domingo, 18 de septiembre de 2011

Fin del primer volumen

Sólo quería agradecer grandemente a todas las personas que se han tomado la molestia de pasar por aquí y conocer esta historia. ¡Especialmente a las que tuvieron las ganas de seguir todas publicaciones!. Si han disfrutado de la lectura durante estos meses, por más mínimo que haya sido el goce, valió la pena escribirlo.  
¿Qué cómo sigue y cuándo sigue la novela? Lo segundo es incierto. Tardé mucho para completar lo que hasta aquí habéis leído y seguramente tardaré bastante en publicar el segundo volumen; por esto mismo también consideré adecuado aclararlo en esta publicación. Ojalá siga contando con alguno de ustedes para cuando ese momento llegue.
Un saludo afectuoso, Christian.

Epílogo

-Epílogo-
            -Generalmente se piensa que los disfraces y máscaras se usan para ocultarse, esconder lo que realmente somos para mostrar una parodia, engañar al ojo que se pose sobre nosotros. Pero al fin y al cabo ¿no es el propio cuerpo el mejor disfraz y nuestro rostro, la mejor máscara? –hizo una pausa, pero no porque esperara una  respuesta-. E irónicamente terminan siendo las máscaras, con sus facciones retorcidas y ajenas a la armonía, las que –rió con la debilidad de un suspiro-, queriendo o no, muestran realmente como somos…
            -Sí, Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad. Como su sagrado Citarum –dijo el fiel sin mirarlo a los ojos; ningún fiel podía hacerlo estando tan cerca.
            -Como mi Citarum…
            El fiel había dicho lo que deseaba escuchar ,causándole el suficiente regocijo como para esbozar una sonrisa, pero sólo para sí mismo. Tenía el Citarum puesto y, tanto sus facciones como cualquiera de sus expresiones y sentimientos, estaban ocultos bajo el rostro de bronce bruñido del propio Merdorak. Únicamente sus ojos se fundían con el semblante sagrado que, a la luz de las llamas, brillaban tanto como el metal.
            El fiel terminó de ayudarle a poner la Cimara y se marchó, con la vista fija en los baldosones grisáceos. La Cimara, la túnica ceremonial del Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad era de lana oscura, de lo más sencilla si no hubiese sido por los bordados en hilo de oro, que dibujaban franjas verticales del lado frontal y horizontales en la terminación de las mangas. Cada franja tenía bordado, a la vez, el Sioriadram. El mismo símbolo sagrado que le pendía del cuello en plata negra, al igual que la cadena. 
            Ya solo, permaneció unos segundos con los ojos cerrados, agudizando el oído… Escuchando el sonido del silencio.
<<El sonido de la obediencia. De la total entrega.>>
            La pequeña cámara en la que se encontraba tenía tres muros de piedra y uno de espesos cortinajes carmesí; detrás, decenas de fieles esperaban el veredicto de El Hijo…
            <<Me esperan.>>
            Avanzó frente a las cortinas y, tras otro instante, hundió las manos en la tela para luego separarlas, dejando en medio una brecha por la cual pasó. Fuera, se encontraba en la cumbre de una extensa escalera, rodeado por dos grandes braseros que pendían del techo a cada lado de su figura, dibujando en su rostro de bronce una infinidad de expresiones que mutaban sin descanso, con el constante bailar de las llamas sobre el carbón. Abajo, sobre el suelo donde nacía la escalera de piedra, un pasillo sin fondo visible separaba dos grandes masas de fieles; indistintos unos de los otros con las cabezas bajas y las capuchas puestas. Pero sabían, sabían que el Citarum los observaba…
            Su Maestro se adelantó unos pasos sin emitir sonido alguno, deteniéndose a un paso del primer escalón a contemplar a su rebaño: almas melancólicas que añoraban ver lo que sus ojos jamás vieron; presenciar El Retorno de lo que sus antepasados dejaron ir. Almas incompletas, hambrientas de Fe. Y allí, en ese preciso momento, su Maestro les daría de comer.
            -¡Ikureikia Soriam Tiar!
            -¡Ikureikia Seridam Huirkia!
La respuesta a coro de todos los fieles restalló en el recinto e hizo vibrar las llamas que los alumbraban. El aire caliente de las voces erizó el vello de todos los devotos. Estaban extasiados de orgullo de saber que todas sus voces eran una. Las cabezas se alzaron y se posaron sobre el lejano Citarum: el inalcanzable rostro de Dios, Merdorak. 
            -Los Malditos despojaron a este mundo de la sagrada presencia de Merdorak. Pero lo eterno y divino no pude morir. ¡No puede morir! –la voz grave y potente del Maestro surcó el aire y retumbó en los oídos de cada fiel, oyentes perfectos que saboreaban cada palabra-. Pronto, muy pronto llegará el momento en que Él vuelva a nosotros. El Retorno está cerca y los Merecedores podrán presenciarlo –extendió un dedo y señaló a la masa uniforme de fieles arrodillados y con la vista alzada. Todas, todas las miradas fijas en él-. Sólo los Merecedores…
Diecisiete fieles se pusieron de pie con un recipiente en la mano izquierda y un puñal en la derecha: Los Emirei. Cada uno pasó frente a otro fiel arrodillado y exigía en susurros que se descubriera el pecho. Bajo la túnica, ninguno llevaba más ropa que su propia piel. Todos accedían, sin excepción, y cada Emirei hundía su daga en la carne, lo suficiente como para hacer manar un hilo de sangre. Sangre que recogían en el oscuro recipiente que traían en la otra mano.
-La vida no es más que un eterno juicio. Merecedores o no, nada más es lo que se juzga. Y sólo el Citarum puede ser el Juez.
-Irkiamer Mei Dramm –fue la respuesta del rebaño que, sin gritarla, poseía la fuerza de la unidad. Aceptaban el juicio y estaban orgullosos de este.
Mientras los Emirei avanzaban y llenaban del oscuro y espeso líquido sus sagrados mermitones, el Maestro permaneció impasible; estático como si todo su cuerpo se hubiese transformado en una estatua de bronce y no sólo su rostro que, pese a la inamovilidad del cuerpo, seguía eternamente vivo bajo la luz de las llamas. Hasta que el juicio no se efectuara no se movería. Así era y así sería, porque eso era lo que debía ser.
            Largo tiempo transcurrió para que los Emirei pasaran frente a cada fiel. Con los mermitones llenos, los diecisiete elegidos avanzaron en fila por el extenso pasillo que convergía con la base de la escalera central del recinto. Allí, en el primer escalón ascendente, el Gran Mermiton brillaba con destellos de oro y plata esperando ser llenado. Y así fue. Cada Emirei vació la Sangre Fiel, hasta que cada recipiente quedó vacío y llena la gran copa sagrada. Luego, de uno en uno, los propios Emirei se descubrieron el pecho  y cortaron su carne, arrodillándose sobre el Gran Mermiton para que su sangre se fundiera con la de los demás.
El Emirei primero-entre-sus-pares tomó el cáliz con sumo cuidado y comenzó el ascenso, con la vista siempre sobre la copa; jamás sobre la cima.
 -Imeria em na –clamó el Maestro al recibir la copa de las débiles y ancianas manos del primer Emirei. A contraste con las suyas, la diferencia era notable.
-Imeria na em –fue la respuesta, casi susurrada, del hombre que inmediatamente se arrodilló frente al Citarum con la frente tan gacha que pareció tocar el suelo, y así permaneció.
El Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad alzó el cáliz en lo alto, a la vista de todos los presentes.
-¡Irkiamer Mei Dramm! –repitieron los fieles con un tono mucho más fuerte. El momento inmediatamente previo al Juicio lo requería.
Inclinó la copa lentamente hasta posar el borde inferior sobre los labios de bronce del sagrado Citarum, siempre abiertos. El líquido vertido hacía subir y bajar la nuez de la garganta del Maestro con frenesí. Pero, sin intentar evitarlo, hilos de sangre se desviaron por la barbilla y surcaron la piel tensa del cuello al tragar. Uno, dos, cuatro. La sangre terminó por cubrir toda la piel visible e impregnar con su olor y color la sagrada Cimara.
Paladeó, rastreando los restos del sabor amargo.
La gran copa cayó vacía de sus manos y chocó contra la piedra. El sonido retumbó en los oídos de todos los presentes pero, como si éste jamás hubiese existido, sus rostros permanecieron impasibles. El primer Emirei recogió la copa del suelo y comenzó a descender de la misma forma en que había ascendido: de frente al Citarum.
El Maestro escudriñó las miradas lejanas a sus pies. Fieles aguardando el veredicto ceremonial. Pasó sobre los ojos vacios y distantes, hasta que por fin se detuvo en unos. La distancia entre ambos era inmensa, pero eso no importaba. Quien era observado por el Citarum lo sabía, al igual que el resto sabía a quién observaba el Citarum. La mediación de palabras no era necesaria, no había nada que decir. Las miradas de los fieles fueron abandonando al Citarum para volverse lentamente, una a una, a quién fue señalado: el Infiel. Todas las miradas se posaron sobre su rostro, menos la de éste, que no hacía más que mantener la mirada sobre la lejana máscara divina. 
Miedo. Eso era lo que había en sus ojos. Había perdido la fe o jamás la había dejado entrar en su corazón.
Como si tuviese la más mínima posibilidad, el infiel se puso en pie; empujó al primer hombre que intentó detenerlo y pateó la mandíbula de quien tenía justo enfrente suyo, aún arrodillado. Intentó correr, pero todo quedó allí: en el intento. Decenas de manos fieles se aferraron a sus vestiduras y a la carne bajo ella con fuerza desmesurada, en unos segundos estuvo completamente inmovilizado.
Gritó. Gritó su inocencia, su amor eterno a Merdorak, su inmensa fe. No sirvió de nada. Arrastrado como un simple saco, cuatro fieles lo llevaron hasta los escalones de piedra, obligándolo a subir ante el Citarum. Resignado, el hombre se arrodilló y lloró por una piedad que sabía, no conseguiría; pero ¿perdía algo por intentarlo?. Y así fue como ascendió, gateando como un bebé.
-Tu sangre está corrupta –dijo su Maestro cuando lo tuvo a sus pies-. ¿Por qué, por qué estáis aquí si ya no creéis en la causa? ¿Cuál es la razón de tu pecado? –el hombre no respondió, sólo sollozaba, sin levantar la vista de la piedra-. Levantaos.
-No, por favor… -murmuró el infiel entre lágrimas.
-¡Levantaos infiel! -y lo hizo, pero manteniendo la mirada gacha, sobre sus pies-. Miradme –pero esta vez no accedió. Largos segundos pasaron en silencio; un momento contemplativo, que el Maestro utilizó para hurgar en su razón, buscando algún sentido a la necesidad del infiel por extender su culpa, su vida, con cada instante que el tiempo dejaba atrás.
<<Jamás comprenderé aquello que no siento.>>
Con una velocidad sorpresiva, las manos del Maestro encerraron el rostro infiel y lo obligaron a torcer la mirada hasta que sus ojos se posaron sobre los suyos. 
Ya no hubo lágrimas, tampoco gritos; sólo un temblor mudo. Las extremidades del hombre se retorcieron y contrajeron más allá de las posibilidades de sus articulaciones; pronto sus pies dejaron de tocar el suelo. Todo su cuerpo se alzaba con la fuerza de las manos del Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad… Cuando liberó su cuello, el infiel cayó y rodó escalones abajo, sin señales de vida.
-¡Solo los Merecedores presenciarán El Retorno!
-¡Irkiamer Mei Dramm! –volvió a gritar el auditorio que, hasta entonces, había permanecido con una parsimonia inquebrantable ante lo que presenciaban sus ojos.
El juicio había concluido.
-Fieles verdaderos –volvió a dirigirse a su auditorio con voz fuerte y vibrante-, Nuestro Señor nació por la fuerza de las sagradas Xiremei y también pereció por ellas… ¡Y por ellas volverá! –hurgó en la Cimara y luego alzó su puño en lo alto. Entre sus dedos se percibía el débil brillo anaranjado de la gema de fuego.
-¡Lo divino no puede morir! –el grito lleno de éxtasis estalló en la sala, uniendo a los fieles en una voluntad única, que nuevamente volvía a imponerse.
-La sangre… La sangre es la esencia de toda vida, su flujo. La que nos da la vida y la que nos mantiene así. Nuestra propia alma fluye en ella; nuestro ser. En ella están nuestros pensamientos, nuestra memoria, nuestros conocimientos, nuestros pecados y deseos… Reconocer ese poder en la sangre era la bendición de los Sartio, la bendición de Merdorak. ¡Y mía, el último de sus hijos!
-¡Xiremei dram eimerem drian!
-¡Y es la sangre, como flujo de vida en sí mismo, que devolverá el poder a esta Xiremei!
-¡Lo divino no puede morir!
-Pero no cualquiera puede ser el elegido… Sólo los hombres herederos de la magia ancestral tienen en su sangre el conocimiento y fuerza suficientes para devolver a la vida este pequeño fragmento divino… ¡Bajadlo!
El rítmico sonido de cadenas rechinando cortó el silencio y, de una sección abierta en el techo de la cámara, una jaula de hierro ennegrecido descendió lentamente. Dentro, un hombre desnudo yacía inconsciente. El gentío espectador se alzó de pie y extendió los brazos hacia su Maestro y comenzó a entonar el coro ceremonial Shire. Las palabras fluyeron de sus gargantas e inundaron la sala, construyendo oraciones que no parecían tener fin.
Ya al alcance de la luz de las antorchas, se percibía cómo el cuerpo de Edorias había sido diezmado por el fruto de torturas. Heridas abiertas, algunas incluso cosidas con brusquedad con hilo de cerdo, atestaban su piel blanca y flácida. No se movía, pero el gotear constante de sus lesiones denotaban que aún conservaba la vida. El Maestro se ubicó justo debajo y volvió a alzar su puño con la gema dentro. Sobre la parte superior de la celda había una especie de doble techo, colmado de púas y salientes de hierro que develaban su filo a la luz mortecina que los alcanzaba.
-¡Dremiamner thagh! –el grito brotó de los labios tiesos de bronce del Citarum  tosco y violento, como si las palabras estuviesen hacía rato atragantadas en su cuello y de repente fueron escupidas.
El coro Shire, que ahogaba sus oídos, fue momentáneamente interrumpido por la violenta caída del sobretecho de hierro de la celda, epilogado por el último quejido de dolor del anciano en su interior; suave y débil como un susurro. La sangre espesa y oscura estalló sobre la Xiremei y el Citarum, cubriendo el cuerpo del Maestro en su totalidad bajo su torrente.
Y se encendió, la Ximerei se encendió. El fuego brotó entre sus dedos y envolvió su puño, alimentado por el flujo de vida. Pero su mano no ardió. No, él era el Elegido, el último de sus hijos, el Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad, por eso la mano de Meroveo Drassenio Setio no ardió.  


domingo, 11 de septiembre de 2011

3º Parte - Capítulo 15

–XV–

–Margawse, está en ruinas… –dijo Self con amargura–. ¿Estáis segura que es aquí?
–Tiene que ser… –le contestó. 
Llegaron a la cima, los restos de edificaciones se contaban a cientos y algunas estructuras que habían sufrido menos la ira del tiempo aún conservaban un aire de majestuosidad, pero seguían siendo sólo el cadáver de su verdadera grandeza. Lo que hacía cientos de años había sido la ciudad más importante de Agoreth, ahora era un conjunto de escombros roídos por el viento.
–Es enorme –murmulló Alexfre.
Y era cierto. No podrían calcular cuánto, pero a simple vista parecía tan grande como Herdeñia. Pese a que estaban exhaustos, Margawse insistió en recorrerla cuanto antes y ninguno de sus escoltas se opuso. Habían sufrido mucho para llegar hasta allí, todos querían encontrar lo que fueron a buscar… La mejor opción era separarse y así lo hicieron, pero aún así no estaban seguros de llegar a revisarla toda antes de que cayera el sol.
Piedra a piedra, palmo a palmo, los tres prestaron atención a todo lo que sus ojos llegaban a ver, cruzaron todos los arcos, revisaron todos los muros, cada montón de escombros… Todo, pero el sol se posó sobre el horizonte y ninguno había dado con algo de utilidad.
–Sólo son ruinas mi señora… –le dijo Self nuevamente cuando se volvieron a reunir en el mismo punto en el que se habían separado hacía más de medio día. Él estaba tan preocupado como ella; sabía que si aquél no era el lugar, no estaban en condiciones de seguir caminando por aquellas tierras desérticas; probablemente morirían antes de dar con aquella ciudad legendaria. Si existía…
–No, no puede ser… –negó Margawse con la cabeza–. Es aquí, tiene que ser aquí… –la voz se le empezó a entrecortar y bajó la vista abruptamente al sentir que los ojos se le humedecían, no quería que la vieran llorar.
Alexfre había sido el primero en llegar al punto de reunión y el primero en decir que no había encontrado más que rocas, pero aún así la joven se negaba a aceptarlo.
–Tiene que haber alguna razón, algo que no vimos… –continuó diciendo la muchacha, mientras pensaba con fervor cuál podría ser tal razón; pero su mente se nublaba con la tristeza y sólo tenía ganas de ponerse a llorar.
<<Madre… Vos me dijiste… No os podéis equivocar…>>
Ya no pudo contener las lagrimas. Alexfre se acercó para consolarla, pero ella le apartó a un lado y se alejó unos pasos, para sentarse sobre la cara de un bloque de piedra semienterrado en la hierba reseca.
Alexfre y Self trataron de alentarla, insinuando que tal vez no era aquél el lugar exacto, tal vez la ciudad que buscaban estaría unas leguas más adelante. Pero ninguno de los dos creía realmente lo que decía, pero por sobre todo, Margawse. Ella tenía la seguridad de que era el lugar correcto. Al recorrer los muros ruinosos encontró decenas de restos de inscripciones en dearín, la lengua de la primer era. No había dudas sobre el lugar, era ese, La ciudad dorada de Doria; pero estaba muerta, totalmente abandonada, sin vida. Allí no había supervivientes de la raza milenaria… Allí no había nadie.
–Acamparemos aquí, tras esos muros –terminó diciendo Self, al tiempo que señalaba los restos de un muro: un metro más o menos de rocas en pie–. Mañana daremos otra vuelta, mi señora… –agregó, pero tenía la sensación de que nada de lo que dijera alentaría a la joven.
Ya sin más que hacer y agobiados por el cansancio, se dispusieron a armar una pequeña hoguera bajo un cielo azulado que a cada minuto se tornaba más oscuro. También tenían hambre, mucha, pero nada que comer, y el cansancio era demasiado como para ir a buscar algo que cazar, por lo que los tres se resignaron a irse a dormir con la panza vacía.
Self se alejó unos metros para orinar mientras que Alexfre se puso a armar la incendaja que, gracias a las características del terreno, no tardo casi nada en hacer; allí toda la hierba estaba seca y quebradiza. Con el tercer chasquido de la daga contra el pedernal una llama diminuta nació entre las ramitas secas. Self se abalanzó corriendo sobre ellos y, antes de que ninguno de los dos llegase a reaccionar, pateó la incipiente hoguera. La llama se consumió de inmediato. Alexfre entró a maldecirlo, pero antes de que terminara siquiera la primer palabra, Self ya lo había interrumpido.
–No estamos solos… –dijo en voz baja pero en tono firme, al tiempo señalaba una delgada y serpenteante columna de humo que se alzaba en el cielo, tras unos cuantos muros ruinosos de por medio.

Un pequeño suspiro interrumpió el dominio del constante crepitar.
<<Odio estas malditas ruinas… –caviló el sujeto, posando sus manos de dedos cortos cerca de las llamas–. Y ya empezó a hacer frio… ¿Cuánto me faltará para el Cruce?>>
Se levantó con dificultad de la roca en la que se encontraba sentado y se dirigió hasta las inmensas alforjas de la mula, que tenía atada a un bloque de piedra. La barriga prominente y las piernas cortas lo hacían caminar con torpeza y lentitud, pero no parecía molestarle. Tomó un mapa en pergamino y se volvió a posar sobre la misma roca, para desenrollarlo y contemplarlo a la luz del fuego. Trazó una línea con el dedo y agudizó la vista para leer en las referencias la escala en leguas.
<<Debí haber agarrado los lentes también… –se dijo al notar que forzaba demasiado la vista, pero tampoco hizo ademán de volver a levantarse para ir a buscarlos–. Tres días… –concluyó>>.
La última vez que había usado ese camino fue como hacía tres meses y su memoria no era la misma. Lo que sí recordaba era que estaba tan desolado que cada vez que pasaba por allí sentía que era la única persona en el mundo, pero igual detestaba las sombras que se proyectaban en los muros caídos y, por supuesto, siempre iba con una ballesta encima. Las espadas y cuchillos no se le daban bien, pero cualquier estúpido con un dedo índice puede presionar un gatillo.
El sonido de una rama quebrarse alteró sus sentidos y lo obligó a alzar la vista.
<<Es un animal… un conejo, seguro –se dijo, pero su cuerpo se negó a bajar la guardia– Aquí no hay nadie…>>
Justo cuando estaba por volver a bajar la vista un sonido similar lo volvió a alertar, esta vez echó mano inmediatamente a la ballesta que tenía apoyada a su lado y la apuntó hacia las sombras nocturnas, al tiempo que las seguía  con la mirada.
–¡¿Hay alguien?! –preguntó a la noche. Pese a los nervios no pudo evitar sentirse un estúpido al hablarle a la nada–. ¡Estoy armado! –dijo tras esperar un momento, repentinamente descubrió que ya no tenía frío, incluso notó húmedas las axilas. 
<<Nadie me va a contestar, estoy solo. Solo.>>
–Disculpe… Es que… me perdí… –dijo una voz femenina. Inmediatamente se giró y apuntó el arma hacia donde creía que provenía. Ya sudaba como un puerco.
–¡Estoy armado! –repitió–. ¡Pero si salís despacio no os hare daño! –que fuese una mujer no pareció hacerle sentir menos peligro. ¿Hacía cuánto que no sentía tanto miedo?.   ¡Y qué demonios hacía una mujer allí!
<<Tengo una ballesta, no me pasará nada, gatillo y listo, estará todo bien…>> Se repitió en su mente una y otra vez, aguardando la respuesta de aquella voz.
–Está bien señor, no tengo armas, soy sólo una joven. No me hagáis daño… –le respondió tras un muro.
<<Tranquilo, es sólo una mujer.>>
Una figura oscura como la noche se asomó lentamente. El hombre de la ballesta la detectó de inmediato y corrigió la trayectoria del arma. Pese a que tenía el fuego a su lado, la figura de la joven no estaba lo suficientemente cerca como para distinguirla con claridad, ni siquiera hubiese podido determinar si se trataba de un hombre o una mujer, de no haber sido por la voz.
–Despacio, acercaos despacio –fue lo último que dijo el hombre antes de escuchar un sonido rápido y brusco a sus espaldas. Instintivamente intentó voltearse, pero todo pasó demasiado rápido para su gusto.
<<Estoy perdido… Que los Tres se apiaden de mi alma.>>
En un segundo sintió la presión del acero frío sobre el cuello, justo donde le terminaba la papada. Tan fuerte que cuando tragó saliva sintió como la fuerza de la nuez contra la daga provocó un ligero corte. Un hilo de sangre le corrió débilmente hasta la base del cuello y otro de orina desde los calzones hasta los pies.
–Está bien, no os pasará nada, soltad la ballesta –clamó la voz del hombre que lo tenía aprisionado.
Ni siquiera recordaba tener la ballesta en las manos; no sentía nada, simplemente perdió las fuerzas y dejó que la otra mano del sujeto que lo asesinaría tomara el arma de sus manos sin resistencia alguna.
La sombra que había visto en un primer momento continuó acercándose, pero la luz de las llamas develaron que, sorpresivamente, no se trataba de una mujer.
–Revisadle que no tenga alguna daga escondida entre la ropa –habló este. A la luz nocturna no se podía determinar con seguridad, pero parecía tener el cabello oscuro como el azabache. El que lo mantenía amenazado comenzó a palparlo pero no encontró nada, la ballesta era su única arma.
Tras el muro apareció otro figura más. Esta sí era la de una mujer…
–Perdón, no temáis. Es sólo por precaución –clamó Margawse, con cierta expresión de pena.
Alexfre se acercó aún más y tomó la ballesta, la examinó un instante y luego la apuntó hacia el prisionero. Un segundo después, Self apartó el acero del cuello del hombre y se alejó unos pasos, pero quedándose detrás suyo, por si intentaba huir.
–No me matéis por favor… Llevaos todo, todo… Por favor no… –suplicó el sujeto,  al tiempo que se llevaba ambas manos al cuello para comprobar el tamaño del corte, como corroborando que no le hubiesen abierto la garganta y no se haya enterado.
–Estáis bien hombre, no tenéis nada –trató de calmarlo Alexfre, sin resultados.
–Señor, no os haremos daño, tampoco queremos vuestras pertenencias. Sólo queremos hablar un poco… –intentó la joven, pero el sujeto estaba tan asustado que parecía a punto de largarse a llorar. Alexfre la miró de reojo.
–Y un poco de comida… –agregó el muchacho.
–Por favor… sólo soy un comerciante… humilde…  –dijo con la voz entrecortada y con la vista sobre el suelo.
Margawse le hizo señas para que le dejara de apuntar, que así parecía que no podía ni hablar del susto, además ya había quedado claro que aquel hombre era menos peligroso que una anciana con una espada de madera.
–Vamos hombre, que la dama dijo que no os pasaría nada. Mirad, ni siquiera os estoy apuntando.
El sujeto alzó la vista lentamente y al ver que era verdad, sorbió por la nariz y tragó saliva. Aún tenía mucho miedo, pero la esperanza de que tal vez aquella noche no moriría, lo reconfortó lo suficiente como para devolverle la calma perdida.
            –Decidme ¿Quién sois y que hacíais aquí? –preguntó Self, apartándose de las espaldas del hombre para ponerse a su lado y poder mirarlo a la cara. No huiría, era evidente.
            –Soy, soy Demson, de Timeah. Cada, cada temporada llevo algunas mercancías a los reinos verdes. Soy comerciante –dijo con la cabeza levemente inclinada al suelo tratando de mirar a su inquisidor a los ojos, pero no podía mantener la mirada más que un segundo, por lo que sus ojos bajaban y subían constantemente.
            –¿Reinos verdes? –le repreguntó.
            –Debe referirse a Thira y Gore, ¿no? –resolvió la dama.
            –Si, sí, claro… –afirmó Demson.
            –¿Y qué lleváis? –la pregunta de Alexfre no era más que vana curiosidad.
            –Oh, pues… un poco de todo, pero las alforjas están casi llenas solamente de pimienta roja. En Timeah abunda y en los reinos verdes no –esbozó una pequeña sonrisa, parecía que hablar de sí mismo lo calmaba un poco, pero en cuanto recordó la situación en la que se encontraba, la sonrisa se esfumó por completo. Miró a Margawse por un segundo–. También traigo unos cuantos espejos, elaborados con el reflejo más perfecto que os podáis imaginar. Regalaré uno a la dama; le encantará.
            –Muy amable, Demson. Sé que así será –se apresuró a responderle Margawse. Y no era mentira, antes solía pasar mucho rato frente a espejos, ensayando hechizos o simplemente probándose vestidos. ¿Cómo luciría ahora si se miraba en uno?
            –Hubiese preferido una pata de carnero –se quejó Alexfre sin omitir un tono burlón; aparentemente el hambre le imperaba más que el resto.
            –Tengo unas provisiones… Pan, queso… un poco de carne al salazón… Tomad lo que necesitéis… –el hombre parecía resignado a perder toda la comida que traía, incluso tal vez se llevaran la mula también, pero no podía evitarlo, así que sería muy tonto poner resistencia, su vida era más valiosa y parecía que si se comportaba la podría conservar. No faltaba mucho para el cruce, ya se las arreglaría allí.
            Nadie se negó a compartir las provisiones del comerciante. Tenían hambre y nada que comer, así que no había demasiado que pensar, sólo Margawse se sintió culpable por comer la comida de alguien que, probablemente, no se las hubiese ofrecido si no estuviesen amenazándolo con su propia ballesta…
Mientras comían, Self no dudó en preguntarle qué era lo que sabía de aquellas ruinas, pero se llevo una gran desilusión con la respuesta: No tenía idea de qué eran esas ruinas; simplemente pasaba por allí porque estaban de camino, es más, ni siquiera se había animado a inspeccionarlas. Siempre acampaba bajo los restos de los muros mas limítrofes y al día siguiente simplemente seguía con su trayecto. Margawse, que escuchaba atentamente, parecía ida y su mirada parecía expresar un dolor silencioso, un dolor que pareció presionarle el pecho aún más cuando escuchó la única afirmación interesante que aquel hombre les podía dar.
–No hay nada –negó Demson acompañando la respuesta con un vaivén de la cabeza, cuando Self le inquirió sobre la posibilidad de otras ruinas o pueblos cercanos a su posición–. Entre Timeah y el Cruce no hay nada ni nadie, sólo estos viejos escombros. 
Cuando ya no hubo nada interesante que preguntar, la charla fue menguando en vanalidades que solamente sirvieron para tranquilizar al comerciante que, al cabo de unas horas, ya no parecía tener el miedo estampado en el rostro. Poco después, el sueño fue más importante que las palabras y se dignaron a dormir, a excepción de Self que estaba acostumbrado a hacer la primer guardia de cada noche.
Por la mañana Demson, al abrir los ojos, tuvo la amarga visión de que sus captores seguían allí, aunque igualmente seguía siendo mejor visión de que se hubiesen ido con su mula también. Y por sobre todo, seguía siendo mejor tener una visión que ninguna y jamás haber despertado. Justo antes de ello, despertar, cuando los sueños se mezclan con la realidad y ésta con los sueños, llegó a pensar que todo había sido una pesadilla. Con el correr de los segundos, su conciencia recuperó terreno al igual que su triste realidad. Todo cambió cuando recibió la grata noticia de que le dejarían seguir su camino a él y su mula, pero la sorpresa fue aún más grande cuando también le devolvieron su ballesta y saetas.
–Demson, no somos bandidos, por favor aceptad nuestras disculpas por haber sido algo bruscos en un principio, era necesario –le dijo Self al entregarle su arma de madera y proyectiles.
El hombre pareció haberse olvidado de todos los pesares que había vivido la noche anterior, ya que sólo tenía sonrisas y palabras de agradecimiento.
<<Ojalá todos los bandidos fuesen así.>> Pero claro, al fin y al cabo no eran bandidos… 
Dispuesto a partir, fue hasta su mula y la tomó de las correas pero, exaltado por el recuerdo de una promesa olvidada, las soltó y de inmediato se puso a hurgar en el contenido de las inmensas alforjas del animal.
–Mi señora, aceptad este obsequio –dijo tendiéndole a Margawse un pequeño rectángulo de cristal espejado, enmarcado en hueso tallado.
La chica sonrió.
–Muchas gracias Demson –lo tomó y se miró en él. Era verdad, era el reflejo más perfecto que se pudo haber imaginado. Su boca se abrió levemente dominada por la sorpresa. Sintió como si fuese la primera vez que se veía el rostro. Con la mano libre fue palpándose las mejillas cubiertas de polvo y los labios rojizos, mientras seguía sus movimientos desde el recuadro espejado, conociéndose–. Demson, estoy asombrada. No creí que vuestras palabras fuesen tan literales. Realmente es un reflejo inimaginable ¿de dónde dijisteis que provenía?
 –De… –dudó un segundo, como si se hubiese olvidado de la respuesta o fuese demasiado compleja–. Timeah, o sea, quiero decir, en Timeah los recibí de otro… comerciante. No sé realmente de donde son –concluyó con una sonrisa para excusarse.
Margawse asintió, satisfecha.
–Son muy bellos…
Tras despedirse cortésmente, el comerciante tomó las riendas de su mula y siguió su camino, descendiendo la débil pendiente de la colina en dirección oeste, hacia el mismo río  que ellos habían seguido para llegar allí. “Lágrima de tierra”, así les había dicho que se llamaba aquella débil corriente de agua, mientras conversaban la noche anterior. También les había indicado, mostrándoles su mapa, el camino para dirigirse a Timeah. No era muy lejos, aunque a pie cualquier distancia parecía inmensa. Self creyó de utilidad saberlo. Si en esas ruinas no había nada, tal vez lo mejor sería ir hasta aquella ciudad y desde allí ver qué hacer. Algo  era seguro, no se podían quedar a donde estaban ni tampoco volver hacia el Cruce…
            Comieron un poco del pan y queso que les había dejado Demson y volvieron a separarse para volver a recorrer las ruinas. Sin demasiadas esperanzas, intercambiaron los caminos que habían escogido la primera vez y se fueron alejando a pasos cortos.
            A la hora de deambular entre escombros, Margawse se sentó agotada sobre una roca y volvió a sacar de entre sus ropas el exquisito obsequio del comerciante. Le fascinaba reflejarse en él.
            <<Estoy irreconocible…>> pensó tras perderse unos minutos en su propio reflejo. Creyó que si volvía y se presentaba en la puerta de la Tierra Mágica y se anunciaba, probablemente no le creerían y la echarían a patadas.
            <<Además estoy muerta…>> Recordó que cuando Golthor le comunicaba el arriesgado plan para sacarla del palacio, ella se quejó de inmediato, viéndolo casi como un imposible.
            –¿Pero y si alguien me reconoce? –le había dicho y Golthor le había sonreído, como un abuelo que se regocijaba con la ingenuidad e inocencia de su nieta.
            –No subestiméis el poder de la negación. El hombre ve lo que quiere ver y os aseguro que, en cuando salgáis de aquí, dejarán de ver en vuestro rostro a Margawse D’eredoth Shonen.
            En su momento había dudado, pero igual confió en sus palabras, como hacía siempre, pero allí, viéndose en aquel espejo, ya no tenía duda alguna. Ni siquiera ella se reconocía.
            <<Ya no soy Margawse…>>
            Se pasó la mano sobre los parpados cerrados y al volver a abrirlos sus ojos recuperaron aquel carmesí vigoroso que se veía obligada a esconder cada vez que se encontraba en presencia de extraños, al igual que su nombre y procedencia; pero ya no lo creía realmente necesario… Cada vez estaban más lejos y nadie se molestaría por una Margawse más en el mundo y sus ojos, de lejos, bien podían pasar como castaños.
            <<Margawse D’eredoth Shonen está muerta…>> se volvió a decir.
            Aquella mañana el sol brillaba resplandeciente, por lo que el reflejo de su luz contra el espejo le resultaba demasiada para su gusto, por lo que se giró sobre la roca, justo en posición contraria al ángulo de caída de los rayos matutinos.  En principio, se encontró mucho más cómoda, pero todo cambió un instante después. Al inclinar levemente el espejo un reflejo cegador lo cubrió y le rebotó en los ojos, los cerró con fuerza y agachó la cabeza hacia sus rodillas.
            <<No puede ser… Estoy en contra de la luz.>> Caviló mientras los volvía a abrir.
            El reflejo había desaparecido y a su alrededor no había ninguna otra fuente de luz que no fuese el propio sol. Decidida, comenzó a girar el espejo, buscando aquel extraño destello otra vez. Tras unos cuantos giros volvió a dar con él.
            <<Es una luz muy fuerte, pero ¿de dónde…?>> 
            Se puso en pie y volvió a buscarlo y, tratando de mantenerlo siempre sobre su espejo, comenzó a caminar hacia atrás a ver si así llegaba a la fuente de aquel intrigante fenómeno.
            <<¿Magia, aquí?>> Pensó mientras volvía la cabeza para cuidar que sus pies no tropezaran contra nada. Era una posibilidad, aunque allí donde se encontraban era poco probable, aparte ¿con qué propósito?
            Sus pasos, parecía, encontrarían fin unos metros más adelante, donde una pequeña zanja le terminaría por cortar el paso. Aún así siguió caminando hasta allí; si era necesario, la bordearía.
            No fue necesario.
            Como si se hubiese tratado de un simple parpadear de ojos, todo lo que la rodeaba había cambiado. Todo, tierra, ruinas, cielo, todo lo que percibía había cambiado, pero por sobre todo la zanja que creyó haber visto hacía apenas un instante. No sólo ya no estaba allí, sino que en vez se alzaba una imponente edificación, que enmarcaba una enorme puerta de aún mayor imponencia. O si eso era, la extraña forma triangular dividida en su centro de forma vertical podía significar otra cosa, pero su corazón le decía que no se equivocaba.
            <<Es la puerta. ¡Es la puerta!>>
            Pero había algo más, algo que era aún más extraño; sentía como que todo lo que veía, incluso la tierra que pisaba, tenía una apariencia incorruptible, que le provocó una extra vergüenza por el sólo hecho de presenciarla. Hasta que se dio cuenta. El bronce labrado de la puerta triangular brillaba y deslumbraba sus ojos con la luz tenue característica del atardecer, que nada hubiese tenido de raro si no fuese plena mañana. Tanto la puerta como la edificación de piedra y todo lo que la rodeaba se veía iluminado por una luz apagada, encajonada. 
           
            –¡Self! ¡Venid!
El nombre sonó y el caballero aludido se volteó para ver a lo lejos la figura de Alexfre, aproximándose con presteza. En unos segundos estuvo a su lado.
–¿Qué, qué pasa?
–Margawse…
–¡¿Qué?! ¿Está bien? –dijo con ímpetu, haciendo ademán de ponerse en marcha hacia la dirección por donde había llegado su compañero. Una mano lo detuvo.
–Sí, si –dijo Alexfre mientras tomaba aire–. Encontró algo. Nos está esperando, Vamos.
Cuando llegaron la joven los aguardaba de pie con una sonrisa, pero a su alrededor sólo vieron lo mismo. La misma hierba, las mismas piedras, las mismas ruinas: nada.
            –¿Qué encontraste? –preguntó Self.
            –La puerta. 
            Él y Alexfre cruzaron miradas de desconcierto. Si había encontrado la entrada no debía de ser allí, a la vista no había ninguna puerta.
            –¿Dónde está? –habló el joven de cabellos oscuros, escudriñando el paisaje con detenimiento, por si había algo que hubiese escapado a sus ojos en una primera instancia.
            –Aguardad aquí, les enseñare dónde está –les respondió Margawse en tono misterioso.
            Los dejó allí parados, expectantes, mientras ella se dirigió hacia la zanja que se abría en la tierra a unos metros delante de ellos. Habría avanzado casi unos diez metros, si seguía adelante caería por la brecha en el suelo. Pero no, ahí fue cuando simplemente desapareció. Tanto Self como Alexfre dejaron que el asombro dominase la expresión de sus rostros. Con las bocas abiertas y los ojos como platos, no supieron que hacer. Pero no hizo falta, antes de que pudiesen reaccionar la joven resurgió del mismísimo aire en el mismo lugar donde había desaparecido, como si fuese una simple manta que se hacía a un lado al despertar. Les sonrió y los volvió a llamar.
            –Venid, es aquí. 
            Ambos hombres se acercaron hasta la joven, justo a un paso de la extraña zanja.
            –¿Cómo lo hicisteis? –preguntó Alexfre, temeroso por acercarse más.
            –Es magia, pero yo no tuve nada que ver, es magia dearin. ¡Dearin! –terminó exclamando con una clara expresión de alegría. Como si hubiese leído la mente de sus compañeros, se apresuró a despejar sus dudas–. La encontré con esto –dijo alzando el pequeño espejo–.  Entremos, no temáis.
            Sin aguardar respuesta avanzó hacia la zanja y tras dar un paso se esfumó entre las partículas de aire, despertando el mismo asombro en sus escoltas que la primera vez que la vieron hacerlo.
            –Increíble… –murmuró Self.
            Con más intriga que miedo, aventuró una mano hacia el lugar donde Margawse se encontraba y al ver cómo sus dedos se esfumaban imperceptibles en el aire, la retiró con brusquedad. Se miró los dedos intactos con atención.
            –¿Duele?
            Self negó con la cabeza.
            –No se siente nada –hizo un gesto con la cabeza indicando el extraño portal–. Vamos.
            Sin más respuesta que un asentimiento, ambos cerraron los ojos y se abalanzaron de un salto. Cuando sus párpados se volvieron a abrir la joven estaba a su lado, ella y un enorme triángulo de bronce…
            –Esta es la puerta, lo sé –dijo Margawse con decisión.
            Self escudriñó a fondo el bronce, intentando identificar las extrañas formas grabadas en todo su frente, pero un instante después, comprendió que sus esfuerzos eran en vano. Sin embargo, algo le resultaba familiar…
            –¿Intentasteis abrirla? –preguntó Alexfre.
            –No, quería que estuvieseis vosotros conmigo…
            Alexfre asintió a modo de aprobación.
            –¿Y esas marcas son palabras? –inquirió su otro escolta.
            –Sí, es dearin –le confirmó la joven–. Yo sé algunas palabras, pero no logro comprender todo el texto. Además está escrito…”extraño”; no sé bien donde empieza ni donde termina… –reconoció.
            –¿Y qué dice lo que comprendéis?
            –Algo como “el dolor recaerá” después dice algo como “no esgrimáis la maldición”. Lo sé, no parece tener sentido, lo siento…
            –¿Maldición? No hace falta comprender más, sea lo que sea no es bueno…
            –La puerta está escondida, es lógico que también tenga un texto para asustar a extraños… –trató de tranquilizarlo Margawse. Parecía que la alegría por haber encontrado el lugar correcto tapaba todas sus emociones, sin dejar espacio para el temor.
            –¿Será ese el pomo para abrirla? –preguntó Self, sin opinar sobre las palabras grabadas en el bronce. Llegaron hasta allí, sabía que terminarían por entrar…
            –Probablemente… Aunque parece más una empuñadura de una espada ¿no?
Alexfre estaba en lo cierto, la prominencia grisácea que sobresalía del centro del triangulo y marcaba la mitad de la línea divisoria, se asemejaba mas a una empuñadura que a otra cosa.
            –Sí… –dijo Self, al tiempo que probaba su mano sobre ella.
Pese al guante de cuero sintió una frialdad penetrante. Miró a sus compañeros, buscando la aprobación final. Margawse asintió débilmente, Alexfre permaneció inmutable. Apretó el puño con firmeza y dio un fuerte tirón. La empañadura salió hacia atrás acompañada de una extensa hoja brillante. La incógnita del material en que estaba hecha saltó a su mente de inmediato. Jamás había visto una hoja tan oscura y reluciente. Y liviana, muy liviana. La espada salió de la puerta de bronce sin resistencia alguna percibiendo su movimiento sólo gracias a un tenue sonido metálico que hundió el aire hasta sus oídos. Era hermosa, perfecta.
Por la fuerza del tirón y la nula resistencia que recibió, Self se balanceó hacia atrás seguido por los ojos de sus compañeros, atentos a cómo recuperaba el equilibrio. Por un instante, todas las miradas se apartaron de la puerta triangular y se enfocaron en la espada y su portador. Cuando volvieron los ojos, la puerta ya se había abierto un pulgada. La brecha, oscura y profunda, se iba ensanchando más y más sin emitir sonido alguno. No sólo la puerta, la naturaleza misma que los envolvía parecía haberse quedado muda… 
Como si un hechizo hubiera detenido el tiempo y clavado sus cuerpos al suelo; todo parecía estático, todo a excepción de la puerta, que repentinamente apareció abierta de par en par, con una brusquedad que sus ojos apenas pudieron seguir. De la negrura al otro lado una forma animal fue cobrando vida entre las sombras hasta aparecer surcando el aire. La bestia caía con la lentitud que permitía recorrer un instante en el tiempo, como lo que se tarda en un simple parpadear. Pero aquello era más rápido de lo que el cuerpo de Self podía reaccionar.
No había nada que pudiera hacer, el león caería sobre él.
Todo paso demasiado rápido. ¿O demasiado lento?
Como si el presente más puro se hubiese tornado infinito. Dicen que así es el instante previo a la muerte, que parece eterno, dando tiempo a la mente a pensar en toda su vida, a recorrer cada segundo de su pasado. Pero si aquel era “su instante”, era mentira. Intentó pensar en Dana, en algún momento feliz a su lado para, por lo menos, perecer con una sonrisa; pero no pudo. Su mente no lograba captar su imagen, no lograba revivir aquella felicidad lejana. No podía pensar en nada, su mente estaba ahogada en un único sentimiento sin lugar a nada más: la mezquina pero abrazadora impotencia de sentir que iba a perder la vida sin poder hacer nada al respecto.
El deseo por vivir hervía en sus venas, pero sus músculos no llegaron a moverse. No, ya no había tiempo, no había futuro, sólo el hiriente y eterno presente ante lo inevitable: el fin.
La bestia cayó sobre su pecho, el tiempo volvió a correr. Self se derrumbó  abruptamente sintiendo cómo el excesivo peso del animal sobre él rompía algo en su interior. No supo qué, tampoco sintió el dolor. Todo su ser estaba enfocado en la espada que tenía en manos, pero fue allí, en esa milésima de segundo, que se percató  de que ya no estaba; la había perdido al caer y con ella lo último que se pierde: la esperanza. Antes de poder efectuar algún movimiento, incluso siquiera otro pensamiento, las zarpas extendidas del león surcaron el aire y cayeron sobre su rostro, separando la carne con la misma facilidad que una espada el viento.
Escuchó gritos, vio sangre. La sustancia rojiza se alzó en el cielo tiñendo de su brillante color todo lo demás: nubes, piedras, la misma bestia, todo lo que tenía a su alcance. El carmesí lo cubrió todo.
Más gritos lejanos e incomprensibles llegaron a sus oídos; el rojo se tornó en marrón y el marrón en negro. La oscuridad se arremolino sobre él.
<<Dana…>>