granos. Dentro de la ciudad la seguridad era amplia por la presencia de decenas de mercenarios pagados por la oligarquía gnoma; por lo que no habría problemas al llegar, pero fuera de los muros de Truma nadie garantizaba la seguridad de nadie. Los bandidos solían rondar por los caminos comerciales menos concurridos o directamente por la noche. El hombre mayor que acompañaba a Self sabía eso y no trataba de ocultarlo, dando constantes sacudidas a las riendas del caballo sin parar.
A medida que avanzaban, las murallas de Truma dejaban ver con más detalle su irregular forma y composición, de gruesos bloques de granito sin mortero apilados unos sobre otros.  La misma carecía de poterna, reemplazada por un simple arco de unas nueve o diez varas de ancho y unas tres de alto. A sus costados se erguían dos torres de igual composición que el resto de los muros para los vigías.
–Ya estamos a salvo, chico –clamó el viejo con alegría en la voz–. Ya estamos a la vista de los vigías.
Self no respondió, pero la alegría de su compañero se le contagió al escucharlo, desviándole un poco los pensamientos del dolor de sus heridas.
Ya cerca, varios mendigos se cruzaron en su camino limosneando algunas monedas, o directamente comida. Self los miró con cierta compasión al no ser una escena común a sus ojos, dejándose llevar por los murmullos de ayuda que se repetían una y otra vez. Escenario que, evidentemente, si era común para el conductor de la carreta que siguió con la vista de frente, haciendo caso omiso a sus presencias.
–Ni los miréis; si lo hacéis, te seguirán por todas partes hasta que les deis algo; mejor ignóralos… Malditos mendigos… –dijo el viejo mirando con el rabillo del ojo hacia atrás.
Luego siguió maldiciendo en voz baja. Se notaba que no todo el mundo le caía bien. Self terminó haciéndole casos. Si lo decía por algo debía ser. Además, él no tenía nada que ofrecer.
Apostados debajo del arco de la entrada, otros tantos guardias miraban pasar la desvencijada carreta con sus dos tripulantes a bordo. El camino que transitaban ya no se destacaba por el fango, todo lo contrario, anchos adoquines recibían las huellas de la carreta en la calle principal. A la mirada de los guardias se iban sumando miradas de ajenos que deambulaban por las callejuelas, que no más de un segundo después se desinteresaron por los recién llegados para continuar con sus tareas.         
La mayoría de las estructuras que los rodeaban eran almacenes, depósitos o comercios de algún tipo, apenas iluminados por los reflejos que se escapaban de sus interiores a través de sus ventanas o puertas abiertas. Las casas escaseaban, o por lo menos no se  veían sobre la calle principal. En su interior, se volvió común ver a un gnomo atendiendo o asomando la cabeza para ver quién se acercaba a su comercio. Self miró con atención todo lo que lo rodeaba y miraba con igual cara de sorpresa a los que a él decidían fijar su vista.
La velocidad de la carreta no disminuyó, tambaleándose al son de los irregulares adoquines. El porqué era claro. Poco después, un cartel de madera trabajada se vio a lo lejos rechinar sobre unos sostenes de hierro adosados a un muro, el cartel que sobresalía hacia la calle era de una taberna. Sobre la madera tallada decía “Taberna ogro embriagado”.
El viejo detuvo la marcha de su caballo de un fuerte tirón de las riendas, justo delante del lugar. Inmediatamente se bajó de la carreta y ayudó a Self a hacer lo mismo. Luego amarró al animal a un poste y cubrió los granos con una manta de lino para que sus granos no atrajesen narices peligrosas.
–Vamos chico, entrad –dijo el viejo mientras lo sujetaba por el brazo.
            Self, al bajar de la carreta, sintió que se le venía el cuerpo abajo. El dolor de sus heridas y músculos se potenciaron de tal forma que los simples pasos que le reclamaba su compañero precian imposibles de realizar. Al fin y al cabo pareció que el  viejo se encargó de la tarea, arrastrándolo con la fuerza de su robusto cuerpo.
Al llegar a la puerta del lugar, la abrió de un fuerte empujón, haciendo chocar la madera contra el muro. El aire pesado, fruto del calor y el sudor, apenas se comparaba con el penetrante olor a alcohol que reinaba en aquel lugar. Rostros de lo más heterogéneos se volcaron hacia ellos, había desde gnomos de narices rosadas (lo más común en esa ciudad), hasta hombres harapientos con más pinta de semi ogros que de humanos. Todos mirando como aquel hombre grandote empujaba a su compañero semiconsciente hasta la primer silla libre a la vista.
            –¡Vamos, necesito ponerle fuego a su herida! –escupió el viejo junto con algo de su saliva. 
            Los rostros menos curiosos volvieron la vista a sus bebidas, mientras que otros continuaron observando como el tabernero salía de su taburete para tomar un hierro candente de la chimenea y acercarlo al herido.
            –Antes dadle algo para que muerda –dijo el tabernero con tono calmado, dirigiéndose al viejo delante suyo.
            El anciano dio un tirón fuerte a sus ropas para separar un trozo de tela que ponerle en la boca, para que no se muerda la lengua. Mientras la colocaba, Self lo miraba perfectamente consciente, aunque se notaba en sus ojos su agotamiento y dolor. El tabernero no se hizo esperar y presionó la barra caliente a lo largo de la herida de su hombro. El leve sonido del contacto anticipó ese sutil olor a carne cocida. Self, simplemente cerró los ojos con fuerza y echo la cabeza hacia abajo. Ni un sólo gemido de sufrimiento salió de su boca. Luego, el tabernero le quitó la mordaza y le dio de beber un buen trago.


domingo, 20 de febrero de 2011

1º Parte - Capítulo 7

-VII-

La frágil  madera del suelo rechinó en cuanto Self hincó su rodilla sobre ella para acordonarse con firmeza las botas de cuero que se acababa de calzar sobre los pies. Esa mañana se había levantado junto con el sol, por lo que rápidamente estuvo ataviado con unas ropas de viaje que no eran más que una túnica gastada y una capa de lino sobre sus hombros. Ya estaba preparado para su larga travesía, travesía por la cual perdería todo lo que conoció en esos días, pero que le daba la oportunidad de recuperar todo el resto de su vida… ¿Acaso no valía la pena el riesgo? La respuesta  que se daba era siempre la misma, sin embargo no dejaba de preguntárselo una y otra vez…
            Poco después del cantar del gallo escuchó el llamado de María desde la sala.
            -¿Ya os habéis preparado? -preguntó María al verlo. Self sólo asintió con la cabeza.
            -Jonas ya se encuentra en la puerta con un buen caballo ensillado –continuó la mujer.
            -Gracias, muchas gracias.
            -No hay porqué –dijo acompañando las palabras con una dulce mirada como si ya extrañara la sencillez y humildad del muchacho. Inmediatamente después tomó algunas cosas de la alacena y se las puso a envolver dentro de una delgada tela. Self pudo apreciar con la vista algo de pan y unas cuantas gachas resecas-. Tomad, no es mucho pero os alcanzará hasta la posada más cercana –dijo María mientras le entregaba el bulto con comida.
Self estuvo a punto de agradecer nuevamente cuando el chillido del caballo lo interrumpió cambiando las palabras de su boca.
            -Creo que ya debo irme…      -terminó diciendo el hombre con voz baja y algo tristesina.
            -Así es, mucha suerte en vuestro viaje… -respondió María con igual tono.
            Era obvio que sufría por irse pero más aún por el hecho de que Antonella no estaba junto a su madre para despedirlo. Aunque quiso preguntarle a su madre por ella, no lo hizo; si ella eligió no estar ahí no podía hacer nada al respecto. Simplemente lo aceptó.
            -Por favor, decidle a vuestra hija que nunca voy a olvidarla y que le agradezco todo lo que hizo por mí –exclamó triste al no poder decírselo personalmente.
            -Así lo haré –el caballo volvió a chillar- Vamos, ve, ve.
            Self se despidió por última vez asintiendo con la cabeza y luego dio una media vuelta dirigiéndose hacia la puerta.
            Al salir, el fuerte sol golpeó sobre su cuerpo y, además de incomodarle la visión por un instante, dejó ver que las ropas que antes se acercaban más bien a un verde oscuro eran en realidad un claro marrón en diferentes tonalidades según la prenda. En frente suyo ya se encontraba el noble animal que lo acompañaría junto a su dueño.
            -¿Listo para partir? –le interrogó Jonas mientras sostenía las riendas del caballo algo molesto.
            Self volvió a asentir con la cabeza mientras montaba con cuidado al corcel de un espeso marrón rojizo y desprolijas crines oscuras que le caían hacia un lado y hacia el otro por su largo cuello, un bello alazano. En cuanto se acomodó, el caballo volvió a relinchar.
            -¡He! Tranquilo, tranquilo –se apresuró a decir Jonas aludiendo al animal mientras le alcanzaba las riendas al muchacho-. Tomad chico, por las dudas –agregó al  pasarle, además de las riendas, un objeto alargado envuelto en tela de lino. Self lo aceptó sin preguntas ya que por su peso y forma era obvio que era un puñal, el cual guardo entre sus ropas.
-La dirección que tenéis que tomar es la sureste, cruzando las colinas hasta llegar al bosque Covino, que ya lo debéis conocer. Ahí seguid el camino de tierra que se adentra en el mismo, éste os llevará hasta un puente que os dejará del otro lado del río Kwaih –luego de una pequeña pausa para tomar aire continuó-. Tened mucho cuidado que hace mucho que nadie toma ese camino y no se sabe bien su estado actual ni sus peligros. Saliendo del bosque la ciudad más cercana es Thruma, que estará a unas diez leguas o tal vez más siguiendo la misma ruta; es ahí hasta donde yo conozco, lamento no poder ayudaros más.
Luego ambos se sujetaron los brazos por las muñecas en señal de mutuo agradecimiento. En ese momento Self estaba listo para partir, pero una simple palabra logró retenerlo unos segundos más.
            -¡Esperad! –se escuchó a la par de unos pasos acelerados sobre madera.
            Al ver el rostro sollozante de Antonella cruzando el umbral de su hogar, el joven, sin poder evitar imitarlo, descendió de su montura. Ambos mantuvieron un corto abrazo en el cual cruzan unas palabras al oído, breves susurros que se diluían en el viento luego de alcanzar su destino, palabras que sólo ellos escucharon. La extraña sensación del nunca más volverse a ver irrumpió en ambos cuando sus brazos se separaron y la única unión fue la de sus miradas.
            Self volvió a subir al caballo, el cual dio un giro en círculo al recibirlo. Nuevamente en la silla de montar el hombre miró a las mujeres y a Jonas; tragando saliva se esforzó por mostrar una sonrisa. Un tímido abrir y cerrar de manos fue la respuesta de las mujeres mientras que Jonas permaneció firme. Con vista al frente, Self junto los muslos con fuerza y con presteza el caballo inició un trote veloz por la hierba.
            Ya estaba hecho, decisión correcta o no, poco a poco dejaba atrás Deremi, dejaba atrás  a Antonella, dejaba atrás a las personas que le dieron todo lo que tenía, dejaba atrás lo único que recordaba de su existencia.  Mientras sacudió las riendas del animal, dejó caer de sus ojos toda la tristeza que sentía en donde el único consuelo eran las frías caricias y compañía del viento de primavera. Poco después el fuerte sol terminó por secar los surcos de su rostro.
            Tras pensamientos idos y un veloz galope, se vio nuevamente entre la majestuosa y anciana arboleda de pinos silvestres del bosque Covino, tan sólo pensar que ayer se encontraba en el mismo lugar que ahora pisaban sus pies le provocaba cierto malestar, ya que para ese entonces todavía no había enfrentado el dolor de su decisión de partida.
            Sin entrar al bosque, rodeó los árboles en dirección sur hasta encontrar el camino de tierra que Jonas le había dicho que debía tomar para cruzar al otro lado del río. Se notaba que el camino no se usaba hace mucho. La hierba brotaba en su superficie por doquier. Tampoco había señal de marcas de carretas o herraduras de caballo. Cuanto más se adentraba sobre la tierra boscosa, el camino se diluía con mayor rapidez hasta quedar sólo la certeza del joven de que ahí existió uno.  El leve silbido que provocaba el pasar del viento entre los árboles le trajo un una fría sensación que sólo se esfumo con el sonido del bramante caudal del rió Kwaih que lo guiaba nuevamente hacia su destino.
            Cuanto más avanzaba, el follaje cubría la tierra de igual forma, haciendo la marcha cada vez más difícil al punto que no tuvo más opción que bajarse del caballo y tomarlo por las riendas para seguir adelante, ahora, mucho más despacio. Prontamente la mañana se escabulló entre las copas de los árboles dejando paso a un fuerte sol de mediodía sobre su cabeza, aunque protegido de éste por el entrelazado de ramas y agujas de pino que otorgaban una sombra prácticamente constante sobre él y sobre todo lo que lo rodeaba. Sólo los huecos entre los árboles más distantes dejaban pasar la intensa luz que mostraba el verdadero color de la vegetación, de un frío gris verdoso.
            Pronto el cansancio invadió al hombre haciéndolo tropezar con alguna que otra rama o raíz, cada vez más difícil de evitar por el aumento de arbustos pequeños y medianos a su alrededor. Pero no, no decidió parar la marcha. El susurrar del río lo mantenía esperanzado de que le faltaba poco para alcanzarlo y así era, pocos después el follaje comenzó a descender levemente dejando ante sus ojos la vista de un largo manto cristalino del cual saltaban destellos brillantes según como la luz se reflejara en él. El río Kwaih.
Al llegar a la orilla el vivo brillo se tornó mucho más claro y transparente dejando ver por completo su interior, pudiéndose apreciar su escasa profundidad, aunque la suficiente como para no poder cruzarlo sin un puente que lo cubra. Sin esperar más se arrodilló a su lado y dejó correr un rato el agua entre sus dedos, luego, juntó sus manos para poder beber de su caudal. El caballo también bebió. Además, se mojó la cara y todo el resto de la cabeza sacándose, por lo menos, algo del sudor  ganado en el viaje. Luego de recomponerse de la tortuosa caminata, miró a sus costados buscando el puente que lo llevaría al otro lado. Forzando algo la vista vio a lo lejos una estructura de madera que probablemente fuese lo que buscaba. Por su distancia era obvio que se había desviado del camino original, aunque no tenía la culpa, el mismo se había diluido no mucho después de adentrarse en el bosque.  
            Al llegar a lo que sus ojos habían divisado a la distancia, se encontró con un enmohecido puente de la misma madera de la que eran los árboles de aquel bosque olvidado. Los tablones que atravesaban el río eran gruesos y firmes aunque la cuerda que los amarraba unos a otros parecía no haber resistido muy bien el paso del tiempo, dejando en duda si podía seguir cumpliendo por mucho más la tarea por la cual allí fue puesta.
            Luego de analizar la firmeza del puente, no encontró más remedio que cruzarlo. Por más carcomida que le pareciese la estructura, era la única vía para seguir su camino. Volvió a bajarse del caballo para cruzarlo a pie. Dando pasos cortos, el joven fue avanzando junto con el animal, sujeto por la riendas. Aquel desgastado puente que cada vez desmerecía aún más su confianza al crujir en cada paso que daba. Con la mano izquierda sobre el barandal de soga y con la vista sobre sus pies para ver donde pisaba,  terminó de cruzar dando un pequeño suspiro de tranquilidad.
            La situación de ese lado del bosque no era muy diferente a la anterior, la hierba y las gruesas raíces habían cubierto por completo el camino que ya no existía. Los grupos de árboles y arbustos parecían aún más densos y cerrados. Self maldijo mentalmente al verse privado nuevamente de la montura de su animal que, como antes, tenía que arrastrar por las riendas.
            Sin más, reanudó su caminata tratando de mantener una línea recta en dirección sureste, la cual seguiría el ya no presente camino, manteniendo la esperanza de que su ruta no fuese serpenteante. Si lo era, de seguro  se terminaría perdiendo. El sudor sobre su piel y el agobio a su mente no tardaron en reanudarse luego de una o dos horas de lento andar entre los árboles. El tiempo seguía pasando y él parecía estar siempre en el mismo lugar, rodeado por una vegetación uniforme. Lo único que afirmaba que no estaba caminado por un cementerio arbolado, eran los repentinos despegues de pájaros y alguna que otra aparición de animales silvestres.
            A cada paso que daba, el verde que lo acorralaba se tornaba más y más oscuro. Cosa que iría en aumento ya que el sol ya no estaba por encima de él sino de costado, siéndole mucho más difícil ingresar su luz por la espesa arboleda de Covino. La tarde se hacía presente y lo último que quería Self era estar en el bosque para cuando anocheciera, aunque por los comentarios de Hermes, el bosque era muy extenso además de tener una notoria dificultad de suelo. Probablemente no haya avanzado mucho realmente desde que se adentró en él. Sin desperdiciar más su tiempo en conjeturas, aceleró la marcha lo más que pudo, aunque no era mucho lo que le permitían las enredadas raíces y desniveles de la tierra.
            La abrumadora atmósfera del lugar lo sofocaba. No dejaba de sudar y dar traspiés debido al cansancio. Cuánto le faltaría para atravesar el bosque nadie lo sabía, o por lo menos nadie ahí presente. No contaba más que consigo mismo.
No mucho después el leve sonido del crujir de las hojas sobre la tierra rompió con el mortuorio silencio del lugar, aunque también tensionó sus nervios ya que no era por su causa. Inmediatamente dirigió la vista hacia donde creía que provenía el sonido, unos pequeños arbustos a pocos estadales de distancia. Precavidamente freno la marcha y espero a oír más. Unos segundos pasaron… Nuevamente el crujir empujó a Self a desenfundar el puñal que llevaba en el cinto. Arma en mano dio unos pasos sigilosos hacia los arbustos, preparado para lo peor…
            Pronto el misterio se disipo:
            <<Una ardilla…>>
Dijo el joven dentro de su cabeza mientras que sus labios sólo soltaron un suspiro de alivio. El pequeño animal de tez marrón se escabulló entre sus pies y se terminó perdiendo nuevamente entre otros arbustos de la zona.
Self bajó la guardia y se dispuso guardar el puñal. De repente el crujir se repitió pero mucho más fuerte. Se giró y una enorme bestia de más del doble de su altura se alzó ante él con los brazos abiertos y con las garras al descubierto. Sin darle tiempo a reaccionar, recibió una feroz embestida del salvaje oso pardo, lanzándolo al suelo sobre sus espaldas. El caballo, ya fuera del control del muchacho, también se alzó encabritado  desapareciendo entre la maleza un instante después. Self abrió los ojos sobre el suelo algo aturdido y aún sorprendido, un inminente rugido del oso lo hizo volver en sí y se percató que ya no poseía el puñal en sus manos. Al ver al animal nuevamente abalanzándose sobre él, giró hacia un costado, pero la rapidez de su oponente lo volvió a sorprender. Un zarpazo lo golpeó en el hombro izquierdo cortándole la carne gravemente… Todavía en el suelo, se tomó la herida gritando del dolor mientras sus ojos se cerraban con fuerza. El animal ya estaba encima suyo dispuesto a descabezarlo. Si seguía así, el destino de todos los mortales no tardaría en hacerse presente.  Los hilos de saliva que colgaban de los afilados dientes del animal hicieron contacto con su rostro, él volvió a reaccionar rápidamente esquivando la mordida al rodar entre las patas del oso. Se puso de pie a duras penas e inicio la carrera tratando de escabullirse entre los árboles, pero una raíz le jugó una mala pasada haciéndolo tropezar hacia un desnivel que lo hizo girar sobre sí mismo unas cuantas veces en el suelo. La fuerte caída sólo se detuvo cuando el muchacho dio su cuerpo contra un árbol. Estaba muy mareado y sintió que la cabeza le iba a explotar, su cuerpo terriblemente adolorido parecía ya no responderle.
Luego de intentar algunos movimientos por ponerse en pie y no poder conseguirlo, Self quedó aferrado a la esperanza de que esté lo suficientemente alejado como para que el oso no intente atacarlo nuevamente. La desesperación de sus ojos dejó verse al  notar que se equivocaba.
Invadido por el temor, logró impulsar sus músculos nuevamente. Ya de rodillas divisó a lo lejos algo brillando… ¡Su puñal! Rápidamente utilizó todas sus fuerzas para alcanzarlo. Rengueando sobre su pata derecha, llegó a su arma antes que el oso a él, ahora sí había una oportunidad.
Ni bien tomó el puñal del suelo, no llegó a voltearse para usarlo. Otro zarpazo lo alcanzó por la espalda, derribándolo nuevamente sobre el polvo. Sin esperas, el oso se puso sobre él dispuesto a comprobar la fuerza de su mandíbula con su cráneo.
Un instante después la sangre comenzó a brotar de su cuello… Los ojos se le fueron hacia arriba y su cuerpo perdió por completo las fuerzas. Había muerto… Self seguía tieso con el puñal en alto. Ahora, todo cubierto de rojo. Un ágil movimiento de sus manos logró que su cuchillo termine degollando a su oponente. Ya estaba a salvo, aunque a un gran costo.
Miró hacia su costado y al ver a la bestia tendida a su lado recordó la extraña sensación de satisfacción que tuvo al asesinar al animal. Aunque fue un sentimiento momentáneo, Self no pudo evitar sentirse incomodo con su conciencia… Sin esperar más, se puso en pie a duras penas ayudándose con la corteza de uno de los tantos árboles. Apoyado contra el pino, limpió el puñal con el reverso de su túnica y volvió a ponerlo en su cinto. Cuando dio el primer paso el dolor se reavivó de nuevo, especialmente la herida de su hombro izquierdo, que sólo dejó de sangrar al taparse con polvo y tierra. Por suerte el zarpazo que el oso atinó a su espalda sólo rasgó sus ropas apenas infligiéndole algún daño a su piel; por otro lado tenía un fuerte dolor en las costillas, debido a la fuerte caída que sufrió. Así de dolorido dio unos pasos, aunque maldiciendo una y otra vez interiormente, maldiciones que se multiplicaron al recordar la huida de su compañero, que además de ser su único transporte, tenía las provisiones que María le había entregado para su viaje. 
Pensó en esperar por si el caballo volvía, aunque era muy probable que no lo hiciese le servía como excusa para descansar de su inesperado combate; pero terminó resolviendo continuar avanzando. Aguardar cerca del cadáver del oso era más que peligroso. Su fuerte hedor no tardaría en atraer a otros peligros que, en su actual estado, no podría enfrentar.
Sin atender sus heridas, reanudó la marcha ayudándose con las manos entre los árboles, para no tambalearse. Ya era tarde, en el entrelazado de hojas de las copas de los árboles ya no pasaba ningún rayo de luz, sólo era un hueco por el cual uno podía ver el cielo azulándose a cada minuto.
El hambre no tardó en aparecer en su estomago. No había comido nada desde la mañana, y todo lo que se había traído para calmarla ya no estaba a su alcance. A pasos cortos, llegó a una zona del bosque que poseía  arbustos repletos de frutos silvestres, sin quedarle claro si eran particulares del lugar que pisaba o si siempre estuvieron a su alcance, percatándolos recién por el constante aviso de su barriga. Sin importarle aclarar su duda, se acercó a uno de dichos arbustos y arrancó una fruta. Su color era rojizo y su consistencia era firme. Luego de observarlo unos segundos se lo llevó a la boca para comprobar si sabía lo bien que lucia. Decepción fue la suya al ver que sus ojos se equivocaron. La fruta era horrible, sin decir algo peor. Inmediatamente luego de tocar su paladar, escupió lo poco que había mordido y tiró con fuerza de vuelta a los arbustos el resto de la fruta que llevaba en la mano. Luego de aquella experiencia, se abstuvo de seguir probando con otros ejemplares. Lo mejor que podía hacer era pensar en otra cosa y resistir el hambre lo más posible.
El anochecer no sólo se hizo sentir por la escasa luz, sino también por las ráfagas de viento cada vez mas heladas dejando tiritantes sus músculos. A pocos pasos el suelo se terminó volviendo intransitable. Había tan poca luz que apenas podía mirar lo que pisaba. Teniendo en consideración tales circunstancias era evidente que continuar a oscuras no sólo no tenía sentido, sino que también era bastante peligroso y lo último que buscaba era perecer en un estúpido accidente. Es así que tomó la decisión de aguardar a un nuevo amanecer para continuar con su marcha.
Lo primero que se le vino a la cabeza fue levantar algunas de las ramas del suelo para hacer un pequeño fuego que lo protegiera de aquel intenso frío nocturno. Acción que desistió al darse cuenta que estaba solo, sin nadie que hiciese guardia y controlara el fuego mientras él dormía. Lo único que conseguiría haciendo un fuego era atraer bandidos, si es que había, o hasta quemarse dormido. Aunque por otro lado la ventisca era tan fuerte que casi se olvidaba de aquellos peligros con tal de no sufrir el frío. Sin embargo sus ojos divisaron unos árboles lo suficientemente juntos como para que sus gruesas raíces sirvan de cobijo, por lo menos por esa noche. Ya en el lugar recogió la mayor cantidad de hojas secas posibles y las colocó entre las raíces para amortiguar la dureza de la tierra carente de hierba sobre la que se iba a recostar. En cuanto se apoyó en su humilde refugio pasajero, la zona lumbar de su espalda comenzó a dolerle terriblemente, evidentemente le costaba a sus músculos relajarse de un día tan abrumador. Tratando de acomodarse, apoyó sus manos sobre una enorme capa de resina  que brotaba de la corteza de uno de una de las raíces, produciéndole algo de asco, no vio mejor solución que tumbarse de lado contrario y listo.
              Justo antes de rendirse al cansancio, el dolor de su hombro le recordó su grave herida, la cual no se había tratado. Tomó su cantimplora de cuero y, luego de beber un poco de su interior, echó algo del cristalino líquido sobre su hombro, limpiando la carne abierta de toda la tierra y polvo que se le había adosado. Rompió algo de la camisa de lino que llevaba debajo de la túnica y la uso para envolverse la herida, pasando la improvisada venda por la circunferencia de su brazo una y otra vez ajustadamente para asegurarse de darle la presión suficiente como para que no siga sangrando. No era el trato ideal, pero le alcanzaría hasta llegar a un pueblo o ciudad. Luego puso su mano derecha sobre el pomo de su puñal y echó la cabeza hacia atrás. Sus pensamientos comenzaron  a deformarse por el cansancio hasta desaparecer en la nebulosa de un profundo sueño.

miércoles, 16 de febrero de 2011

1º Parte - Capítulo 6

-VI-

–Self... Self –una suave voz comenzó a llamarle–. Self, vamos –su nombre volvía a repetirse una y otra vez aunque parecía como si lo pronunciasen desde algún lugar lejano o como detrás de un muro–. Self, levantaos –poco a poco la voz se hacía más cercana aunque poco parecía importar. El reclamo por su persona se hacía constante.
            <<¿Quién, quién es?>>
            La voz que pedía por él comenzó a escucharse tan bien que dio la sensación de que ya estaba a su lado, pero Self no abrió los ojos como para comprobarlo. Sólo siguió preguntándose de quién venía aquella voz que interrumpía su sueño pero sin las fuerzas como para abrir sus parpados y pedir que se calle.
            –Self! ¿Me escucháis? –continuó aquella voz.
            <<Por favor callad, sólo deseo dormir –contestó, pero sólo desde su mente puesto que sus labios no se movieron, por lo que la voz que lo comenzó a fastidiar continuó sobre sus oídos.>>
            Los llamados continuaron al igual que las respuestas, pero estas últimas sin ser oídas.      Repentinamente las palabras que lo reclamaban vinieron acompañadas de unos leves empujoncitos en su hombro.
            –¡Levantaos de una vez!
            Ahora los empujones sobre su hombro se hicieron más intensos sacándolo a la fuerza de su dormir. Poco a poco fue abriendo sus ojos mientras oía su nombre una y otra vez. Lo que vio en cuanto sus párpados se separaron pareció no dejarlo conforme ya que la imagen era bastante borrosa e imprecisa.
            –Al fin, ya era hora, mira que seréis dormilón –dijo la voz que le despertó.
            No contestó, sólo levantó la cabeza y vio la figura de una mujer. Pero aunque forzase la vista no podía distinguir su rostro, ni siquiera el color de su cabello. Frotó su mano sobre sus ojos pero de nada sirvió. Aunque no podía reconocer del todo las formas que lo rodeaban sí podía apreciar, o por lo menos tenía la impresión de ello, la suave cama en la que había despertado y la bella habitación en la que se encontraba. Sin saber porqué sentía una sensación en su interior de seguridad y familiaridad difíciles de explicar.
            –Vamos hijo, el desayuno está servido.
            Su corazón comenzó a latir con una fuerza descontrolada y su respiración se paralizo por completo. Las palabras que atravesaron sus oídos no parecían tener sentido. De pronto la bruma que yacía ante sus ojos pareció comenzar a disiparse, pero las formas que estaban detrás también se esfumaron con ella dejando ante sí un claro e inmenso cielo celeste.
            Un sueño más, solía despertarse siempre con imágenes de uno. Hurgando en ellas en la búsqueda de algún recuerdo dormido. Pero más que soñar con su pasado lo hacía con sus deseos. Como aquel día.
            Parpadeó varias veces aún recostado sobre la base de un árbol de raíces encorvadas, ideal para dormir sobre la suave hierba, que de hecho fue lo que hizo. Se llevó las manos a la cara y se masajeó los parpados para despabilarse un poco. De pronto se vio interrumpido por una dulce e inocente risita. Se quitó las manos del rostro y vio una nena justo en frente suyo que no dejaba de observarlo con una sonrisa de oreja a oreja. Ante tal figura, no pudo evitar contagiarse de su buen humor. Esta pequeña era la sobrina de Antonella que vivía en la casa de al lado, la de su hermana.        
            –¿Te vais a quedar ahí mirando? –dijo Self con algo de ironía.
            –Sí. ¿algún problema? –le contestó la niña.
            –No, para nada –dijo el joven mientras que dejó de prestarle atención a propósito a ver qué hacia su observadora.
            Quedaron así por unos segundos hasta que la nena clamó con fuerza:
            –¡Vamos, atrapadme!
Un instante después se largo a correr por la pradera de las afueras de Deremi.
            –Ya veréis –contestó Self mientras se levantaba con presteza para seguirla.
            Ambos comenzaron a correr colina abajo en dirección al pueblo. Entre risas y gritos de alegría, ambos corrieron con fuerza mientras disfrutaban de la hermosura del paisaje que sus pies pisaban sin dejar de apreciarlo ni por un momento. El verde claro de la hierba y el celeste del cielo era lo único que sus ojos veían excepto por las Montañas del Norte que con su toque amorronado marcaban el horizonte entre ambos mundos.
Mientras corría, Self se preguntaba si podía existir algún lugar más hermoso; aunque no sabía la respuesta, su corazón le decía que no. Pero sus sentimientos volvieron a recaer en su hogar. ¿Cómo sería su hogar? ¿Sería tan hermoso como Deremi? Al fijar la mirada en las lejanas Montañas del Norte, que a pesar de su lejanía no perdían su magnificencia, comenzó a preguntarse qué habría detrás, puesto que estas eran el límite del mundo que conocía hasta el momento. Mejor dicho no se preguntó que habría detrás sino si su hogar estaría detrás. Esta idea no era nueva, ya estaba rondando sus pensamientos hace varias semanas, a tal punto que comenzó a creerla cierta.
            Cuando volvió la vista al camino que seguían sus pies, se dio cuenta que estaba en las puertas de Deremi, desde las cuales era observado nuevamente por la niña que ya había llegado.
            –¡Os dije que no me atraparíais! –exclamó la jovencita sin perder la sonrisa de su semblante. 
            Inmediatamente después de dichas palabras Self llegó a su lado y puso sus manos sobre sus rodillas.
            –Tenéis razón. Como recompensa te ganaste una tironeada de pelos.
            Con esto lo único que consiguió es que la niña se largue a correr nuevamente.
            –¿Pero es que no se va a cansar nunca? –murmuró el hombre entre jadeos mientras se recuperaba de la extensa corrida.
            Luego de recuperar el aliento, Self se puso a caminar entre las moradas de Deremi. Los caminos eran de tierra ya que solo la plaza central estaba empedrada. Las casas sí eran de piedra aunque con el techo de madera y paja. Todas ellas tenían chimenea de las cuales algunas emanaban un humo gris producto de la madera quemándose. Sus puertas eran de madera al igual que los marcos de las ventanas, algunos de ellos adornados con flores. En los caminos, los chicos se le cruzaban por delante concentrados en sus juegos. Todo esto lo hacía pensar en eso que tal vez tenía pero que no recordaba. Una familia y un hogar.
            Mientras caminaba sin rumbo perseguido por sus pensamientos, se detuvo un instante para agacharse y recoger una bella flor silvestre solitaria a uno de los costados del camino. Mientras la hacía girar entre sus dedos la miraba con vista perdida puesto que su atención no estaba en ella sino en los deseos de su inconsciente reflejados en el sueño que tuvo aquella mañana. Si tenía una familia, si estaba ahí afuera, en algún lugar ¿Por qué no salía a buscarla? ¿Qué se lo impedía? Ya había pasado mucho tiempo desde que llegó al pueblo y aún no recordaba nada ¿Lo haría algún día? ¿Valía la pena seguir esperando algún recuerdo fugaz o la única forma de recuperarlos sería yendo a buscarlos? Si era verdad que era soldado de Gore, ¿Qué esperar para ir a su capital? Todas las preguntas que se hacía lo llevaban a una sola respuesta.
Por un lado parecía que la decisión ya estaba tomada pero por otro no era nada fácil abandonar lo que había logrado, pero si había que elegir un momento para tomar la decisión, era precisamente ese. Los días de siembra ya pasaron y él había ayudado agradeciendo todo lo que habían hecho por él con el trabajo y sudor de sus brazos. Además, si seguía posponiendo su decisión sería a aún más difícil llevarla a cabo. Pero... ¿cuándo decirlo? ¿Cuándo decirle a Antonella y a su madre que las abandonaría?. Sabía que dicha noticia iba a dolerles al igual que a él, aunque por otro lado también era consciente de que tarde o temprano tenía que decirles y que al fin y al cabo ambas mujeres sabían que algún día se iría. Entonces ¿había algo que lo retuviera, algo que evitara lo inevitable? No, la decisión ya estaba tomada y cuanto antes comunicarla mejor.
            Self parecía decidido pero aún seguía remordiéndole la conciencia el destino de su conclusión. Así camino jugueteando con la flor púrpura que recogió del suelo. Es ahí cuando la ve, cuando ve a Antonella con un canasto de mimbre lavando algo de ropa en un surco de agua proveniente de los tantos brazos del rió Kwaih. Junto a ella se encontraba la nena que hace unos segundos lo había retado a esa carrera tan extensa, que por lo que parecía no la había cansado en nada puesto que seguía saltando y jugando alrededor de su tía.
            Antonella estaba agachada, fregando la ropa con sus manos tarareando alguna canción mientras su sobrina le revoloteaba alrededor. De pronto una sombra la cubrió por lo que levanto la cabeza para ver de qué se trataba. Al hacerlo esbozó una sonrisa de inmediato.
            –Self, cómo andáis –dijo la joven con un brillo particular en la mirada que mostraba su alegría al verlo.
            –Tomad, es para vos –dijo mientras extendía su brazo con la pequeña flor en su mano.
            –Gracias –contestó sin poder decir otra cosa, mientras la tomaba y se la ponía entre los cabellos a un costado de su oreja izquierda.
            –¡¿Y para mí no hay nada?! –exclamó algo molesta la pequeña joven que vio el regalo.
            –¿Para vos? –dijo Self irónicamente–. Para vos hay un abrazo enorme –terminó diciendo mientras que la alzaba en sus brazos y la hacía dar vueltas.
            La niñita no pudo evitar estallar de alegría al verse girar en el aire por lo que luego de un par de volteretas se lo agradeció respondiéndole el abrazo.
            Antonella que se los había quedado observando dijo con simpatía:
            –Sois una persona muy buena –refiriéndose al muchacho–, sea cual sea vuestra familia de seguro debe estar extrañándoos...
            Ni bien escuchó sus palabras, Self se volteó hacia ella con una mirada algo tristesina.
            –Sí, puede ser. Justamente de eso quería hablaros.
            Sin saber porque, la mirada de Antonella tomó el mismo parecido que la de Self.
            –Os escucho –dijo la joven con un tono de voz más bajo.
            –Ahora no, es algo que vuestra madre también debe escuchar. ¿Qué os parece en la cena?
            –Sí, está bien –contestó Antonella con una voz aun más baja.
            Self bajó a la niña, que aún estaba aferrada a su cuello, y se despidió de ambas con una sutil sonrisa.
            Antonella se quedo inmóvil observando como el muchacho se alejaba de ellas. Unos instantes después su malestar pareció ser percatado por su sobrina quien preguntó inocentemente:
            –Tía ¿Qué pasa? –dijo la jovencita mientras le tironeaba suavemente del vestido para recuperar su atención.
            –Nada, no me pasa nada.

Ese día Self no volvió a ver a Antonella hasta la hora de cenar, no sólo eso, tampoco se apareció por Deremi. Sencillamente salió a caminar por las afueras sin destino en sus pies. Sin querer aceptarlo, le dolía haberle dicho a Antonella las escasas palabras que insinuaron su retirada. Para que engañarse, no quería irse, pero sentía que debía hacerlo. Era consciente que el mundo que estaba viviendo y del cual no se quería despegar era solo algo provisorio y que no podía seguir durando. Su destino estaba más allá de las Montañas del Norte.
            Caminó y caminó, recorriendo los caminos de tierra y las verdes praderas que parecían nunca terminarse, con la cabeza baja y con vista al vacío sin poder dejar de pensar lo que dijo y más aún lo que iba a decir esa noche. Sólo el pensar acercarse a aquellas dos mujeres a las cuales tanto se había encariñado le humedecía los ojos, por lo que prefirió caminar todo el día sin rumbo sin comer ni beber antes que ir a Deremi. Sentía que si volvía a mirar a los ojos a Antonella, lo más probable es que se arrepintiese de su decisión. ¿Pero si le dolía tanto su partida por qué no se echaba a atrás y listo? Si al fin y al cabo aún no había dicho  nada. No, su determinación era tan fuerte que ahogó a la fuerza los cálidos sentimientos de arraigo que sentía por aquel lugar perdido en el mundo.
            Luego de andar y andar, sus pies lo llevaron en frente de una extensa arboleda que aunque aún estaba a cierta distancia de ésta, comenzó a escuchar un leve sonido que provenía de la misma. Unos leves golpes que se repetían una y otra vez llenaron de interés al muchacho que era lo primero que escuchaba desde que había salido a caminar, logrando atrapar su atención y sobre todo su curiosidad. Caminó hacia dicha dirección sintiendo como a cada paso los sonidos se volvían más fuertes y más apreciables. Parecían ser los golpes de un hacha de mano. Al llegar en frente de las primeras hileras de árboles el joven confirmó lo que sus oídos creyeron oír: un hombre cortando algo de leña sobre el cabo de un tronco viejo. Era Hermes, el leñador de Deremi.
            –Hola Hermes. ¿Cómo anda eso?
            –Hola muchacho, que hacéis por estos lugares. ¿No estáis muy lejos del pueblo? –contestó el hombre con su característica voz grave.
            –Sí, puede ser, sólo andaba caminando.
            –Lo mejor es que volváis a casa, está oscureciendo.
            <<¿A casa? Justamente eso es lo que pienso hacer...>>
            –Sí, ya pensaba ir volviendo. ¿Y vos, os pensáis quedar aquí talando en las sombras?
            –No os preocupéis por mí, sé cuidarme solo –dijo mientras mostraba una amarillenta sonrisa–. Aparte vine en caballo. ¿Sino cómo pensabais que volvería con la leña?
            Self no contestó a su pregunta pero sí fue él quien continuó hablando.
            –¿Y ese sonido lejano? –preguntó sobre unas leves vibraciones que sentía a distancia.
            –Os debéis estar refiriendo al río Kwaih.
            –¿Pasa por el bosque?
            –Sí, lo cruza de punta a punta, aunque su caudal es menor hacia el sur ya que se abre en varios brazos.
            Self, satisfecho en su curiosidad saludo cordialmente al leñador y se dio la vuelta para volver a Deremi. Ya era tarde, de seguro que ya lo estaban esperando.
           
            La inmensa oscuridad tiñó de gris la hierba que Self pisaba aceleradamente mientras las copas de los altos pinos silvestres del bosque Covino se hundían detrás de las colinas abandonadas. Tras la poco más de media legua de camino el joven pudo apreciar la luz trémula de las candelas de junco que se escapaba de las ventanas de la casa de Antonella, la primera que se veía desde la dirección de donde venia Self. Lo estaban esperando…
En cuanto llamó a la puerta el sonido de la barreta corriéndose hizo presencia.
            –¡Vamos, entrad que se enfría! –pronunció María, la madre de Antonella, haciendo alusión al estofado ya servido sobre la mesa que aún emanaba un sutil vapor.
            –Perdonadme, me alejé más de lo debido –balbuceó Self mientras se acercaba a la mesa en la cual Antonella ya se encontraba.
            La culpa por decir algo que todavía no había salido de su boca le incomodaba y casi no podía mirar directamente a los ojos a Antonella, esquivándolos cuando se encontraban sus miradas.
            –Dinos Self, que es lo que teníais que decirnos –dijo Antonella con mirada apacible pero lejana a la vez, mientras su madre se acercó para acompañarlos a la mesa.
            Self la miró fijo, esperó unos segundos y luego miró a María.
            –Ya pasó mucho tiempo y sigo sin recordar nada sobre mi hogar… –pronunció lentamente sin poder evitar bajar la vista como si lo que dijo estuviese mal, incorrecto.
            –¿Os queréis ir no? ¿Es eso…? –Interrumpió Antonella con presteza y mirada aguda.
            El rostro de María tampoco mostró sorpresa, se ve que su hija ya le había comentado los malos augurios que percibió la última vez que habló con él.
            –Por favor, os pido… Dejadme terminar –continuó diciendo el hombre, ahora sí totalmente excusado de sentir culpa y menos nervioso al no tener que decir las palabras concretas.
            –¡Visteis madre! Yo os dije, nos quiere abandonar –dijo Antonella sin hacer caso a las recientes palabras mientras se giraba hacia su madre buscando una mirada cómplice que aprobara su enojo contra él.
            –Basta hija, está en todo su derecho. Debe buscar su hogar. Justamente todo lo que hicimos por él fue para que pueda lograrlo y es ahora más que nunca que debemos estar con él –dijo María algo irritada por los berrinches de su hija.
            –Pero…
Los ojos de Antonella de repente se convirtieron en cristales luego de una larga lluvia.
            –Nada hija, es así como debe ser.
            Mientras las dos mujeres se miraban una a la otra Self permaneció tieso sin poder decir nada más por el nudo de su garganta que apenas lo dejaba respirar. Tal escena le trajo una extraña sensación, incluso por un momento dudó de la realidad de aquella situación. Como si en parte la viviese desde lejos, como un simple observador, pero a la vez que otra parte de sí quería gritar arrepentido.
Sus labios permanecieron cerrados y sus ojos también se volvieron cristalinos.
            Inmediatamente Antonella volvió su rostro hacia Self buscando su mirada, pero no sus ojos… Lo que había detrás de ellos.
            –¿Enserio no hay nada por lo que quieras quedarte? –terminó por decir Antonella con voz entre cortada y mirada que dejaba correr sinceridad y dolor en forma de gotas sobre sus ojos sin terminar de caer de ellos…
            Self no dijo nada, sus labios siguieron soldados y su semblante cabizbajo. Ya no se podía echar atrás… No si quería volver a reencontrarse con su pasado.
            Antonella, perpleja al no recibir respuesta del joven ni consuelo de su madre dejó caer su sufrimiento y salió corriendo fuera de la sala.
            –Hija, por favor… –atinó a decir María, aunque sin esperar que la escuchara, mientras la miraba alejarse de la habitación.
            –Todo es mi culpa, nunca debí esperar tanto tiempo –dijo Self con la mirada baja fijada a al plato de comida que nunca tocó.
            Luego de un instante, el necesario como para cuidar las palabras, María continuó:
            –Eres un buen hombre… Por eso es que es difícil despediros, tanto para mi hija como para mí –Self, al escucharla, levantó la mirada por sobre las candelas de junco consumiéndose hasta que su luz ilumino de lleno sus ojos vidriosos–. Mañana levantaos temprano para preparar tus provisiones y ver si alguien os presta un buen caballo –terminó diciendo la mujer.
            –Me gustaría agradecer más que con palabras todo lo que ambas hicieron por mí durante todo este tiempo –musitó.
            –Ya lo habéis hecho, ayudasteis a recuperar las herramientas para no perder el cultivo del año. Y además todo lo que hicimos fue porque así lo quisimos, nunca esperamos nada a cambio. Por favor, no os sintáis en deuda –dijo María con firme tono de voz. Dicho esto la mujer se levantó de su lugar dispuesta a ir a hablar con su hija–. Que descanséis –agregó mientras la puerta de la sala se cerraba detrás de ella con un leve chirrido.
            Self se quedó solo, viendo el débil vapor que todavía emanaban los platos sobre la gruesa mesa, todos intactos. Largos minutos se negó a irse a dormir, sin pensar en nada específicamente, solo mirando como los platos se enfriaban; hasta que la luz que se lo permitía murió sobre la base del junco ya consumido…