miércoles, 25 de mayo de 2011

2º Parte - Capítulo 9

–IX–

Un hombre robusto se hallaba sentado pesadamente sobre un fino sillón de tapizado rojo; se encontraba con la vista taciturna y perdida en el bailar de las llamas que desprendían los leños que lo mantenían caliente aquella noche fría y dura. He ahí al rey de Thira sentado seriamente, aplastado por la noticia que a sus oídos habían llegado: Su hermano, general en jefe de los ejércitos de Thira, sir Arnulfo, había muerto en el campo de batalla brutalmente, por su propia mano e ingenuidad. Dagobert sabia con detalles lo que había sucedido hacia tan sólo dos días en el descampado rocoso del monte Kite. Sabia la forma en la que había perdido más de tres cuartos de todas sus fuerzas, al igual que su enemigo… Así, el rey de Thira permaneció largo rato, mientras la noche seguía su rumbo.
            Súbitamente, el portón de la cámara en la que se encontraba se abrió lentamente, despidiendo un chirrido insoportable. Dagobert ni si quiera alzó la vista, como si no lo hubiera escuchado o no le importase. La puerta terminó abierta de par en par, pero sólo las sombras se encontraban bajo su capitel. Ningún soldado de su guardia se hizo presente para hacer algún anuncio, ni tampoco ninguno de sus capitanes o consejeros. Sólo las sombras allí se encontraban, las sombras de una noche fría que se había escurrido entre los muros húmedos de la fortaleza de Khoriet, el baluarte más preciado del rey.
            Al cabo de un instante, las sombras parecieron cobraron vida y forma al acercarse hacia el rey; lentamente, contagiando con su oscuridad aquella cálida habitación. Dagobert seguía perdido y desinteresado por lo que sucedía. Con un ánimo rendido; ni siquiera se inmutaba. Las sombras resultaron no ser tales, sino dos hombres cubiertos en largas túnicas negras, con los rostros cubiertos por anchas capuchas del mismo color.
            Las lánguidas figuras se acercaron al rey sin que sus pies resonaran sobre los bloques de piedra, tan sutiles como las sombras que antes parecían. Se acercaron hasta ubicarse justo en frente del monarca, quien ahí sí levantó la mirada, para perderla nuevamente en el interior de aquellas capuchas negras. 
            –Decidme, rey de Thira ¿Sabéis a lo hemos venido? –musitó uno de los hombres encapuchados, con un tono de voz similar al soplar del viento.
            Dagobert se hallaba totalmente apesadumbrado. La fuerza y brutalidad acostumbradas de su personalidad se encontraban totalmente extirpadas de su ser,  dejando sólo un hombre temeroso que comenzó a sudar al escuchar estas palabras, sin saber que contestar. Permaneció mirando fijamente aquella oscuridad del interior de las capuchas, en donde no se podía distinguir rostro alguno, sólo oscuridad. Y tal vez, ese fuese el reflejo de sus almas, que en ese momento no dejaba de mirar.
            –Vuestro hermano nos ha traicionado…. –balbuceó nuevamente el hombre de negro.
            –¡No! Mi hermano no quiso…
            –¡Callad! –Interrumpió al rey sin dejarlo terminar–. No cuestionéis los hechos, rey Dagobert. A vuestro hermano se le encomendó encontrar y cuidar la gema… Y él, corrompido por el poder de lo que traía en manos, intentó usarla…
            –No había intención de traicionaros en su ser… –dijo Dagobert I.
            –Eso no es de nuestra incumbencia, simplemente lo hizo. Osó usar el poder que sólo le corresponde a Él, nuestro señor.
            –A pesar de que la roca se ha recuperado, su poder se ha extinguido  y ahora sólo es lo que aparenta: una roca –clamó la otra persona encapuchada, con un tono similar al de su compañero.
            –Por ello, vuestro hermano ha de ser castigado debidamente –terminó diciendo el otro hombre.
            Dagobert quedó pasmado ante tales palabras, ya que no comprendía su sentido ni razón.
            –¿Castigado? ¿La muerte no es suficiente castigo? –clamó el rey, aturdido.
            –No si no fue otorgado por nosotros, y tampoco es castigo al no saber porqué la recibía… ¿Entendéis? –musitó uno de los hombres de negro.
            Dagobert no contestó.
            –Es por ello que alguien debe recibir la justa condena por sus pecados… –clamaron las voces nuevamente, a la par.
            Dagobert despabiló su rostro repentinamente y su frente comenzó a brillar por el sudor que manaba de su piel.
            –Aguardad, a donde queréis llegar… –clamó el rey a duras penas y con palabras tartamudeadas.
            –Él llevaba vuestra sangre, sangre que nos ha traicionado –dijo uno de los visitantes, al tiempo que sujetó velozmente al robusto rey por los hombros, mirándolo fijamente con sus ojos oscuros que solo despedían muerte. Mientras lo miraba, comenzó a balbucear entre dientes palabras en idiomas desconocidos, al igual que sus significados.
            Dagobert se echó hacia atrás tratando se zafar su cuerpo de aquellas garras oscuras, pero sus fuerzas lo habían abandonado y apenas podía moverse.
            –¡No! Esto no es lo que habéis prometido…. ¡Ustedes son los traidores! ¡Malditos! Maldi…
Su garganta perdió el habla y su voz quedó muda. Su corazón se estremeció y por sus ojos cayeron lágrimas de desesperación e impotencia. El discurso  recitado por el extraño terminó, y éste soltó a su víctima. Ambos hombres cubiertos de túnicas negras se alejaron, mientras observaban los efectos. Dagobert sujetó su garganta,  tratando de impedir que el fuego que sentía que pasaba por ella alcanzase su pecho y entrañas. Luego se levantó bruscamente de su sillón, pero sin poder caminar, por lo que volvió a caer al suelo. Su cuerpo se encogió nuevamente a su posición fetal y luego de convulsionar descontroladamente, dejo de moverse; ya sin vida.
–Sólo le somos leales a Él, nuestro señor –terminaron diciendo las figuras negras mientras volvían a perderse entre las sombras.

Esa misma noche otro hombre, y en otro lugar, también se encontraba en su cámara sin poder conciliar el sueño. Aunque en vez de encontrarse apesadumbrado e ido, se encontraba ansioso… Sus ojos permanecían bien abiertos y apenas parpadeaba,  observando una y otra vez los objetos de su habitación, la cual recorría  de lado a lado sin cesar. Sus pies no dejaban de caminar y sus sentidos se mantenían atentos, aunque sin razón. Con las manos cruzadas por la espalda, dio vueltas alrededor de los cuatro muros de su cámara, sin detenerse y sin aparentar cansancio por ello. Así estuvo las primeras largas horas de la noche. Pensante, pero a la vez corrupto por las ansias.
Una terrible noticia traía a su mente en vilo. Margawse, heredera de la maestría de la Tierra Mágica, había sido atacada en su viaje al templo de Ishk por despiadados bandidos. Aunque estaba bien protegida por su guardia personal, los bandidos fueron demasiados y sorprendieron a la compañía en un ataque veloz y sangriento. O por lo menos esas fueron las palabras de Mertrend y Urilia, las dos únicas sobrevivientes de aquel incidente. Las cuales trajeron con ellas, hacía tan sólo unas horas, los cadáveres de sus compañeras y el de su señora: Margawse. Cubiertas por sangre y lágrimas, trajeron la peor noticia en la historia de la Tierra Mágica. Noticia que fue recibida de la misma forma que fue expresada, con lágrimas e increíble tristeza. Cuando esto sucedió, el sol ya se había puesto y la noche recién nacía, por lo que se procuró no divulgar la noticia hasta el día de mañana a primera hora. Ergo, aún su madre no sabía la terrible noticia que habría de recibir al despertar. La sola idea de su posible reacción perturbaba y entristecía la mente de cualquiera que lo pensase. Era lo único que no merecía escuchar aquella gran mujer que vivía sus últimos días de agonía y dolor.
 Aquél sujeto seguía nervioso y pensante, sin poder lograr que su mente descansase ni siquiera el mínimo tiempo posible. Entre rondas silenciosas alrededor de su habitación, esperando a que la noche pasara, siguió cavilando sobre el día que le esperaba. Súbitamente, el portón de su cámara sonó tres veces y luego quedó en silencio. Sin sorpresa ni asombro, el hombre se acercó y él mismo abrió la puerta, dejando pasar a quien la golpeaba.  Un sujeto de apariencia sombría y sencillamente vestido con ropas de cuero, agradeció con un gesto de su cabeza y dio los primeros pasos ingresando a la habitación. Ya dentro cerró la puerta detrás de sí y sacó de entre sus ropas un pequeño bulto; parecía ser alguna cosa cubierta por un paño de seda.
El hombre, dueño que aquella habitación, lo miró fijamente a los ojos, y luego al objeto que traía el visitante entre sus manos. El sujeto con apariencia de simple mensajero asintió con la cabeza en cuanto fue observado, y luego estiró sus brazos, entregando lo que traía. Acto seguido, el otro sujeto tomó el bulto entre sus manos y despidió rápidamente a quien lo trajo.
Luego de una situación extraña y teñida de una complicidad muda, aquel hombre volvió a encontrarse sólo en su habitación, pero con aquella nueva pertenencia entre sus manos. Se acercó hasta un pequeño escritorio de roble y la depositó allí, mientras  le daba la vuelta al escritorio y se sentaba sobre una fina silla tapizada. Ahora su cuerpo estaba detenido y su vista poseída por aquel objeto, aún envuelto en el paño de seda. Con las manos cruzadas sobre su barbilla permaneció observando con mirada expectante y casi desquiciada aquella cosa por largo rato, hasta que la paciencia se le agotó y la contemplación llego a su fin. Lentamente estiró su mano derecha y comenzó a correr los pliegues del paño con sumo cuidado, hasta dejar al descubierto lo que antes se ocultaba. Su rostro no pudo evitar deformarse, mostrando una sonrisa lasciva. Sobre el escritorio se encontraba una gema. Una gema color verde oscuro… Aquel hombre mostró admiración y asombro al verla, pero no porque le significara una sorpresa inesperada, todo lo contrario. Nuevamente su ojos permanecieron imantados a aquella roca, iniciando un nuevo periodo de contemplación y admiración, que solo aumentaban su eterno regocijo.  Ansioso, la tomó en sus manos y se la llevó más cerca del rostro, para poder admirarla con mayor detalle y detenimiento. Pero, al cabo de unos segundos, su rostro abandonó toda satisfacción y felicidad, para sustituirlas por desprecio e ira. Inmediatamente tomó aquella roca con fuerza y la arrojó despiadadamente contra el muro, haciéndola estallar en cientos de fragmentos. Luego se giró y golpeó varias veces continuas la tabla de roble del escritorio, con un enojo descontrolado. Tras varios golpes sus manos se calmaron y se las llevó ambas al rostro, cubriendo la ira que aún lo desfiguraba.
Al cabo de unos minutos, los bruscos sentimientos se calmaron y el sujeto volvió a adquirir un semblante pasivo y pensante. En su cabeza comenzaron a girar cientos de explicaciones casi improbables, pero posibles. El sentimiento de la traición presionaba su corazón y ahogaba sus ideas en un mar de dudas y conjeturas.    
            Impulsado por sus instintos, sólo algo deseaba comprobar. Inmediatamente, salió de su cámara y se adentró en los oscuros pasillos de la Tierra Mágica, apenas iluminados por los candelabros adosados a los húmedos muros de piedra. Aquel hombre caminó largo rato, sólo escuchando sus pasos descendiendo hasta llegar a los sótanos del palacio; que en vez de estar ocupados con mazmorras, estaban ocupados por las criptas de todos los maestres de la Tierra Mágica. Allí se encontraba el cuerpo de Margawse, vigilado por una docena de guardias mientras terminaba de ser aseado por dos doncellas. En cuanto estuvo enfrente del cuerpo, las doncellas primero le negaron verlo y le pidieron que se fuese. Pero aquel sujeto insistió, haciendo mención de su gran afecto por ella y entonces las doncellas cedieron, teniendo en cuenta que además no tenían autoridad alguna sobre aquel sujeto.
            He ahí, aquel hombre se encontraba frente a frente con el cuerpo de Margawse,  yaciendo inerte sobre una simple mesa de piedra. Luego de contemplarla por unos instantes, aquel sujeto posó su mano sobre la mejilla de Margawse, sintiendo su piel helada y suave. Sus dedos acariciaron varias veces su rostro. Después se inclino para besar su frente y, luego de ello, abandonó el lugar.

Fin de la segunda parte


jueves, 19 de mayo de 2011

2º Parte - Capítulo 8

–VIII–

Tres meses fueron los que pasaron desde que el rey de Gore, Alfer III, recibiese las noticias del inicio del asedio sobre la fortaleza de la Marca Norte. Tres arduos meses de persistente entrenamiento y gleba constante.
A poco de enterarse, el rey mandó heraldos a cada pueblo y ciudad de su reino, sin importar las distancias; comunicando a todos la situación de urgencia en que se encontraban las tierras de Gore. Satisfactoriamente centenares de hombres respondieron al llamado y, tras las primeras tres semanas, comenzaron a acudir a las puertas de Kirkhia para enlistarse. Rápidamente el número de cadetes aumentó enormemente y, con presteza, se convirtieron en soldados de Gore dispuestos a defender su patria. Pero el tiempo pasaba y la necesidad de partir apremiaba. La Marca Norte cada vez estaba más débil y de escasos recursos como para continuar resistiendo. Los últimos quince días antes de partir, el príncipe Octavio ordenó a varias escuadras de soldados recorrer los centros de población más grandes y forzar a enlistarse a campesinos, con la edad y fuerza suficientes como para levantar espada y escudo.
            En el otoño de 2148, la mayor hueste reunida por el reino de Gore desde hacía ocho años partió desde las puertas de Kirkhia hacia Yurkea; formada por alrededor de diez mil hombres. Mayoría simples soldados de infantería y, en menor medida, arqueros; lanceros; caballería; físicos (o curanderos); técnicos; etc. Entre la caballería se encontraban los comandantes de aquel ejercito, siendo el mismo príncipe Octavio el líder como general en jefe de los ejércitos de Gore. Como sus tenientes, tenía a los nobles más importantes de Gore: sir Velterio y su hijo Máximo; sir Meredio; sir Marcos; sir Felias y sir Neredio entre otros tantos. Todos ellos magníficos caballeros, que secundaban a Octavio con el resto de los títulos de mayor jerarquía dentro del ejército.
            La marcha se volvió tediosa desde el principio. La mayor parte debía ir a pie y la distancia por recorrer superaba las ciento cincuenta leguas. Los gritos de dolor y quejas constantes no tardaron en volverse un sonido tan común como el viento entre los árboles. Durante las noches los tormentos aún eran peores; los físicos iban y venían atendiendo las quejas de los soldados y cadetes, que siempre rondaban el mismo  malestar relacionado a la ardua caminata. A ello se le sumaban las quejas de los que no podían dormir por los constantes quejidos.
La hueste inició su marcha en formación de columna liderada por los altos mandatarios del ejercito. En el medio los más novatos o campesinos forzados a enlistarse, y en la retaguardia los soldados veteranos. Formación que buscaba impedir la deserción de sus filas. Pero al cabo de unos días de marcha dicha formación se alteró. Muchos notaron que en el centro de la columna se concentraban las mayores quejas y hasta se hablaba de complotar para lograr una deserción masiva. Por esto se decidió intercalar a los novatos con los veteranos, para evitar que hablasen de más y para que se quejasen menos de sus pesares.
 Con el pasar de los días, las quejas referentes a dolores aumentaban. Hasta varios jinetes se quejaron del malestar que le provocaba la silla de montar. A los cinco días, Octavio decidió aligerar el malestar de sus soldados disminuyendo las horas dedicadas a la marcha. Ese tiempo sería utilizado para realizar ejercicios militares; desde el uso de la espada y escudo hasta el buen manejo del caballo. A muchos novatos tales ejercicios les salvarían la vida más tarde, mientras que para los veteranos servía como entretenimiento para pulir técnicas. La medida fue tomada con gusto; lo que redujo las quejas y el temor al campo de batalla que arrastraban los pobres campesinos, obligados a luchar sin el menor entrenamiento previo.     
            Al llegar a Urthia la hueste repuso suministros y energías; ya que esa noche pudieron comer y beber más distendidos que las noches anteriores. Igualmente el ejercito descansó en un campamento fuera de la ciudad, puesto que está demás decir que tantas personas no cabían allí. Sólo los más nobles caballeros comieron y durmieron en la hostería de Urthia agasajados como tenían de costumbre, pero que en época de campaña se volvía algo muy valiosos y apreciable. Por la mañana, varios cadetes y campesinos habían abandonado sus tiendas. Cuando los capitanes y comandantes se percataron de ello, enviaron pequeñas cuadrillas para que buscasen a los desertores tanto dentro de Urthia como en las afueras de dicha ciudad. Algunos fueron capturados y otros pudieron mantenerse prófugos. A los arrestados se los ejecutó inmediatamente, en el centro del campamento y delante del resto de los soldados para que sirviese como medida de ejemplo, por si alguno tenía la misma idea.
Al día siguiente, partieron acompañados por una mañana limpia y clara, aunque de aire frío. Por suerte el clima otoñal ayudaba a hacer el viaje algo más ameno. Los planes del rey habían calculado que lograrían liberar la Marca Norte del asedio antes del invierno.
Continuando la marcha, fueron cuatro días los que tuvieron que pasar para que la hueste alcanzase las orillas del río Then, que por suerte era de escaso caudal y no hacía falta puente para cruzarlo. Aunque por las dudas, el ejercito aguardó a que sean las horas en que el sol estuviese bien alto para cruzarlo, para que las aguas no estuviesen tan frías. Y así lo hicieron; los hombres a caballo apenas  contactaron con la corriente, pero los hombres a pie tenían las aguas hasta la cintura.
Aún faltaban cincuenta leguas hasta Yurkea, las cuales fueron recorridas en seis días más. Al llegar a destino, gran parte de la compañía sintió alegría y regocijo por haber terminado tan ardua marcha; aunque también sintieron temor, ya que eso  significaba que la hora de la lucha y del derramamiento de sangre se acercaba inminentemente.
En la ciudad fortaleza, el ejército de diez mil hombres se unió con otros tres mil que aguardaban allí desde hacía tiempo. Entre ellos, la mayoría de los pueblerinos del monte Kite. Rápidamente el príncipe Octavio fue puesto al tanto de la situación por sir Teremas, al mando de Yurkea en ese momento. El escenario era desolador, pero a la vez predecible: Las tierras entre Yurkea y la Marca Norte habían sido víctimas del pillaje por bandidos enemigos. Por suerte, la mayoría de los pueblos ya habían sido abandonados antes de ello, al recibir el aviso de la de la marquesa Tynide, pero obviamente ya no podrían volver. Todo había sido saqueado y quemado. Mientras tanto, la fortaleza central de la marca seguía acosada por el asedio del enemigo. Ese mismo día Octavio redactó al secretario de su guardia personal una carta dirigida a las fuerzas de Thira, apostadas frente a la fortaleza de la Marca Norte, incitándolas a desistir el asedio y retirarse inmediatamente a su territorio. Al día siguiente, un emisario salió en cuanto amaneció con dicha carta hacia el monte Kite, hasta llegar al campamento enemigo. Por la noche, el emisario volvió habiendo cumplido su misión, pero con una rotunda negativa por parte de las fuerzas enemigas. Respuesta predecible, por lo que no se alteraron los planes seguir.
Para ese entonces Self aún estaba en Yurkea ya totalmente recuperado de sus lesiones, por lo que fue reclamado por el príncipe Octavio para que cumpliese sus funciones como miembro de la guardia real y lo acompañase en la batalla, defendiéndolo en todo momento. Self acató lo que Octavio tenía para decirle y se despidió. La charla entre ambos fue corta y formal; aunque Self mantenía cierto grado de confianza con el rey Alfer, no lo era así con su hijo. El joven sentía cómo la mirada del príncipe se le clavaba en su ser con rencor y desprecio. Tal vez sólo era su impresión ya que no había razón para ello, pero no podía evitar sentirse vigilado. La sola idea que fuese por sospechar de su relación con Dana lo perturbaba. Pero no; no podía ser eso… Si sabía o sospechaba algo ¿Por qué no mandar colgarlo sin más? El hecho de seguir vivo era suficiente razón para creer que el príncipe no sabía nada al respecto; ya que conociendo su temple, muerto estaría si alguna vez se enterase.
Al día siguiente partirían, por lo que debían descansar bien por la noche. Pero fue la mayoría la que no pudo hacerlo. El temor, nervios y la adrenalina que provocaba el momento de la batalla aproximarse, fueron suficiente razón para evitar que los párpados se mantuviesen cerrados. Entre los soldados que no pudieron dormir, se encontraban Self y Alexfre; quienes mantuvieron una extensa conversación mientras la noche maduraba. Luego, cuando Alexfre logró conciliar el sueño, Self aún seguía divagando entre sus pensamientos, entre los cuales la imagen de Dana se le aparecía una y otra vez.  No sólo eran los meses sin verla y todo lo que la extrañaba, sino más bien el temor a jamás volverla a ver. Al día siguiente su vida estaría nuevamente en peligro y no podía dejar de pensar en la última vez que estuvieron juntos… En la última vez que la abrasó, besó o sus miradas se encontraron. No podía dejar de pensar que esas veces podrían haber sido las últimas. Tratando de alejar el pesimismo de su mente, se concentró en el día de mañana, para dar lo mejor de sí y defender a su patria, a Gore. Sus ojos se fueron cerrando e imágenes de él en el campo de batalla comenzaban a aparecérsele delante, hasta que se diluían y volvía a aparecer Dana; de una mirada y sonrisa tan bellas que hubiera jurado que era real, que estaba ahí, a su lado. Entre imágenes y pensamientos encontrados, Self se terminó durmiendo pocas horas antes del alba.
La aurora del nuevo día anunciaba una mañana fría y de vientos fuertes. El gran ejército de Gore comenzó a alistar su equipo con presteza y en pocos minutos fueron llamados a formar. Al poco tiempo sir Neredio pasó revista a la hueste, recorriéndola de punta a punta con su corcel negro. Luego de dar el visto bueno, el príncipe Octavio salió de su tienda de campaña portando una lujosa cota de malla de doble capa de anillos de hierro y con un diagrama sencillo del blasón de Gore sobre su centro, trabajado en anillos de latón. Además traía grebas de hierro, guantes de placas y hombreras del mismo material. Sobre su cabeza tenía un yelmo con cresta y visera móvil, que significaba la terminación de una armadura acorde a la sangre real de Octavio, dándole un porte único a su temple. Sin más, se dirigió a su caballo; el cual se encontraba engualdrapado en blanco y azul, los colores de Gore. Octavio se ubicó en la delantera de una inmensa columna de soldados e inicio la marcha secundado por sus tenientes y los portadores del estandarte real; los cuales alzaban en alto el blasón de Gore, que se ondeaba al viento a cada paso que avanzaban.
Pronto la hueste adquirió un ritmo estable con el que llegarían a la Marca Norte en unos dos días más. El corazón de los hombres estaba inyectado en adrenalina y sumergido en una confianza ciega en el potencial de sus compañeros. Sentimientos entendibles, ya que cada soldado que mirase hacia atrás o hacia delante se encontraba con una columna humana que no parecía tener fin ni principio. Y tanto Self como Alexfre no sentían lo contrario. El primero se encontraba entre la escolta personal de Octavio; mientras que Alexfre se hallaba perdido entre las filas de soldados; pero ambos sentían cómo el éxtasis de la batalla los iba envolviendo poco a poco, ahuyentando el miedo que alguna vez tuvieron.
La marcha fue tan agotadora y engorrosa como antes de llegar a Yurkea, nada más que en ese entonces no hubo queja alguna. Todos estaban completamente concentrados en la batalla que tendrían que enfrentar en pocas horas, la mayoría ansiosa y excitada por comenzarla, algunos temerosos porque significase el fin de sus días. Pero todos pensando en ello, en la batalla.
            Pronto llegaron a los pequeños pueblos ubicados sobre el monte Kite. Fue ahí cuando para algunos el ánimo menguó, mientras que para otros se tornó lleno de ira. Sobre todo para los que alguna vez vivieron allí. Entre gritos de bronca y sollozos ahogados, la hueste avanzó en un páramo de completa desolación y destrucción. Lo que antes eran pequeños pueblos dedicados a la minería, ahora eran sólo restos de chozas quemados y desparramados; nada había quedado en pie.
            Se acercaba la noche y las ruinas de los pueblos destruidos eran el mejor lugar para acampar; pero antes de hacerlo, Octavio envió varios grupos de exploradores para investigar los alrededores, por si había alguna cuadrilla enemiga asentada cerca. Luego de unas horas las dudas fueron disipadas; todos los grupos de exploradores volvieron anunciando que la zona era segura y libre de enemigos. Inmediatamente Octavio solicitó la presencia de sus tenientes y les indicó que organizaran las tropas para acampar antes de que caiga el sol y así lo hicieron.
            Esa era la noche previa al combate. Aunque la ansiedad hacía difícil la conciliación del sueño, la mayoría trató de conseguirlo y soñar con sus mujeres e hijos, soñar que los veía y abrazaba una vez más…
            Self, luego de comer una sopa rancia distribuida por los cocineros de campaña, intentó encontrarse con Alexfre, con el fin de tener una última charla y agradecerle por su amistad, ya que tal vez no se volverían a ver. Aunque recorrió el campamento por largo rato, no pudo dar con su amigo; la cantidad de hombres era demasiada y sólo la casualidad los hubiese juntado. Resignado, volvió a su tienda para descansar y ver, entre sueños, a su amada; la cual también tal vez no volvería a ver. Entre lágrimas y una angustia muda, permaneció pensando en ello.
            El nuevo día había llegado. Self despertó acurrucado con la armadura puesta y abrazándose así mismo, mientras temblaba levemente por el frío. Los gritos y rasqueteo de los metales lo despabilaron con presteza. Al salir de la tienda vio cómo la gran hueste se formaba a toda prisa. La masa de soldados era tal, que al moverse así, daba la impresión de estar presenciando el océano bajo el castigo de una tormenta. Rápidamente, los caballeros montaron y los soldados alzaron sus lanzas, moviéndolas de un lado al otro, como si fuesen la corriente de la marea.
            Uno de los capitanes del ejército, sir Máximo específicamente, se le acercó y ordenó inmediatamente que se preparara para partir. Self, con gesto de sorpresa, preguntó a que se debía tanta prisa. Fue ahí que Máximo le informó que exploradores  de Gore salieron junto con el alba, para recorrer el camino que nos separaba de la Marca Norte y detectar al enemigo. Al volver, anunciaron que el enemigo evidentemente nos había detectado, ya que aguardaba en el llano que separa al monte Kite de la fortaleza asediada, con todo su ejército de frente hacia nosotros y listo para actuar. Esto significaba, no sólo que habían perdido toda posibilidad de sorprender a las tropas de Thira, sino que también el enemigo había elegido el terreno de batalla y ya se hallaba apostado listo para el combate. Tras escuchar sus palabras, Self tomó sus armas y montó velozmente para unirse a la escolta de su señor.
            La gran hueste comandada por el príncipe Octavio, levanto campamento lo más rápido que pudo, antes que el sol alcance las horas de mediodía. Ya listos, iniciaron la marcha hacia el llano en que los esperaba su mortal enemigo. Batalla que no sólo dirimiría o no el asedio de la Marca Norte; sino que también, de esa batalla, dependía el destino de todo Gore. Si llegasen a perder, seria la condena para Herdenia y todo su reino. Octavio sabía eso; sabía que podía ser el salvador del reino de su padre o su mayor decepción. 
            Pronto llegaron al campo de batalla. El escenario de por sí era imponente. El horizonte ya no se veía dividido por los límites entre el cielo y la tierra, sino por una eterna franja escarlata, como una herida abierta y sangrante sobre los campos de Gore. La imagen encogió los corazones de cada uno de los que la presenciaron y sólo rogaron que el enemigo se sintiese igual, al ver los briales azules de ellos dividiendo las nubes grisáceas del rocoso terreno.
            Rápidamente Octavio, sin dejarse intimidar, impartió órdenes a diestra y siniestra; organizando la posición de su gran hueste para el combate. En pocos minutos la compañía se dividió en tres grandes sectores: soldados a lanza y espada al centro, arqueros en el frente y por último la caballería en la retaguardia. Los tres grupos se posicionaron intercaladamente, para que uno pudiera avanzar o retroceder cambiando la posición, según fuese necesario. Pronto estuvieron formados y listos. La distancia que los separaba del enemigo era tan sólo de unos cincuenta estadales o un poco más.
            Sin esperar, los arqueros de Thira comenzaron a tomar posiciones para lanzar la primera gran descarga de proyectiles. La acción del enemigo fue inmediatamente divisada y Octavio ordenó lo mismo a sus arqueros. Sólo faltaba la orden de ambos líderes enfrentados para comenzar el ataque. El breve instante que separó el pensamiento de la voz de los labios fue eterno. Como si el espacio y tiempo se hubiesen frenado, el viento se detuvo y las nubes dejaron de moverse. Repentinamente ambos generales alzaron sus brazos y gritaron la orden de fuego, que fue inmediatamente obedecida.  El cielo ya gris se termino de oscurecer, cubierto por dos inmensas nubes negras. Los proyectiles en el aire se cruzaron y chocaron entre sí, dejando caer en el centro del campo los restos de flechas sin destino; mientras que las que siguieron su curso cayeron sobre la gran masa de hombres que se cubrían como podían con sus rodelas de hierro y madera.
            Al cabo de unos segundos, las nubes grises volvieron a ser visibles, y ambos bandos ya tenían varios cadáveres que cargar. Los briales azules se habían manchado con la sangre propia o la del compañero, al igual que las fuerzas de Thira que camuflaban la muerte y dolor bajo sus túnicas rojas.
            Sin más, los arqueros de ambos bandos volvieron a cargar municiones, esperando la orden de sus líderes que no tardó en llegar. Nuevamente el cielo se oscurecía y los proyectiles caían sobre los hombres, trayendo muerte y desesperación. Los muertos y la sangre aumentaron nuevamente, pero en cuanto pudieron los arqueros volvieron a preparar sus armas. Por tercera vez, los proyectiles alcanzaron el cielo y cayeron como la muerte sobre un anciano. La tierra que antes sólo estaba cubierta por hierba seca y piedras, ahora se hallaba teñida de sangre.
            No hubo una cuarta descarga; ninguno de los dos bandos tenía las fuerzas como para lanzarla o recibirla una vez más. Es así que los arqueros que quedaron, tomaron rápidamente a los heridos que podían ponerse en pie y se los llevaron con ellos detrás de las filas de infantería.   
            Inmediatamente, Octavio ordenó el avance de los soldados, poniendo en primera fila tres hileras de lanceros y el resto de los hombres que se ubicasen detrás y usen espadas. La gran hueste comenzó a avanzar a trote lento; mientras, sus enemigos hacían lo mismo y a la misma velocidad. La distancia entre ambos bandos comenzó a reducirse notablemente, hasta que estaban tan cerca que podían distinguirse las caras unos de otros. Fue ahí que la marcha de trote se cambió por una brutal corrida acompañada con gritos furiosos y ensordecedores. Las hileras de lanceros chocaron y los cuerpos atravesados volaron por los aires, por la velocidad del envión de las armas y de ellos mismos. Pronto la sangre cubrió sus rostros, y el fragor de las armas chocar se convirtió en fondo constante, sólo interrumpido por los gritos de ira o agonía.
            Los guerreros de ambos bandos permanecieron peleando; mientras los líderes se resguardaban detrás de las filas de caballería, hasta ese momento sin ni siquiera moverse. Self tenía la gracia de estar entre éstos, sin separarse de Octavio; a quien debía proteger. Pero a la vez, su ser rebalsó de angustia al ver a sus compañeros morir, e impotencia al no poder ir a ayudarlos. Pero la tristeza fue mayor al recordar que Alexfre sí se encontraba entre el fragor de la batalla.
            El tiempo seguía corriendo y daba la sensación de que los briales azules comenzaban a ser mayoría entre las togas de  rojo sangre. Octavio se percató de ello perfectamente, y su rostro se vio invadido una leve sonrisa, que era sólo una pequeña muestra de su regocijo interior y satisfacción propia.
            Las tropas enemigas, viéndose superadas, dieron la media vuelta y corrieron soltando sus armas hacia la propia caballería, para esconderse detrás de sus filas. Ahora los gritos ya no eran de combate, sino de socorro. Acto seguido; el general enemigo tomó una decisión cruel extirpada de toda bondad, probablemente fruto de la ira que le causaba ver a su propia infantería correr como cobardes. Fue así que ordeno arremeter con ellos y contra los soldados de Gore toda la fuerza de su caballería. Los caballeros hincaron el galope a toda marcha y se llevaron estampados los cuerpos de sus propios compañeros que corrían hacia ellos buscando protección. Los cuerpos volaron por los aires y fueron aplastados por los herraduras de su propia bandera.  Ya no tenían donde correr; los hombres simplemente quedaron petrificados sobre el suelo, sin entender razón ni sentido a tales hechos y así, quietos, fueron atropellados por la caballería.
            En cuanto Octavio vio esto, ordenó la retirada de sus tropas a pie y el avance de la caballería a trote veloz, dejando suficiente espacio como para que no pasase lo mismo con sus soldados de infantería, que regresaban mucho más ordenados que sus enemigos al huir.
            Fue ahí, cuando ambas caballerías se encontraban frente afrente, cuando lo inesperado e inexplicable se abrió paso. El general enemigo alzó su puño hacia delante, pero no empuñando su espada sino… Nada, o por lo menos nada que sobresaliera de su puño cerrado, cubierto por el pesado guante de placas. Octavio lo vio a lo lejos y se extrañó por ello, pero siguió la marcha. De pronto, el puño del general de Thira comenzó a brillar… Sí, a brillar. A cada paso que avanzaba brillaba más y despedía destellos de luz inexplicables. Octavio se sorprendió aún más, pero ya nada podía hacer al respecto. Self también observó esto y también se sorprendió de gran manera; en lo único que pensó en ese momento fue en alcanzar al general antes que lanzara aquella extraña magia que traía en manos.
            Pronto el puño de aquel sujeto brilló a tal punto que su luz opacó a la del sol, cegando a quien la mirase fijamente. Inesperadamente, el cielo cubierto de nubes se revolvió en sí mismo, sin razón alguna y a gran velocidad, éstas comenzaron a descender sobre el brillo cegador en forma de espiral, hasta alcanzarlo. Todos los hombres, tanto enemigos como amigos, frenaron su marcha; poseídos por lo que sus ojos presenciaban, perdiendo toda conciencia y voluntad. El espiral tragó al general junto con el objeto luminoso y se volvió similar a un huracán. El vendaval de nubes comenzó a girar con más y más fuerza, hasta convertirse en una verdadera tempestad. Los soldados a pie y a caballo allí presentes dieron la media vuelta y comenzaron a huir, presionados por el intenso temor infundido en sus almas por aquel huracán aparecido de la nada. Mientras que los que podían se escabullían, el huracán seguía creciendo y se movía con mayor fuerza, alzando por los aires a los  cadáveres y soldados que aún no habían corrido lo suficiente para alejarse de aquel monstruo de la naturaleza. Las nubes, envueltas por círculos de cadáveres a su alrededor, siguieron avanzando y creciendo, tragando todo a su paso.
            Octavio; Self y los que podían; huían a toda prisa del lugar, con el corazón en sus manos por la desesperación que les causaba tal escenario. Es en eso que Self ve no muy lejos el cuerpo de Alexfre ensangrentado, corriendo con dificultad de lo que sus ojos veían. El caballero gritó su nombre para que éste se voltease, pero no fue escuchado, por lo que decidió desviar su camino y llegar hasta él. Se puso en frente de Alexfre y detuvo su montura; su amigo lo reconoció de inmediato y no dudo ni un instante en subirse detrás.
            Pero lo peor aun no sucedía. El huracán  de nubes y cadáveres comenzó a llamear, incendiándose por completo y convirtiéndose en la verdadera furia de los infiernos; arrastrando todo lo que alcanzaba a su centro, convirtiéndolo en cenizas. La masa de nubes rojizas y fuego descontrolado, giró a una velocidad que confundía la percepción y luego creció descomunalmente, como si  estuviese inhalando todo el aire de su alrededor. Al lograr este límite de brutal crecimiento, en su centro se volvió a apreciar aquel brillo, similar a la luz del sol. Al verlo nuevamente, todos los hombres creyeron que era el anuncio del juicio final de los dioses, que habían decidido consumir las almas de los mortales para su eterna purificación. Es más, algunos hasta dejaron de huir…. Sólo permanecieron quietos esperando ser arrastrados por aquella aberración ardiente. Súbitamente, el brillo cegador dejó de emitir luz, hasta desaparecer. Las nubes llameantes se volvieron negras; el fuego se extinguió; y el huracán dejó de girar, dejando de ser tal.
Luego de unos instantes, las nubes se disiparon y volvieron al cielo. Esta vez, en lugar de cubrirlo de gris, lo cubrieron de un negro tan oscuro que parecía como si la noche hubiese apuñalado al día por la espalda; tomado su lugar sin permiso o aviso alguno. Inertes, cubrían la tierra que fue escenario de la destrucción y del caos. Los hombres sobrevivientes aún no podían comprender lo que habían presenciado; aún la voluntad no les volvía al cuerpo y sus pechos aún parecían estallar por el latido descontrolado de sus corazones temerosos. La mayoría ni siquiera osó moverse; sólo permanecieron atontados mientras sus estómagos pujaban sobre sus gargantas, obligándolos a vomitar hasta que sus cuerpos estuviesen vacíos, impulsados por el asqueroso olor a muerte, putrefacción y carne incinerada que reinaba aquella tierra llena de sangre hervida y cadáveres carbonizados.  
Aquel día, no hubo victoria alguna.

viernes, 13 de mayo de 2011

2º Parte - Capítulo 7

–VII–

Dos veces se escuchó golpear sobre la puerta de roble. Al cabo de unos instantes, una voz áspera indicó entrar al visitante. La puerta se abrió suavemente, sin rechinar en absoluto, y por debajo de su dintel apareció Golthor, quien avanzó a paso veloz.
            El recinto al que había ingresado era apenas un habitáculo de escasas dimensiones. A sus costados los gruesos muros de roca, compuestos por grandes bloques uniformes, estaban tan cerca que hasta se podía sentir la humedad y frío que emanaban. En las esquinas superiores de la habitación, dos grandes estanterías llenas de libros enmarcaban un gran ventanal, que prácticamente ocupaba la totalidad del muro que tenía en frente, iluminando todos los rincones de la sala por completo. A través de éste se podía observar las torres menores del palacio, y más abajo se alcanzaban a ver prolijos jardines e imponentes fuentes. En el centro, el lugar se hallaba ocupado por una mesa de madera oscura, trabajada con un tallado sencillo, pero lo suficientemente bello como para embellecerla. Esta tenía una única silla, del mismo material, pero forrada en satín, que miraba hacia el visitante. La silla estaba desocupada, ya que el único presente, además de Golthor, se hallaba de pie y de espaldas, con las manos cruzadas detrás,  observando con atención el paisaje que el ventanal le proporcionaba.
            En tan sólo unos pasos el anciano consejero llegó hasta la mesa y anunció con presteza:
            –Mi señor, tengo importantes noticias que informaros –clamó con cierta exaltación en su tono.
            –Por favor Golthor, no hace falta la formalidad, podéis seguir llamándome por mi nombre si lo deseáis. Para mí, seguimos siendo tan compañeros  como hace unos días.
            En cuanto terminó de contestarle, el hombre de espaldas se volvió lentamente, dejando ver su semblante y el frente de su túnica larga, que lucía finos diseños de colores  oscuros, entremezclados con hilos de oro. Golthor dudó unos segundos y luego  continuó diciendo:
            –Os agradezco la intención, pero son otras vuestras funciones, las cuales merecen el respeto correspondiente.
            –Como gustéis… Ahora bien. ¿De qué se tratan tales noticias que me habéis traído? –respondió Dawrt intrigado.
            –Son de gran importancia mi señor. Justo unas semanas antes de que se nos informara sobre la delicada situación de la frontera entre Thira y Gore; se me había informado de la aparición de una extraña gruta, la cual decidí investigar inmediatamente –Golthor realizó una pequeña pausa, para no sofocar con sus palabras a su oyente.
            –Seguid, por favor.
            –Decidí investigar aquel lugar, ya que recordé que, cuando se encontró la xiremei que está bajo nuestro cuidado –Dawrt instintivamente abrió aún más sus ojos y su interés en la conversación pareció aumentar sutilmente– el recinto en donde se halló  también apareció de la nada. Fue por ello que envié a uno de los más importantes magos, que en ese entonces me ayudaba en lo posible con la investigación de las gemas, a que investigue el lugar, acompañado por soldados de Gore; ya que el lugar se encontraba en sus tierras. La cuestión es que acaba de recibir noticias sobre el resultado de su viaje…
            –Continuad Golthor. Que es cierto que lo que decís, es de gran importancia para nosotros…
            Golthor asintió con la cabeza como primera respuesta y luego siguió con sus palabras.
            –Las noticias que he recibido no fueron dadas por mi compañero y amigo, sino por Herdenia… Según el único testigo sobreviviente, en aquella gruta se encontraban las ruinas de un templo, ubicado en las profundidades del monte Kite. Allí, un caballero y Rashfler, el mago que os dije, encontraron una extraña gema…
            Golthor pauso sus palabras para tomar aire pero Dawrt no tardó en apresurarlo a que siga con su discurso.
            –Continuad, continuad… –dijo el regente con ansiedad.
            –Aparentemente dicha gema es una de las cinco, ya que fue su magia la que hizo perecer a mi amigo y dejar muy mal herido al caballero que lo acompañaba. Según este, fueron atacados por un inmenso golem de fuego, justo después de posar sus manos sobre la roca.
            –Un Mirkhenin… –dijo Dawrt con voz apenas perceptible, casi como para sí mismo.
            –Posiblemente… –anunció Golthor.
            –¡La gema! ¡¿Donde está la gema?! –clamó Dawrt con fuerza, apoyándose con las palmas extendidas sobre la mesa de madera e inclinándose levemente hacia delante.
            Antes de contestar el consejero lo miró fijamente, contemplando la ansiedad de sus facciones, sin saber qué palabras usar.
            –Hablad Golthor. ¡Respondedme!
            –No… La gema no está… Según el caballero, la gema fue perdida de vista en el transcurso de la batalla, pero luego, cuando volvió a buscarla, ésta ya no estaba. El recinto en donde la había encontrado se hallaba completamente vacío –confesó el anciano.
            Dawrt no dijo nada, simplemente se volteó velozmente hacia el ventanal, probablemente para evitar que Golthor viera su rostro deformado por la furia e ira que le provocaron sus palabras.
            –¿Cómo que no está...?
            –No mi señor… Pero el problema más grave es que no se puede seguir buscándola. O por lo menos, sin correr el riesgo de perecer… Dicha zona ha sido abandonada y probablemente sea escenario de pillaje por parte de soldados Thirianos, o simples bandidos del lugar con libertad de actuar. Tal vez hasta las ruinas de aquel templo ya hayan sido profanadas –dijo Golthor describiendo un panorama poco favorable.
Luego de unos segundos, habiendo recuperado la placidez de sus facciones, Dawrt se volvió para inclinarse nuevamente sobre la mesa.
            –No me importa lo que allí suceda. Hay que buscar nuevamente hasta encontrarla –la mirada del regente fue tan penetrante y perturbadora que Golthor prefirió no contradecirlo y sólo asintió con la cabeza en señal de acuerdo.
            –Mi señor. Igualmente debo deciros que por más que no poseamos esta nueva gema, el simple hecho de saber de su existencia, ha confirmado años de investigaciones y esfuerzo…  –clamó el anciano.
            –Lo sé… Por eso es que me preocupa no saber dónde se encuentra en estos momentos… –respondió el regente con seriedad.
            –Nuestros cuidados de ahora en más deben ser aun mayores en cada movimiento que hagamos al respecto. No nos olvidemos que al encontrar la gema que poseemos no apareció ningún Mirkhenin.
            –¿Qué es lo que estáis sugiriendo Golthor…?
            –Mi señor, creo que la gema que tenemos aún no está despierta. Por eso su poder no se hace visible a nuestros ojos, ni ningún Mirkhenin aparece para defenderla. Es por ello que fuimos gratamente favorecidos, oportunidad que no debemos perder… Si la gema llegase a despertar aquí, en medio de la Tierra Mágica, podría hasta destruirla… –clamó el consejero con aire de preocupación en su hablar.
            –¿A dónde queréis llegar…? –indagó  Dawrt.
            –Creo que sería prudente acudir a la bendición de las doce sacerdotisas de Ishk…
Dawrt lo miró intrigado y no dijo palabra alguna, sólo esperó a que Golthor termine lo que tenía que decir.
            –La bendición de las doce sacerdotisas sería de gran importancia para evitar que el poder divino de la roca se vuelva en contra de sus portadores… O sea la Tierra Mágica. Si la fuerza sagrada del templo de Ishk es suficiente para ello, es algo que escapa a mi saber y comprensión. Pero insisto; creo que no vale la pena arriesgarse. Cada momento que pasa es vital. La gema debe ser sumergida bajo las lágrimas de Ishk, en la gran fuente central de su templo y luego besada por doce mujeres vírgenes. Las doce sacerdotisas –terminó diciendo el consejero.
            Dawrt se cruzó de brazos y rodeó un par de veces la silla que tenía  su lado; luego se dirigió nuevamente a Golthor.
            –¿Estáis diciendo que sería conveniente sacar la gema de la protección que le otorga este palacio, sabiendo su importancia y de lo desastroso que sería perderla? –clamó el regente con cierta arrogancia en su tono de voz.
            –Sí mi señor. Es justamente porque sé su importancia y su poder, por la que os digo esto –contestó el consejero, con firmeza y seriedad en sus palabras al notar su ausencia en las de Dawrt. 
            –Golthor, aprecio tus intenciones, pero la verdad que no estoy de acuerdo en poner en riesgo de esa forma la roca divina, que por gracia de los dioses hoy se halla en nuestras manos… Además, sino me equivoco, la bendición la tiene que solicitar la Gran Maestre en persona, para que sea válida para toda la Tierra Mágica… Y ambos sabemos que, por desgracia, no está posibilitada para ello… –clamó el regente, escondiendo tras la enfermedad de su maestre su rechazo por la propuesta del consejero.
            –Estáis en lo correcto mi señor… Es la gran Maestre quien debe requerir de la bendición de las doce sacerdotisas de Ishk. Pero al verse ésta imposibilitada, la señorita Margawse está en todo su derecho de solicitarla, al ser la heredera a la maestría. 
            –Margawse…
            –Sí mi señor, el viaje sólo duraría catorce días y trece noches si no surgiese ningún imprevisto en el camino…
            –Igualmente Golthor… catorce días en mucho tiempo. Debéis reconocer que sería un gran riesgo, tanto para la gema como para la señorita Margawse; poniendo en peligro todo lo que hemos conseguido hasta ahora y a la futura Gran Maestre de la Tierra Mágica.
            –Pero señor…
            Las palabras del consejero fueron interrumpidas en cuanto Dawrt alzó su mano en señal de que se detenga.
            –No os excuséis. No hace falta, ya que también reconozco que tenéis razón es vuestras palabras… Conseguir la bendición de las doce es de gran importancia…
            –Mi señor ¿Habéis reconsiderado? –inquirió Golthor sorprendido y con cierta esperanza.
            –La única forma que permitiría tal viaje sería bajo una estrecha vigilancia de la mayor cantidad de guardias posibles… –advirtió el regente, como si no supiera que sus palabras eran obvias.
            Golthor se sorprendió por sus inesperadas palabras, aunque trató de no mostrarlo en sus facciones.
            –Me alegra escuchar eso, mi señor. Y por ello no debéis preocuparos. Si la señorita Margawse marcha con la gema,  sería acompañada por su guardia personal.
            –Comprendo. ¿Cuándo recomendáis que se realice el viaje? –preguntó Dawrt al anciano.
            –Cuanto antes parta la señorita Margawse, si así lo permite vuestra merced, mejor será para la Tierra Mágica.
            –Entonces tenéis mi consentimiento.
            –Os agradezco por haber aceptado mi sugerencia. Os mantendré informado –terminó diciendo Golthor al tiempo que inclinaba levemente su cabeza en señal de saludo. El consejero giró su gastado cuerpo y atravesó el umbral de la puerta, dejando atrás la figura del regente y la pequeña habitación en la que se encontraba.
Golthor no tardó en informar de esto a su señora Martinique y al resto de los consejeros; los cuales estuvieron todos de acuerdo. A los dos días del aval otorgado por el regente, la hora de partir había llegado. Ya todo estaba listo. Ese día, Margawse despertó junto con el alba y se vistió exquisitamente con un largo vestido de seda, con pequeñas incrustaciones de piedras preciosas sobre el escote y a la vez delineado con hilos de oro.
Lo primero que hizo al salir de su cámara fue ir a despedirse de su madre, quien se encontraba gravemente enferma, sin poder si quiera levantarse de su lecho. Ambas mujeres permanecieron por largo rato abrazadas una a la otra; sollozando continuamente, apenas pudiendo hablar. Cada palabra de afecto era espaciada y entrecortada, ya que la voz de ambas se esforzaba por cruzar el nudo de angustia de sus gargantas cada vez más ajustado, como si esos días de viaje que Margawse tenía por delante significaran toda una vida sin verse. Luego de varios minutos, sus lágrimas dejaron de caer, y la angustia que padecían dejó de sujetar con sus garras los frágiles cuellos de las damas, dejándolas hablar.
–Hija… Debéis saber que os amo con toda mi alma y que sois todo para mí… –pronunció Martinique con voz débil y sincera.
            –Lo sé madre… Yo también os amo de la misma manera. ¡Por favor, no quiero separarme de vos! –clamó la joven, al tiempo que sujetaba con fuerza a su madre entre sus brazos.
            –Así debe ser, mi querida… Si os he pedido en un principio que realicéis este viaje, es sólo porque quiero lo mejor para vos. El viaje que os aguarda es de suma importancia no sólo para la Tierra Mágica, sino también para cada uno de los hombres sobre Agoreth –dijo la dama, quien no pudo terminar correctamente sus palabras, al verse atacada por una fuerte tos que apenas la dejaba respirar.
            Margawse la siguió abrazando y dijo:
            –Madre, pero no deseo ser yo quien tenga tal tarea. Deseo permanecer a vuestro lado ahora que me necesitáis más que nunca  –exclamó la jovencita, dejando que sus mejillas vuelvan a ser surcadas por lágrimas cristalinas.
            –No debéis preocuparos por mí… Mi suerte está marcada y nada podéis hacer al respecto. Ni nadie puede… Por favor… Escuchadme y recordad estas palabras… Siempre estaré a vuestro lado, en vuestro corazón y en cada recuerdo que tengáis de mí…. Pero ahora, debéis partir y proteger la gema que te será entregada.
            –Lo haré madre, os lo prometo… –dijo Margawse, con voz entrecortada por la angustia que la inundaba.
            Martinique abrazó fuertemente a su hija, y luego estiró uno de sus brazos hasta una pequeña mesa de madera que tenía junto a la cama. De ella tomó un pergamino, cerrado y sellado con la insignia de la Tierra Mágica.
            –Cuando lleguéis a destino, entregad esta carta para que no duden de la pureza de vuestra sangre.
            –Así lo haré… –repitió la muchacha, tomando el rollo de pergamino que le entregaba su madre.
            La joven y su madre siguieron mostrándose su afecto entre abrazos, lágrimas y dulces palabras, haciendo más difícil la despedida para ambas. Así permanecieron largos minutos, hasta que fueron interrumpidas por una de las mujeres de la guardia personal de la maestre, ahora heredada por Margawse.  Luego de inclinarse con una reverencia hacia ambas mujeres, anunció a la más joven que ya era el momento de abandonar aquella recámara. Los altos consejeros de la Tierra Mágica junto con su regente, la estaban aguardando en la Cámara de la Piedra; para entregar la roca divina a su cuidado.
            Las manos de madre e hija se estrecharon por última vez, al igual que sus ojos dieron una última mutua mirada. Margawse abandonó la habitación y se dirigió a donde se le indicó, acompañada de dos de las mujeres de su guardia. La dama de sólo catorce veranos se veía acorralada por una gran tristeza, que le provocaba separarse de su  madre; y a la vez por el gran peso que significaba la tarea que se le había encomendado.
            Al llegar a la sala, se encontró con todos los consejeros y su regente alrededor de un pequeño pedestal, de apenas un metro de alto, que alzaba sobre su ábaco un cojín de terciopelo rojo. En su centro, la dama percibió la fuerza y luz de la roca verdosa que ahora debía portar. El pedestal se encontraba permanentemente iluminado por una luz clara y pura, que no parecía venir de ninguna cavidad en especial, sino que parecía emanar de la roca misma, dejando en la sombra al resto de los presentes; que aguardaban tiesos, observando a la jovencita acercarse hacia ellos. Margawse se detuvo enfrente del pedestal y Dawrt se le acercó para saludarla con una sutil reverencia de su cabeza. La  dama respondió de la misma forma. Su regente tomó entre sus manos la fría e inerte roca sin vida, para colocarla en un pequeño cofre trabajado en oro y plata que le alcanzó uno de los consejeros. Luego el hombre entregó el cofre a las delicadas manos de la joven, aún perpleja por lo que sucedía.
            –En vuestras manos os entrego la roca divina. Posiblemente una de las cinco xiremei que originaron el suelo que pisamos, el agua que bebemos, el aire que respiramos y el cielo que contemplamos. Debéis portar esta gema hasta el templo de Ishk donde recibiréis la bendición de las doce sacerdotisas en nombre de toda la Tierra Mágica, como heredera que sois de su maestría  –clamó Dawrt con vigor y firmeza, mientras miraba fijamente a Margawse.
            –Cumpliré con la misión que se me ha encomendado –terminó diciendo la joven.
            Todos los presentes despidieron a la joven, deseándole buenos augurios en su viaje, aunque más de uno no pudo evitar mostrar cierta preocupación en sus ojos al ver a tan frágil doncella portar tan valioso objeto fuera de la Tierra Mágica, por más que sean pocos los días de ausencia. Aunque consideraban correcta la decisión tomada, el temor no los abandonaba y probablemente no lo hiciese hasta ver nuevamente a la gema colocada sobre su pedestal; dentro de largos quince días…
            La señorita Margawse abandonó la Cámara de la Piedra portando el pequeño cofre en sus manos, acompañada por las mismas dos mujeres de su guardia que la habían llevado hasta allí. Ahora sus pasos se dirigían al portón central del palacio de la Tierra Mágica, allí abandonaría su hogar y a su madre: su única familia. Mientras caminaba sus ojos volvieron a dejar caer débiles lágrimas, que surcaban sus delicadas mejillas hasta estamparse contra la dura roca del suelo húmedo. Al llegar a destino se encontró con un noble carruaje, aunque sin lujos ni ostento en sus formas o detalles. Éste estaba rodeado por doce de las mujeres de su guardia personal; todas ellas armadas y vestidas con los colores distintivos de la Tierra Mágica, los mismos  también se podían apreciar en las gualdrapas de sus monturas o en el estandarte que portaba una de ellas.
Al ver este escenario, la joven Margawse se sintió impactada por la imponencia de la imagen que veían sus ojos, pero a la vez le recorrió un escalofrío breve por la espalda. No pudo evitar pensar que tantos símbolos y distintivos no hacían más que atraer a indeseados o hasta bandidos… Como si su escolta fuese una mano señalando hacia ella y a la gema que portaba.
Hace muchos años que Margawse no salía del palacio, el solo motivo de abandonar la Tierra Mágica era suficiente para ponerla nerviosa. La última vez que había ido fuera del palacio no fue por voluntad propia sino por la de su madre, Martinique. Ésta la había llevado por el mismo camino que ahora ella debía recorrer sola, al templo de Ishk, para que las doce sacerdotisas la bendijeran al cumplir los tres años. Ya hace once inviernos de ello… Margawse se había acostumbrado inocentemente a un mundo aislado del que vivía el resto de los hombres y ahora que debía abandonarlo, el temor y la incertidumbre por lo que le esperaba se aferraban a su cuerpo erizándole la piel pero, a la vez, también era totalmente consciente que no tenía otra opción.
Margawse permaneció unos instantes enfrente del carruaje sin subir a él, como si al observarlo le ayudara a cuestionar su destino. Justo cuando su mente dejó de dar vueltas y se disponía a abandonar la Tierra Mágica, una voz detuvo sus pasos y la obligo a voltearse. Era Golthor que se acercaba hacia ella.
–Mi señora, simplemente quería despedirme de forma más personal y menos protocolar…
Estas simples palabras bastaron para robarle una sonrisa a la jovencita.
–¡Gracias! –clamó la joven, dejando de lado la sobriedad que la incertidumbre sobre lo que le esperaba le traía. Al mismo tiempo, abrazó con delicadeza al anciano, a quien a lo largo de su vida  consideró siempre como si fuese parte de su familia.
–Por favor mi señora, no hace falta –contestó el anciano con dulzura en su voz, al tiempo que respondía el abrazo apoyando sus manos sobre los hombros de la joven. 
–Tal vez vuestra merced no lo necesite. Pero yo sí… –dijo Margawse, sin soltar a su amigo.
Al escucharla, Golthor sintió cómo la angustia lo alcanzaba y se arrepintió de sus anteriores palabras, pero tampoco supo por cuales reemplazarlas… La sinceridad de la joven le recordó inmediatamente a su madre. Al cabo de unos segundos, ambos se separaron y Margawse lo miró fijamente a los ojos.
–Golthor… Cuidad de mi madre, por favor… Ella os necesita más que nunca…  –clamó la joven.   
–Lo sé…
Sin más que decir, Margawse se despidió con una última sonrisa y se dirigió hacia su carruaje. Ya adentro observó por la ventanilla cómo el consejero aún aguardaba allí, agitando su mano en señal de saludo. La joven respondió de la misma forma, e inmediatamente se escuchó la orden de “adelante” de la líder de su escolta y la compañía inició la marcha al paso. El palacio de la Tierra Mágica se encontraba en tierras altas y rocosas, por lo que su acceso era elevado y dificultoso. Fue así que Margawse y su guardia avanzaron lentamente sobre estrechos caminos hasta llegar a tierras más llanas.
Poco a poco, el imponente palacio iba quedándose en la lejanía. Fue ahí cuando Margawse notó la beldad de la Tierra Mágica, cubierta bajo el rojizo brillo del sol que se alzaba lentamente sobre el horizonte. Y aunque apenas había partido ya sentía melancolía al ver desaparecer su hogar entre las lomas de las colinas que iba dejando atrás; aunque su torre más alta parecía mantenerse siempre erguida y visible como un faro en las costas de un mar tempestuoso. Luego de un suspiro volvió su cabeza dentro del carruaje y tomó entre sus manos el fino cofre dorado,  el cual acarició  lentamente mientras su mente cavilaba incesante. Tras unos minutos abrió la tapa de la pequeña caja y observó con atención la gema que yacía dentro, apoyada sobre fina seda. Sus ojos quedaron prendados por el constante brillo de su interior, brillo que recorría cada facción de la roca una y otra vez sin que luz alguna se reflejara en ella. Con la yema de los dedos fue delineando cada lado de la gema siguiendo los surcos de luz que emanaban de ella.
La joven aún no podía comprender la importancia que traía en manos, simplemente confiaba ciegamente en las palabras de su madre. Mientras en su cabeza seguían rondando los mismos pensamientos, la compañía seguía avanzando por la ruta que dirigía a los puentes neriteles. Puentes que permitían el paso sobre los numerosos brazos del río Neritel; uno de los más profundos y bruscos de aquellas tierras. Estos puentes se encontraban distribuidos en las secciones más tranquilas y menos profundas pero a la vez más alejadas, río arriba. Antes de llegar allí debían lindar los límites del bosque Selika, a unas treinta leguas de distancia. El día aún era joven, por lo que contaban con el suficiente tiempo para llegar hasta allí. Además, ya abandonado el monte en el que se alzaba la Tierra Mágica, las tierras por las que pasaban eran llanas, sin dificultades para la marcha.
El tiempo pasó serenamente sin complicación alguna. Tras los arbustos a veces se veían miradas ocultas y rostros misteriosos; probablemente campesinos que recorrían la misma ruta que ellos, pero al ver al escuadrón armado prefirieron esconderse entre los árboles; o también podrían haber sido bandidos que optaron no salir al encuentro, al ver que no tenían posibilidad alguna ante tal escuadra de soldados. En fin, parecía que los temores que la joven traía consigo desde que abandonó su hogar eran infundados y no debía seguir temiendo. Evidentemente estaba muy bien protegida.
La dama continuó su travesía mientras el sol se alzaba sobre su cabeza, iluminando un magnífico cielo despejado; para ese momento ya debía ser mediodía  o una hora cercana a este. El viaje era largo y no tenía con quien vencer el aburrimiento de la soledad, ni cómo romper el monótono sonido de los cascos de los caballos, sin decir que el trayecto de su viaje recién comenzaba y aún quedaba mucho por delante. Margawse especificó que prefería ir sola, sin la compañía de ninguna de sus damiselas o amigas.
Para entonces el hambre comenzaba a cosquillear en su estomago, por lo que no dudó en tomar una hogaza de pan blanco que había entre las provisiones de la compañía para tan largo viaje. Comiendo tranquilizaba su estomago y olvidaba un poco el aburrimiento y por sobre todo la responsabilidad con la que cargaba. De cierta forma Margawse asimiló con bastante madurez la tarea que se le encomendaba, aunque siempre estaba la posibilidad que así lo hacía porque no llegaba a comprender la verdadera dimensión de lo que debía enfrentar…
El sol comenzaba a descender lentamente cuando una de sus escoltas le anunció que ya habían recorrido aproximadamente unas dieciocho o veinte leguas de camino. Sobre el horizonte de la ruta que seguían, ya se podían ver alzarse las copas de los árboles del bosque Selika, al cual no tardaron en llegar. Mirando por su ventanilla, Margawse apreciaba el paisaje de árboles espaciados y frondosos. Se podía andar en él a pie, sin sentirse atosigado por el abarrotamiento de ramas o raíces, ya que los árboles estaban lo suficientemente separados uno del otro.
Al cabo de unos minutos, la dama llamó la atención de una de sus escoltas, específicamente a la misma que antes le había dado aviso de la distancia que habían recorrido y que para ese entonces se hallaba cabalgando justo al lado del carruaje.
–Yazmín…
–Si mi señora, decidme –contestó con cortesía la escolta aludida.
–Debéis deteneros, he bebido mucho líquido antes de partir y la naturaleza me requiere. Por favor avisad al resto.
  La escolta asintió con la cabeza e inmediatamente fue a dar aviso a la líder de la escuadra, quien no tardó en alzar su mano derecha y dar la señal para detenerse. Los caballos detuvieron su paso y todas las mujeres permanecieron en sus monturas a excepción de Yazmín quién se bajo para acompañar a Margawse entre los árboles del bosque Selika. Ambas mujeres se adentraron rápidamente en la maleza, escabulléndose entre los robustos troncos de los árboles y demás arbustos.  Sus pies recorrieron el suficiente camino como para que la vista del resto de la escolta ya no pudiese alcanzarlas. Yazmín se detuvo y miró unos segundos a su alrededor.
–Hacia allí mi señora ¡Apuraos! –clamó la chica.
Margawse no contestó, sólo aceleró sus pasos hacia la dirección recién indicada por su escolta. Continuaron avanzando unos metros hasta que volvieron a detenerse y contemplar su derredor. Al cabo de tan sólo unos instantes, una figura apareció entre los árboles, totalmente cubierta por una capa de cuero larga, con una capucha lo suficientemente profunda como para impedir ver el rostro de su portador. 
–Aquí… –clamo una voz femenina proveniente del interior de aquella oscura capucha.
Tanto Margawse como su escolta no se sorprendieron en absoluto al verla, sino todo lo contrario; se acercaron a ella velozmente hasta estar frente a frente.
–Temía que no vendríais… –clamó la joven heredera de la Tierra Mágica, con la voz algo agitada por el breve trote hasta allí.
–Cumpliré mi palabra tal como se ha dicho, mi señora –clamó la desconocida al tiempo que corría hacia atrás la capucha de su capa.
–¿Y Noelia?
–Está en aquella dirección cuidando los caballos, mi señora –dijo nuevamente la encapuchada, señalando el camino por donde había aparecido.
La joven sin nombre tenía un rostro pálido y delicado como el de Margawse, ojos grandes como ella aunque obviamente de otro color, avellana. Sorprendentemente el color de su pelo también era tan oscuro como el de Margawse y se encontraba peinado con el mismo tocado. La similitud era impresionante.
Las tres mujeres se miraron unos segundos sin decir palabra, luego Yazmín rompió el silencio.
–Disculpadme mi señora, pero debéis apuraros.
–Lo sé… –clamó la dama, luego dirigió su vista a la desconocida– ¿Estáis segura de esto, Merithila? 
–He jurado protegeros con mi sangre y con mi espada. Si ésta es la mejor forma en que puedo hacerlo, así lo haré…  –clamó la joven de capa.
Margawse asintió con la cabeza y luego dejó escapar una pequeña lagrima de sus ojos brillosos, conmovida por la decisión de una de sus más valientes guardianas.
–Gracias…. Muchas gracias…
–Por favor mi señora, no hace falta que me agradezcáis; os aseguro que no pasará nada. No temáis… –clamó Merithila al mismo tiempo que se quitaba la capa que traía.
Cualquier testigo se hubiese asombrado increíblemente; pero ninguna de las tres mujeres se inmutó al respecto. Merithila traía puesto un vestido exactamente igual al de su señora. Ahora el parecido entre ambas era increíble. Quien no la viera directamente de frente juraría que era Margawse, sin titubear, por más que la conociese de toda su vida. La joven impostora entregó la capa de cuero a Margawse, quien la tomó entre sus manos.
–Mi señora ¿Habéis traído la roca con vosotros? –pregunto Merithila al ver que ambas manos estaban vacías a excepción de la capa.
Margawse no contesto con palabras, sino que metió su mano entre su escote y saco una gema un poco más pequeña que su delicado puño. 
–¿Vos? –preguntó ahora la dama, mientras secaba las marcas que habían dejado las pocas lágrimas que acababa de derramar.
–Sí –se limito a contestar, al tiempo que se volteó para recoger detrás de uno de los árboles una bolsa de viaje hecha en cuero. Metió su mano dentro y luego de revolver un poco en su interior sacó una piedra similar a la de Margawse, pero sin ese brillo especial tan característico.
–La llevaré hasta el carruaje en el escote, como bien supo hacer su merced… En ese bolso he dejado suficientes provisiones de comida y agua como para tres días, espero que sea suficiente. También hay una daga que espero que jamás necesite usarla, mi señora… –continuó la impostora.
Margawse, inmediatamente abrazó a sus compañeras sin que estas lo esperasen, pero respondieron el gesto de la misma forma y alegres por ello, dejando que sus ojos brillen cubiertos por lagrimas que no llegaron a caer.
–Gracias… Muchas gracias por la confianza que tenéis sobre mí y mi madre. Estaré eternamente agradecida…
Las mujeres no contestaron, sólo mantuvieron el abrazo unos instantes más hasta que Yazmín recordó nuevamente que el tiempo los apremiaba y debían volver inmediatamente, sino querían despertar sospechas. Las dos mujeres asintieron y Merithila comenzó a alejarse de su señora secundada por Yazmín. Luego de despedirse con una última mirada, comenzaron a alejarse con más prisa hasta perderse en el camino que volvía hacia el carruaje.
Margawse permaneció inmóvil, observándolas hasta que su vista ya no las pudo distinguir. Luego estiró la capa que traía en manos y la extendió sobre su espalda para colocársela adecuadamente. En un instante, el bello vestido quedó cubierto por completo por el harapiento cuero, al igual que su rostro por la profunda capucha. Luego se inclinó para tomar la bolsa de viaje que le habían dejado y se volteó para perderse bajo las sombras de los árboles del bosque Selika.