domingo, 31 de julio de 2011

3º Perte - Capítulo 9

–IX–

El papel extendido por ambos pulgares a cada extremo lucía maltrecho y arrugado. Self, mientras hacía su guardia, la segunda luego de Alexfre, encontró el pequeño trozo de papel, doblado desordenadamente entre su brazal de cuero endurecido y las mangas de su camisa. Recostado sobre el tronco de un árbol, permaneció con éste en las manos sin dejar de contemplarlo, permitiendo que una extraña mezcla de nostalgia y angustia comprimieran su corazón dolido… Frunció los labios y se negó a llorar, pese a que sus ojos se cargaron inmediatamente de lágrimas brillosas, no dejó a ninguna caer…
–¡Self, venid! –clamó una voz masculina detrás de un grupo de árboles, a unos cuantos metros.
Alzó la vista un instante y luego la volvió a posar sobre la carta. La contempló un instante más y, luego de terminar de leerla una última vez, la volvió a doblar en varias partes y la guardó allí donde la encontró.  Luego, con la palma abierta, comenzó a frotarse el pecho cerca del corazón. Solía hacer eso de vez en cuando, cuando estaba a solas, pero esta vez no le bastó; necesitaba verla, tenerla entre sus manos. Hurgó con cuidado en su camisa y tomó de un pequeño bolsillo, oculto al reverso de ésta, aquello que ansiaba. Hacía ya tiempo que se encontraba seca y descolorida, pero sus pétalos rígidos de un violeta tenue, aún le permitían sentirse más cerca de ella. Acarició suavemente sus contornos con las yemas de sus dedos y luego la besó con delicadeza en su centro.
–¡Self, vamos! –llamó la misma voz.
Esta vez ni siquiera alzó la mirada, simplemente guardó la flor en el mismo bolsillo y cerró sus párpados, para recordar con mayor claridad aquel rostro de porcelana y cabellos dorados, con aquella mirada de fuego azulado que se hundió en su corazón desde la primera vez que la vio.
Una lágrima cayó sobre la hierba…

            Alexfre hincó sus dientes con fuerza arrancando un buen trozo de miga de su hogaza, al tiempo que miraba de reojo a la joven Margawse, quien prefería primero cortar pequeños trozos con los dedos para luego llevárselos directamente a la boca.
            –Contadme, contadme más de la ciudad mágica –clamó el joven luego de tragar apresuradamente–. Me intriga.
            –¿En serio? Es que…. No sé que contaros.
            –No sé, lo que queráis… ¿Tienen rey? –inquirió el joven, quien dio otro mordisco al pan. La chica sonrió.
            –No… La Tierra Mágica tiene otras bases de organización… Aunque se podría decir que quien ocupa la maestría posee la misma autoridad y liderazgo que un rey…
            –Vuestra madre… –acotó Alexfre. Margawse asintió–. Pero… ¿No siguen una línea masculina? O sea… ¿No debería ser vuestro padre el maestre?
            –No… El primogénito o primogénita de quien ocupa la maestría es quien hereda el cargo. La esposa o esposo de la maestre puede ser miembro del Consejo, pero no más –aclaró la joven.
            –Veo. ¿Entonces vuestro padre es uno de los consejeros? –continuó preguntando el muchacho.
            –Era… –Margawse bajo la vista, sobre la hierba.
            –Perdonadme… No pensé que…
            –Esta bien, no os preocupéis –interrumpió la chica–. Ya paso mucho tiempo y lo he superado…
            Alexfre no continuó la conversación y dio otro bocado a su desayuno. A veces es mejor hablar de menos que de más; así que un silencio repentino separó a ambos por un buen rato. Cuando por fin terminó de comer, Alexfre sacudió las migas de sus ropas, dispuesto a ponerse en pie; pero justo antes de ello, sin saber del todo porqué, decidió no hacerlo. Simplemente se mantuvo al lado de la joven compartiendo su silencio; el cual, al cabo de unos minutos, dejó de ser tal.
            –Falleció cuando tenía doce años de edad –dijo la joven, volviendo la vista a su compañero–. Para cuando nací, lord Demethrio ya era un hombre mayor… Uno de los magos más importantes y respetados de la Tierra Mágica y miembro del Consejo. Y… –Margawse pausó sus palabras dando paso a un breve silencio, el cual Alexfre respetó sin interrumpirlo; luego prosiguió con su relato–. Y… Y eso es lo único que supe de él. Siempre estaba empotrado en su escritorio, con sus libros y sus cosas…  Nunca pasaba ratos conmigo y pocas veces con mi madre. Siempre distante… Y un día simplemente nos dejó… Siempre creí que lo odiaba por tratarme como a una desconocida, pero cuando murió me di cuenta que no era así… Sufrí, lloré… Me sentía vacía… Como si una parte de mí se fuese con él…
            –Cuando se pierde a un ser querido, es eso lo que se siente: un profundo vacío… Un vacío que uno tiene que encontrar la forma de llenar si se quiere salir adelante y no vivir sufriendo… –dijo Alexfre, sin despegar su mirada de aquel brillo tristecino que lucía la joven en sus ojos carmesí–. Cuando perdí a mis padres, ya hace muchos años, me aferré a lo único que tenía. Y ella llenó todos aquellos espacios de mi corazón, en donde antes solo había dolor… Y así ambos supimos seguir adelante…
            –¿Ella? –pregunto Margawse con timidez.
            –Mi hermana –aclaró el joven.
            –Que suerte, yo siempre quise tener hermanos… ¿Es bello, no?
            –Si, es un afecto único que sólo conoce quien tiene un hermano o hermana…
            –Que lindo… ¿Dónde está ahora?
            –En Herdenia, caso con un aprendiz de herrero –Alexfre sonrió–. Tal vez hasta soy tío y aún no me entero.
            –Tal vez –Margawse, contagiándose de su compañero, dejo que sus labios sonrieran.
            –Os queda mejor… –acotó el joven.
            –¿Qué?
            –Sonreír.
            Nuevamente la joven sonrió y aparto bruscamente la mirada de los ojos de Alexfre; como si se avergonzara de ello, pero tan sólo por un instante, luego, su mirada volvió a posarse sobre ellos.
Un nuevo intervalo de silencio cortó con la conversación y, sin entender porque, Margawse se sintió aún mas incomoda que antes, por lo que terminó con él.   
            –Sabéis… Tenéis razón, con lo del vació que se siente al perder a alguien. Creo que yo lo he llenado con mi madre… La extraño tanto…
            –¿Creéis que cuando terminéis con aquello de la roca podréis volver a la Tierra Mágica?
            Margawse suspiró con tristeza.
            –No sé qué pasará cuando esto termine, pero tengo la esperanza de volver y que todo sea como antes…
            –Si los dioses lo quieren, así será –replicó el joven.
            –Que Los Tres os escuchen.
            Alexfre asintió y miró hacia el cielo.
            –Si deseáis creo que ya podríamos partir. No sea cosa de desperdiciar la mañana.
            –No, por supuesto, cuanto antes estemos del otro lado, mejor –asintió la jovencita. 
            –¡Self, venid! –gritó el joven sin dirección especifica y con la vista sobre los árboles–. No debe andar muy lejos…
            –Así lo espero… Bueno, iré a guardar esto –dijo la chica señalando los restos de provisiones sin consumir. 
            –Si, en cuanto se aparezca Self ensillare los caballos y estaremos listos.
            La joven asintió y se agachó a recoger la comida.
            –¿Y cómo estáis de la pierna? –pregunto Margawse como si recién lo hubiese recordado.
            –Mejor, mejor…
            –Se nota –continuó la joven.
            –¿Si? ¿Tanto más rengueaba ayer? –dijo Alexfre y la chica no pudo contener una sonrisa.
            –No es eso, es que hoy no parecéis enfadado conmigo así que supuse que yo no os dolía…
            Alexfre lanzó una pequeña carcajada.
            –Ah, eso… Si, tenéis razón –le dijo a Margawse, quien le sonrió una vez más y se alejó con las cosas que había recogido. Ya solo, volvió a llamar a su compañero–. ¡Self, vamos!
            <<¿Dónde se habrá metido?>>
Sin esperar a que el mismo Self le trajera la respuesta, avanzó entre los árboles hasta llegar a un grupo de arbustos, los rodeó y vio a su amigo a unos cuantos metros poniéndose en pie.
            –Ahi estabas…
            –¿Listo para partir? –pregunto Self limpiándose el polvo y restos de hierba de los pantalones de cuero.
            –Si, por eso os llamaba. Vamos, sólo falta ensillar a los caballos.
            Self asintió y ambos iniciaron la marcha.
            –¿Y Tomas? 
            –Sigue igual de mal… O hasta peor, pero insiste en que quiere cabalgar –le contestó Alexfre.
            Self bajo la vista y se concentro en sus pies al andar, pensativo, luego dijo:
            –Se volvería a caer… 
            –Seguramente… Lo mejor sería construir una camilla sencilla, tirada por uno de los caballos –Alexfre pausó sus palabras un instante y luego prosiguió negando con la cabeza–. Vaya que será testarudo… En cuanto se lo comente no quiso saber nada… Pero vamos, no veo otra forma…
            –Es que el problema de llevarlo en camilla, además de que os insultaría a vos y toda vuestra familia…
            –Eso no lo dudo –interrumpió Alexfre con una amplia sonrisa en el rostro similar a la de Self.
            –…Es que nos retrasaría varias horas… –continuó Self–. Tened en cuenta que no hay sendero alguno… El terreno es bastante desigual y hay varias raíces que sobresalen de la tierra… No sólo nos retrasaría sino que también no sería un viaje placentero para Tomas… –Alexfre no pudo contener su risa.
            –¿Y entonces?
            –Que cabalgue –le contestó Self–. Para que no se caiga, iremos uno de cada lado bien cerca de él.
            –…Ya quiero ver cuando se os caiga encima a ver qué hacéis… –bufó Alexfre.
            –Lo empujaré para vuestro lado.
            Alexfre lanzó+ una risotada.
            –¿Tenéis una idea de cuánto pesa? Se caerá igual y alguno de nosotros con él. Y con suerte nadie se romperá ningún hueso… 
            –Ya, vamos, es la mejor opción –le contestó Self–. Aparte, si lo vigilamos bien, no le daremos oportunidad a que se balancee demasiado para un lado o para el otro. Tranquilo, todo irá bien…
            –Eso espero… –replico Alexfre–. Y con lo otro… ¿Seguiremos según lo planeado?
            Self asintió.
            –Si, seguro que ya lo saben, no podemos correr el riesgo. 

            –Vamos, moved la maldita pieza de una vez –apresuró el hombre de espesa barba castaña.
            El sujeto aludido al otro lado de la pequeña mesa, también con barba pero de un tono negro y mejor recortada, lo miró dubitativo y luego miró el tablero con la misma expresión en sus ojos hasta que, por fin, tomó un peón y lo hizo avanzar.
            –¿Tanto para eso? Greydor, definitivamente estás perdiendo la habilidad –lanzó con tono burlón.
            –Mientras que no pierda la inteligencia… –replico sir Vero Greydor con una sonrisa en el rostro regordete y rosado como un cerdo.
            Su compañero lanzo un bufido notorio y se cruzo de brazos.
            –Ya veréis… –sin meditarlo demasiado tomó el único caballo que le quedaba y  lo movió en dirección noroeste desde su perspectiva. La pieza era de una madera vieja pero resistente, cubierta de una delicada capa negra de pintura descascarillada. 
            Esta vez Greydor tampoco espero mucho, tomó su alfil blanco y comenzó a moverlo lentamente hacia el hueco que había dejado aquel caballo negro. En vez de tener la vista sobre el tablero, la tenía sobre los ojos oscuros del hombre al otro lado de la meza, su capitán y fiel compañero de ajedrez por más que esto último no le gustara en lo absoluto... En fin, era lo único que se podía hacer allí, tan lejos de todo. Al ser los únicos con rango de sir, eran los encargados de aquel pequeño fortín y no podían abandonarlo como sí lo hacían de vez en cuando el resto de los hombres para ir a Dermathea, en busca de diversión: emborracharse hasta la medula, juegos de azar y mujeres, por supuesto. En realidad, nadie debía abandonar el fortín; pero era una costumbre común que se escabulleran por las noches, de a grupos de a dos o tres, hasta llegar a aquel poblado. Era un secreto a voces, pero nadie hacía nada para evitarlo. Mientras que volvieran antes del amanecer no habría problemas. Pero claro, sir Methy y sir Greydor, segundo al mando, debían dar el ejemplo y quedarse allí, en esa maldita y pequeña fortificación. Vero Greydor adoraba ver cómo se le retorcía el rostro  a sir Methy cuando caía en que nuevamente, pese a su contundente optimismo, perdía la partida. Y esta no era la excepción.
            –Bah, maldito alfil. ¡Maldito seáis vos y tu juego! –lanzó el capitán airado, que como respuesta recibió una carcajada de su compañero.
            –¡Jaque! –clamó Vero luego de la extensa risotada que le había dejado las mejillas aún mas rosadas.
            –¡Aun no me has vencido mequetrefe! –gritó sir Methy señalándolo con el dedo índice y con unos ojos amenazantes que parecían salírseles de la cara. Cuando estaban frente a sus hombres eran mucho más respetuosos entre ellos; pero cuando estaban a solas solían olvidarse de aquello y sir Methy tenía un temperamento particularmente inflamable.
            Entre risas y amenazas, sin que Methy moviera aún, alguien llamó a la puerta.
            –¡Que queréis! –clamó el capitán.
            –Mi señor, un vigía divisó jinetes aproximándose –se escuchó del otro lado.
            –¡Adelante, pasad! 
            La puerta de grueso roble, reforzada con clavos de hierro, se abrió con un débil sonido. Por el dintel cruzó un hombre de armas, ataviado con cuero viejo y oscurecido y una cota de malla de media manga y hasta la cintura.
            –Mis señores –dijo, tras una reverencia a ambos sujetos sentados a la mesa–. Terian acaba de ver a dos jinetes, pronto estarán frente a la puerta principal –terminó diciendo con la vista sólo sobre sir Jarod Methy.
            –¿Portan estandarte? –inquirió sir Methy.
            –No, pero pareciera que visten con briales azules de Gore –contestó el informante.
            –¿Pareciera? –el capitán lanzó un bufido–. Bien, que se acerquen, pero que los arqueros y guardias estén atentos. Pueden ser los traidores.
            Para cuando Jarod Methy y Vero Greydor llegaron al portón principal del Cruce Oriental, los jinetes que se les había anunciado ya se encontraban detenidos por seis de sus hombres y atentamente vigilados a la distancia por cuatro arqueros con arco y flecha en manos, aunque sin tensar.
            –Ah, caballeros de Gore –clamó el capitán Jarod al ver que efectivamente vestían con briales de Gore, de un azul mucho más oscuro y radiante que el de su brial, viejo y descolorido–. Un gusto teneros en el Cruce ¿En qué puedo serviros? –las palabras amables del hombretón de cabello y barba castaña no concordaban con las miradas cautelosas e incluso amenazantes de los guardias que le habían cortado el paso a los jinetes recién llegados.
            –¿Sois el capitán del Cruce oriental? –preguntó uno de los caballeros a caballo. Jarod Methy asintió con una sonrisa–. Venimos en busca de sir Self de Gore, tenemos una orden de arresto por alta traición ¿Me imagino que ya estaréis al tanto no?
            Methy y Greydor cruzaron miradas. 
            –Sí, ha llegado un cuervo con órdenes directas de no dejar pasar a nadie y arrestar a quien se presente como sir Self de Gore… –confirmó sir Methy–. Pero bien. ¿Qué hacéis vosotros aquí? Creo que cuento con la cantidad de hombres suficiente como para llevar a cabo esas órdenes… Ah, y si no os molesta, me gustaría saber con quién hablo, si os presentáis…
            –Sir Jerek, mi señor –dijo el mismo jinete. En cuanto Methy escuchó el nombre que quería, hizo señas con las manos a sus hombres para que se aparataran del camino y bajaran la guarda–. Llegué hasta aquí siguiendo el rastro de de sir Self, hasta la encrucijada de caminos que está a unos horas de aquí hacia el oeste; pero a partir de allí el rastro es confuso. En fin… Entonces cálculo que no ha intentado cruzar la frontera, por lo menos por aquí.
            –No mi señor, no lo ha intentado. ¿Os molestaría decirme el nombre de vuestros hombres?
            –No veo el porqué del interés, pero si os place… –clamo Jerek. Methy asintió–. Me acompaña Alexfre de Truma. En el camino aguardan dos soldados más: Dean, y Horle, vigilando el paso –terminó diciendo. El capitán pareció aún más satisfecho y tranquilizado ya que dichos nombres eran los que esperaba escuchar.
            –Bienvenidos a mi Cruce espadas de Gore –dijo el capitán con los brazos levemente abiertos. Esta vez fue Jerek quien asintió levemente.
            –Os agradezco, capitán.    
–El mensaje del cuervo vino con los nombres de los que darían arresto al traidor, así que sólo era para cerciorarse –aclaró Vero Greydor, quien había guardado silencio hasta entonces.
¿Quién supondría que Self daría con esos nombres gracias a Alexfre?
            –Veo, muy apropiado –dijo Jerek dirigiendo su mirada al hombre de rostro rosado y de torso similar a un barril.
–Vamos, está oscureciendo, os invito a pasar la noche y a llenar las barrigas con carne asada y cerveza dorada, la mejor –clamó Jarod Methy con una pequeña risa al final.
–Os vuelvo a agradecer vuestra hospitalidad, pero esta no será la ocasión mi capitán. El traidor se nos ha escabullido y no podemos darnos el lujo de perderlo. Debemos continuar.
Sir Methy lanzó una carcajada sorpresiva.
–Claro, claro –terminó diciendo luego de reírse–. Bien, pero entonces decidme en que os puedo ayudar… ¿Provisiones, caballos descansados? Sólo decidlo.
–Decidme en qué dirección queda el pueblo más cercano y si hay otro posible paso por el que hubiese intentado cruzar la frontera.
Aunque el ofrecimiento del capitán era tentador, Self quería salir de allí cuanto antes; las mentiras tienen patas cortas y no quería quedarse a averiguar qué tan cortas eran las de la suya.
            –Sí, sí, claro. Lo más cerca de aquí es Dermathea, a unas treinta leguas hacia el norte; a trote llegareis a media noche. Después otro paso… No, no hay… Este es el único, aunque… –de pronto bajó la vista y permaneció callado, pensativo–. Pasando Dermathea hay unas cuevas, antaño se decía que llegaban al otro lado, pero la verdad es  que nadie sabe bien hasta donde van, es decir… Nadie salió vivo de allí para decir hasta donde llegan –aclaró con una sonrisa amarillenta–. Puede que intentasen pasar por allí, pero si así lo hicieron podéis volver tranquilo a Herdenia, están muertos. 
            –Es la Cueva de los Condenados, allí se suelen arrojar a los ladrones y violadores que pasan por Dermathea, algunos ilusos creen que podrán salvarse y se adentran. Jamás salió ninguno. Pero la mayoría ya conoce su fama y ni siquiera lo intenta, prefieren enfrentarse al acero de los guardias que los llevaron hasta allí –acotó Vero Greydor sintiéndose obligado a aclarar nuevamente la palabras de sir Methy.
            –Bien, os agradezco la información. Hasta luego capitán –y con aquel simple saludo Self, dio un débil tirón de riendas para que su montura comience a girar devuelta hacia el camino, sus compañeros lo imitaron.
            –Hasta luego sir Jerek, suerte en la caza –terminó diciendo sir Jarod Methy con otra carcajada.
            No hubo respuesta, el pequeño grupo de jinetes se alejó lentamente, pero sin volver la vista hacia la pequeña fortaleza del Paso Oriental, que no era más que un torreón rodeado por una muralla de unos dos metros de altura con una pesada puerta de roble reforzado con hierro.
            A cada paso que se alejaban, Self recuperaba la tranquilidad y su corazón recuperaba el ritmo de sus latidos. Pronto el Paso Oriental quedó a lo lejos; al volver la vista, casi parecía del mismo tamaño de una miniatura de porcelana que entraba en la palma de una mano. 
            –Ja, cómo han caído  eh! –clamó Alexfre con notoria alegría.
            –Eso espero –contestó Self lejos del mismo entusiasmo–. Pero igual no nos ha servido de nada, se han enterado y no podemos cruzar…
            –Por lo menos sabemos dónde está el próximo pueblo. Allí averiguaremos si realmente Cruce Oriental es el único paso al otro lado… Además están aquellas cuevas…  
            –¿La de los condenados? No parecen una opción muy alentadora…
            –¿Qué? ¿Tenéis miedo? –dijo Alexfre riéndose. Self lo miró de reojo–. Vamos, ¿Qué puede haber allí? ¿Un lobo, dos lobos, tres? ¿Un oso? Sea lo que sea no será rival para dos hombres armados. Yo diría que no es tan mala opción como nos hicieron hacer creer. 
            Self negó con la cabeza.
            –No, tiene que haber otro camino más seguro. Tal vez un cruce más elevado, al norte, o al sur… No sé.
            –¿Y si no? –inquirió Alexfre.
            –Y sino… Ya no será una buena o mala opción. Será la única.
            Ambos continuaron al trote hasta llegar a una arboleda aledaña a un delgado y sinuoso camino de tierra endurecida que se abría en dos ramas. Se adentraron entre los árboles y dieron con Margawse y Tomas. La chica se alzó de un salto al oírlos y los esperaba con la espada del caballero herido en manos, cuando los reconoció la bajo inmediatamente dejando que la punta bese la hierba.
            –¿Sabéis usar eso? –acotó Alexfre con una sonrisa.
            –Espero que nunca me haga falta saberlo –replicó la joven–. ¿Y, cómo les ha ido? –terminó diciendo. Self negó con la cabeza.
            –Ya lo saben, no podremos pasar por el Cruce Oriental… Lo lamento –informó con tono desanimado.
            El rostro apacible de Margawse se transformo deliberadamente, cerró los ojos, tragó saliva y dio un profundo suspiro, para controlar su propio enojo y no dejarse llevar por el fantasma de la desesperación. Todo dependía de cruzar al otro lado de las montañas.
            –¿Y no hay otra forma? –dijo la jovencita con dificultad.
            –Puede ser –Alexfre se apresuró a contestar–. Conseguimos información sobre la ubicación del pueblo más cercano, allí además de tratar a Tomas podemos indagar sobre la posibilidad de otro camino. También nos dijeron algo de unas cuevas, que dicen que son muy peligrosas, pero que se cree que llevan al otro lado –dichas palabras parecieron traer un respiro a la joven, quien alzó la vista hacia él y luego hacia Self buscando la confirmación.
            –Sí, pero esas cuevas tal vez sean tan peligrosas como dicen, lo mejor es averiguar si hay otro camino más seguro, aunque tengamos que perder algunos días de viaje… –aclaró Self, aunque él también prefirió omitir el nombre de aquellas cuevas.
            –Tiempo…. Tiempo es lo que no tenemos… –dijo la joven con la vista baja.
            –Lo siento Margawse, de veras… Si no fuera por mí ya estaríais del otro lado… –se sinceró Self.
            <<O muerta…>> Pensó la chica.
            –No digáis eso sir –aunque sabía que las palabras de Self pudiesen ser ciertas, confiaba en él–. No sé qué sería de mi si no fueseis vos quien me acompañase, ni tampoco quiero averiguarlo.
            –Bueno… –intervino Alexfre–. Creo que ya no hace falta que estemos aquí, Dermathea no está muy lejos, pero si no nos vamos, ya mismo terminaremos durmiendo de vuelta en un bosque… 
            –Sí… –afirmó Self, alzando la vista sobre las copas de los árboles. Ya no se veía el sol y el cielo se tornaba más azulado minuto a minuto.
            –Tomad, esto es vuestro –dijo la muchacha, al tiempo que le ofrecía a Self un bulto de tela azul: la capa de los caballeros de la guardia real.
            –Ya no creo que me sea de utilidad, sólo nos traería problemas si alguien me viese con eso… –pensó un poco sobre sus palabras y luego continuó–. Dádmela, y la de Tomas también.
            La joven le alcanzó las dos capas y Self, ante las miradas curiosas de sus compañeros, las depositó entre las raíces de uno de los robles que crecía en aquella arboleda. Luego de esconderlas casi en su totalidad, tomó un buen puñado de tierra del suelo y la esparció sobre la tela hasta que no hubo rastro de aquel azul brillante.
            –Listo… –se sacudió las manos una contra la otra–. ¿Cómo esta Tomas?
            –Sigue sudando… La fiebre no parece bajar –contestó Margawse, señalando al veterano recostado semiconsciente a unos  metros.
            Alexfre se acercó y se agachó para tocarle la frente.
            –¿Tomas, me escucháis?
            –Sí… –Tomas respiraba con dificultad y no podía centrar la mirada en Alexfre–. La cabeza se me parte… Dadme un mazazo y ya…
            –Está caliente como el acero en la fragua y suda como hielo bajo el sol… –aclaró el joven mirando hacia Self y Margawse. Se secó el sudor de la mano contra sus ropas. 
            –Revisadle la herida… –sugirió Self.
            Alexfre corrió con cuidado la camisa de lino de Tomas allí donde la cota de mallas rota ya no cubría el hombro. La carne alrededor de la herida estaba oscurecida, acercó la nariz y también pudo percibir el hedor del corte.
            –Está empeorando… Tenemos que darnos prisa.
            –¿Está negra, no? Dejadme aquí… Ya no vale la pena… –balbuceó el hombretón de barba jaspeada.
            –Tranquilo, hay un pueblo a unas treinta leguas –lo tranquilizó Alexfre, aunque sabía que de poco serviría; el hombre cargaba con los años de la experiencia y había más verdad en sus palabras de la que quería reconocer.
            –Si llegamos a tiempo… –terminó diciendo el veterano.


domingo, 24 de julio de 2011

3º Parte - Capítulo 8

–VIII–

La noche era calma y fría; la brisa soplaba en dirección contraria a sus pasos, inundando sus pulmones de aire renovado y, por suerte, la luz pálida de la luna era suficiente como para permitir avanzar al paso entre las gruesas raíces de los árboles.
            –Alexfre. ¿Puedo hablaros? –dijo Self.
            Bastó que su amigo simplemente asintiera para que inmediatamente espoleara su caballo, alejándose al trote hacia las sombras que los antecedían.
–Con vuestro permiso –clamó Alexfre dirigiendo su mirada al resto de sus compañeros que, sin esperar respuesta, siguió al joven caballero.
Sir Tomas y Margawse mantuvieron la misma marcha. Sea lo que fuese que Self le tenía que decir a Alexfre, quería hacerlo a solas.  Desde que partieron de aquel claro, la muchacha había guardado silencio y mantenía la vista baja, siempre sobre las crines de su caballo. Hacía poco que había dejado de ser una niña y aún era demasiado joven para ver tanta muerte a su alrededor, o por lo menos eso deberían pensar Self y el resto de ella. Y no se equivocaban, tenían toda la razón. Desde su décimo tercer día del nacimiento que se había mostrado siempre segura y responsable ante cualquier reto. “Muy adulta” era el concepto con el cual era calificada asiduamente por sus profesores y tutores. Y por lo menos sus curvas no decían lo contrario.  Pero ahora…. Ahora era distinto.
“Ya no soy una niña, podéis confiar en mí”. Solía decirle a su madre. Pero en ese momento, cabalgando en la noche hacia una tierra desconocida, lo único que quería era volver a ser una niña, pasar la mitad del día con su madre y la otra mitad riendo con sus amigas o estudiando en su cómoda habitación, repleta de cojines forrados en satín, en una de las torres de Tierra Mágica. En su hogar.
Cuando su madre le advirtió sobre el duro camino que debería enfrentar, ella simplemente la abrazaba entre lágrimas y asentía todo lo que le decía. No sólo para conformar a Martinique, sino porque realmente se creía capaz de cumplir el cometido que se le estaba otorgando y volver…. Volver antes de que su madre la abandonara para siempre… Pero ahora, con la voluntad diezmada, dudaba. Ya no sabía si sería capaz de seguir adelante. Primero perdió a Merithila, a su guardia y a Noelia, su amiga… Y ahora a sir Jeffer, que a pesar de que apenas lo conocía había muerto por su culpa. El recordar sus rostros aún tan vívidos en su mente provocó que volviese a llorar en silencio, dejando caer gruesas lágrimas sobre el lomo de su caballo. No podía evitar sentirse culpable. Si no hubiese sido por ella seguirían vivos.
–Ya… Dejad de lloriquear, que me enferma.
Margawse ni siquiera miró a Tomas, sólo se enjugó las lágrimas nacientes con los dedos y siguió con la vista baja.
–Sí, estaba enojado, pero vamos, que ya se me ha pasado; así que podéis dejar de llorar –continuó Tomas con dudosa veracidad un rato después. Aunque siguiese estando enojado prefería negarlo con tan sólo hacer que la muchacha parase.
–Os agradezco sir Tomas, pero no es por eso que estoy triste… –musitó la joven con voz suave y entrecortada.
–¿Y entonces qué? ¿Tenéis demasiado barro en el pelo? ¿Se os ha roto una uña? ¿Se os ha perdido la muñeca de trapo? ¿Qué otras cosas pueden hacer llorar a una niña? –clamó el hombre con tono fuerte y burlón, dejando de lado respeto alguno por olvido o intención.
Margawse alzó la vista y lo miró fijamente.
–No soy una niña, sir Tomas –dijo con un tono más firme y sin entrecortar las palabras.
–Bien, entonces dejad de lloriquear –bufó Tomas.
–¿A caso los adultos no lloran? –dijo la joven.
–Sólo las maricas y los cobardes –respondió el hombre.
Lo había conseguido. Tomas logró enfadar lo suficiente a Margawse como para que las lágrimas dejasen de caer. Sólo quedaban viejos surcos sobre su rostro, que pronto se secarían con la brisa.
–¿Y sir Jeffer no merece que lo lloréis? –dijo la joven tras una pausa en la cual buscó las palabras más hirientes.
Tomas la miró fijamente y guardó silencio, serio e inexpresivo como una roca. Tras unos instantes sonrió y dio un bufido al tiempo que giraba la cabeza a modo de negativa.
–A los muertos no se los honra con lágrimas.                           
–Pero perder a alguien querido trae tristeza, y la tristeza lágrimas… –musitó Margawse.
Tomas volvió a mirarla con fijeza por unos instantes, luego continuó:
–¿Llorabais por sir Jeffer? Si es así podéis ahorrártelo. Apenas lo conocías. Además ya os dije que os perdonaba por sugerir “partir inmediatamente”…
Una nueva pausa entrecortó la conversación, hasta que  Margawse decidió continuarla.
–Sí, pero no es sólo por sir Jeffer. Muchas… muchas personas que me ayudaron a que hiciera este viaje han muerto... Por mi culpa –terminó diciendo la joven, sin despegar su mirada tristesina de las crines de su caballo.
Tomas volvió a guardar silencio por un instante, con cierta sorpresa ante la declaración de la joven; aquella muchacha parecía tener demasiados secretos.
–¿Sois alguien conocida no? Importante…
Margawse lo miró de reojo.
–Si no lo fuerais no hubieseis ocultado vuestro nombre… Teméis ser reconocida –Tomas rió y echó una carcajada, hasta que el dolor que le subía del hombro al cuello le contrajo los músculos del rostro y lo obligó a dejar de reírse–. Seré viejo, pero no tonto –siguió diciendo el hombretón, al tiempo que se masajeaba el hombro herido–. Escuchad, ya me diréis quíen eres, eso no importa ahora. Lo que sí tengo para deciros, es que estoy seguro que no habéis obligado a nadie defenderos o a ayudaros en vuestro “viaje”, así que no debéis sentir culpa.  
La joven sabía que estaba en lo cierto, pero eso no le quitaría seguir pensando lo contrario…
–Y otra cosa, si estas personas fueron importantes para vos… Haced valer sus muertes –siguió diciendo Tomas–. Que no sean en vano.
Margawse asintió lentamente manteniendo la vista hacia Tomas, pero sin mirarlo exactamente, ida. En su cabeza se detonaron decenas de recuerdos y al cabo de un instante se sintió avergonzada por a no sentirse capaz… Nuevas lágrimas brotaron de sus ojos carmesí.
–¿Y ahora qué demonios os pasa? –espetó el veterano, quien continuó maldiciendo entre dientes.
–Tengo miedo sir Tomas… Tengo miedo de no poder…
–El miedo precede al valor… Así que vais por buen camino –terminó diciendo el hombre, mostrando una gran sonrisa de dientes amarillentos que se asomaban entre la espesa barba jaspeada.
Margawse se lo quedó mirando y se corrió las lágrimas con ambas manos hacia los costados del rostro.
                                                     
–¿Entonces no se os había indicado la razón? –preguntó Self, angustiado.  
–No… Simplemente sir Jerek se presentó en los barracones para seleccionar un grupo de soldadosm para arrestar a un capazul por alta traición. Todos se exaltaron, el nerviosismo se sentía en el ambiente. Pregunté quién era y me dijo vuestro nombre –Alexfre pausó sus palabras–. Primero me asusté, no sabía cómo podía ayudaros… Hasta que me di cuenta de que lo único que podía hacer era ofrecerme como voluntario, para ver qué era lo que pasaba cuando dieran con vos. No se ofrecieron muchos voluntarios más, a nadie le gusta ir detrás de un caballero goretio y menos aún si es un capazul… Cuando me enteré de que las órdenes eran directas del príncipe Octavio la razón era obvia. Por lo menos para mí, que sabía de vuestras aventuras con nuestra señora la princesa…
Self se sobresaltó y puso su mano izquierda sobre el hombro de su compañero, mirando a sus ojos con fijeza.
–No son aventuras, lo sabéis… –murmuró.
Alexfre respondió la mirada.
–Como queráis… Es una relación indebida… ¡Maldición! –frustrado, se golpeó un muslo con el puño cerrado–. Siempre os dije que os costaría la cabeza… pero no, nunca me escuchasteis…
–¿Qué pasó con ella? ¿Está bien?
–¿No me escuchasteis? os  matarán…
–Decidme cómo está Dana –reiteró Self, haciendo caso omiso a la preocupación de su compañero.
–Está bien… –clamó Alexfre aún tenso y guardó silencio por un instante, la mirada de Self aún se encontraba sobre él, expectante, luego continuó–. Nuestra señora la princesa estaba de lo más bien, evidentemente no se había enterado de las ordenes de su hermano. Poco antes de que partiéramos se mostró en los patios centrales, paseando con sus damiselas como si nada fuera. No os preocupéis por ella…. A los miembros de la familia real no se les corta la cabeza –el sarcasmo de la última frase era latente.
–Si le llega a ocurrir algo…
–¿Qué? ¿Qué haríais? –lo interrumpió Alexfre de forma tajante.
Self se sujetó la cabeza con ambas manos y los dedos entrecruzados, exprimiéndose las sienes enfurecido.
–Tranquilizaos, ella se encuentra bien –siguió el soldado.
–¿Y cuando Dana se entere? –inquirió Self nervioso.
–No sé, pero eso lo debéis saber mejor vos que yo. La conocéis mucho mejor… Pero algo es seguro, por más que se enfade con nuestro señor el príncipe, jamás le reconocería los cargos por los que os han mandado apresar…
–Pero Octavio no le creerá… –murmuró Self.
–Eso es lo de menos, la princesa seguirá a salvo.
Self guardó silencio, pensativo. Ambos continuaron la marcha al paso bajo la pálida luz de la luna, escuchando sólo el sonido seco de los cascos de sus caballos y el de las hojas de los árboles que iban y venían con cada ráfaga de viento.    
–Volveré –clamó Self al cabo de unos minutos–. Cuando termine la misión que he jurado cumplir, volveré a Herdenia…
–¡Os habéis vuelto loco! Os colgarán en el patíbulo sin pensarlo –lanzó Alexfre con vigor.
–No… –Self dudó por unos instantes–. Seré juzgado por la autoridad del rey. Alfer  no me colgará…
–No Self… No será así, si Octavio desea mataros podéis estar seguro de que lo hará, buscará la forma –dijo Alexfre.
Self no contestó.
–Y si nos atrapan, a mí también… –continuó el joven de cabellos oscuros con un tono más apesadumbrado.
–Vamos… Que no he sido yo quien os haya obligado a algo. Además podéis volver a Herdenia y decir que me he escapado y que sois el único sobreviviente. Os creerán –respondió Self.
–Por supuesto que no me habéis obligado, lo volvería a hacer si fuese necesario. Y aunque pudiese volver ahora mismo, no lo haré… –dijo Alexfre.
–¿Por? –Self lo miró intrigado–. Ya me habéis ayudado increíblemente, me salvasteis la vida, no hace falta que os sigas arriesgando, cabalgando conmigo. Vos lo dijisteis, si nos atrapan…
–Os acompañaré hasta que crucéis las montañas, ahí por lo menos estaréis a salvo de persecuciones…
–Gracias… Pero...
–Y no hace falta más –Interrumpió Alexfre–. Además, creo que así funciona la amistad ¿No? –terminó diciendo con una amplia sonrisa, al tiempo que le ofrecía su mano enguantada.
Por un momento Self  dejó de lado sus pesares y, sin darse cuenta, él también comenzó a sonreír y aceptó la mano de su compañero con un fuerte apretón. Ambos continuaron al paso sobre la noche, hasta que una voz interrumpió su silencio. El nombre de Self resonó tres veces. Era Margawse. Los dos caballeros se volvieron inmediatamente y se dirigieron hasta donde se encontraban ella  y el veterano herido. Ninguno estaba sobre su montura.
–Se cayó. Estaba de lo más bien y de repente cayó del caballo –clamó la joven, arrodillada junto al pesado cuerpo del hombretón. Self y Alexfre también dejaron sus monturas y se acercaron hasta ellos.
–Tomas. ¿Estáis bien? –preguntó Self.
–La cabeza me da vueltas… –el tono de Tomas era débil–. ¿Qué paso…?
–Os caísteis del caballo –no hubo respuesta, luego Self dirigió su mirada a Margawse.
–Está ardiendo, mirad, tocad su frente –señaló la jovencita inmediatamente. Self le hizo caso y comprobó que estaba tan caliente como agua en su hervor.
–¿Fiebre? –inquirió Alexfre, quien observaba a unos pasos y de pie, sujetando las riendas de su caballo.
–Sí, y muy alta –confirmó Self–. Así no podrá seguir montando. Tendremos que parar. 
–¿Aquí? –consultó ingenua la joven de ojos rojizos.
–No nos queda otra opción, pesa demasiado como para que lo movamos a un lugar mejor, además aquí no está tan mal –terminó diciendo, al tiempo que miró atento a su alrededor, comprobando sus palabras.
A pesar de cómo se sentía, Tomas no pudo evitar sonreír.
–Es que tengo los huesos pesados.
–No me cabe duda –Self dio una palmada en el hombro sano del veterano.
Alexfre se adelantó y tomó las riendas del resto de los caballos y los llevó a todos hasta una gruesa raíz que sobresalía de la tierra casi por completo en uno de sus tramos. Primero comprobó su dureza dándole una firme patada, y luego se agachó para atar las riendas firmemente a la madera. 
 –Pero hace mucho frío… ¿Prenderemos un fuego, no? –Preguntó la joven, abrazándose a sí misma.
Self no le contestó inmediatamente. Prender un fuego siempre era riesgoso, y si podía evitarse era mucho mejor; pero aquella noche era realmente fría y la brisa soplaba con fuerza entre las hojas oscuras de los árboles.
–Sí… –anunció
–Gracias. Me estoy helando…
En cuanto Self se disponía a levantarse, una mano lo tomó con firmeza por la manga.
–¿Seguro? ¿No habrá más? –inquirió Tomas.  
–Tranquilo, Alexfre me dijo que eran sólo ellos.
La manga se desprendió de los gruesos dedos y Self se levantó en busca de ramas y  hojas aptas para el fuego. Segundos después apareció Alexfre, junto con la silla de montar del caballo de Tomas. 
–Os traje la silla, seguro que es más cómoda que la tierra dura –se agachó y miró a Margawse–. Vamos, ayudadme –la chica no le contestó pero sí le hizo caso. Ambos levantaron con cuidado a Tomas, lo suficiente como para ubicar la silla de montar justo debajo de su nuca. 
–Deberían herirme más seguido, todos te tratan mucho mejor… –Tomas sonrió y también guiñó un ojo. Alexfre y Margawse también sonrieron ampliamente, mostrando casi todos sus dientes; ambos parecían tener la dentadura completa, cosa que no se podía decir de sir Tomas, quien lucía más de un hueco oscuro entre su sonrisa amarillenta.
La alegría pareció esfumarse de los rostros de los más jóvenes al encontrarse sus miradas. Tras un instante, Alexfre se puso en pie y se alejó. Margawse dudó un momento y luego lo siguió.
–Aguardad… –clamó, pero el joven no pareció escucharla–. Alexfre… –volvió a decir tras un segundo, pero el soldado siguió caminando–. Esperad… –ya no hacía falta que se detuviese, Margawse ya lo había alcanzado.
–¿Qué?
–¿No me escuchabais? –clamó con el seño fruncido. 
–¿Qué necesitáis? –respondió el joven.
–¿Seguís enojado conmigo, no? –sin vueltas.
–Aún me duele… –Alexfre se llevó la mano derecha al muslo herido y se palmeó suavemente.
Repentinamente la chica notó una sutil pero perceptible cojera en el caminar del muchacho. ¿Siempre caminó así desde que lo hirió y ella no se dio cuenta, o comenzó a hacerlo en ese momento para que sintiera culpa? Le quedaría la duda.
–Ya os he dicho varias veces que lo sentía grandemente… –Margawse ya no sabía que decirle.
–Lo sé, y no hace falta que lo sigáis haciendo –el joven hablaba sin mirarla directamente a los ojos.
–¿Entonces no aceptáis mis disculpas?
–Sí, las acepté, pero me duele igual.
Margawse se mantuvo en silencio por un instante, pensativa, luego continuó.
–¿Y cuando os deje de doler ya no estaréis enfadado? –preguntó Margawse, buscando la mirada esquiva del joven.
Alexfre se detuvo y la miró. Los ojos de la joven seguían tan vivos a la luz de la luna como en pleno día. Bellísimos.   
–Me lo pensaré.
Margawse sonrió y se volvió para dirigirse nuevamente hasta el viejo Tomas. Alexfre no; sólo se quedo allí parado, observando alejarse a la joven.
Al cabo de unos minutos Self volvió cargado con ramas bajo los brazos y las lanzó a un metro del lugar en donde Tomas se encontraba recostado. Se agachó junto a la madera y tomó un trozo de pedernal de la pequeña bolsa de cuero que llevaba en el cinturón y luego la daga de su bota. Margawse, sentada a unos pasos, miraba expectante, frotándose los brazos; aguardando el fuego que ahuyentaría el penetrante frió de la noche.  Primer intento: Nada… Tampoco al segundo ni al tercero. Las chispas brotaban de la piedra al chocar contra el acero, pero no parecían ser suficientes como para encender la madera. Self dio un suspiro y luego volvió a probar varias veces más con mayor ímpetu, pero los resultados fueron los mismos. Los ojos de los demás, fijos en sus manos, convertían a la situación  en más frustrante de lo que en realidad era.
–¿Son buenas esas ramas? –dijo sir Tomas, pidiendo una con un gesto de su mano extendida.
–Eso creía hasta ahora… –dijo al tiempo que le entregaba una. Tomas la olfateó como un perro a un árbol antes de orinar. 
–Está algo vieja. Tiene un poco de humedad…
–Sí, y las hojas también. Pero de noche no se ve demasiado bien como para encontrar algo mejor… –se excusó Self.
–Debe ser por el rocío, no debe faltar mucho para que amanezca –acotó Alexfre.
–Entonces mañana no sólo estaré afiebrado, sino que también estaré resfriado… Grandioso… –pronunció Tomas, molesto.
–A ver… Dejadme intentarlo –dijo Margawse con una sonrisa confiada.
Self alzó las cejas con cierta sorpresa, pero al cabo de un instante se encogió de hombros y le ofreció la daga y el pedernal.
–No me hacen falta, sólo alejaos un poco por las dudas –rechazó Margawse, quien se dispuso a extender las manos con las palmas abiertas sobre el montón de ramas secas.
Self entendió inmediatamente lo que intentaría hacer y se apartó apresurado unos pasos hacia atrás. Margawse cerró los ojos y comenzó a murmurar palabras apenas audibles, sin ningún significado para los presentes. Antes de que Alexfre o Tomas pudieran preguntarle qué demonios estaba haciendo, una llama anaranjada como el sol emanó de las ramas secas y se alzó hacia el cielo, alcanzando el metro de altura. Todos  echaron instintivamente la cabeza hacia atrás y luego permanecieron anonadados, con la vista fija en la llama; mientras ésta descendía lentamente hasta convertirse en el cálido fuego esperado por Margawse. 
–Que los dioses se apiaden… –murmuró sir Tomas.
–Eso fue…
–Magia –interrumpió la joven al sujeto de cabellos oscuros.
Self no dijo nada, sabía de sobra lo que había sido aquello, lo que no entendía era porqué lo había hecho…
–Sentaos por favor, hay algo que quiero comunicaros… –continuó la joven. Self y Alexfre acataron de inmediato–. Tomas, sé que antes me he negado a deciros mi nombre, y si, teníais razón. Pero ahora no tiene sentido seguir ocultándolo. Habéis permanecido leales a la misión  que se les ha encomendado en el más difícil de los momentos… No puedo seguir engañándoos. Tampoco a vos, sir Alexfre… –los hombres allí presentes se miraron unos a otros. Self, por dentro, se preguntaba si le confesaría algo que ya no supiera–. Mi nombre completo es Margawse D’eredoth Shonen, hija de Demethrio Shonen y Martinique Shelia Shonen. Soy la heredera a la maestría de la Tierra Mágica –Alexfre frunció los labios, sus sospechas habían quedado confirmadas. Sir Tomas dejó de parpadear por un instante, perplejo.
–Pero han llegado noticias… –dudó por un instante, pero se decidió por terminar la frase–. Deberíais estar muerta… –dijo el veterano herido sin terminar de comprender aquello.
–Lo sé, necesitaba ganar tiempo y a la vez confirmar que… –Margawse se detuvo un momento– hacía lo correcto…
–¿Tiempo para qué? ¿Confirmar qué? Disculpadme, pero no os entiendo nada –clamó Alexfre.
La joven dio un profundo suspiro; sincerarse parecía mucho más difícil de lo que había creído.
–¿Conocéis el mito de las gemas de la creación? –preguntó Margawse, mientras buscaba algo entre sus ropas.
–Son sólo cuentos para niños, mi señora… –acotó sir Tomas con una voz débil y pausada.
Alexfre asintió, aunque no quedó claro si a la pregunta de la joven o a la declaración de Tomas.
–La Tierra Mágica nunca lo creyó así –la dama arrojó con fuerza un objeto brilloso hacia Alexfre, quien gracias a sus reflejos pudo tomarlo entre sus manos antes de que le diera en la cara. Inmediatamente sintió un leve calor sobre las palmas, suave y reconfortador. Al abrir las manos en forma de capullo la vio, ahí estaba, una hermosa y radiante roca verdosa, con un brillo innato incesante. El mismo brillo se reflejó en los ojos del muchacho, quien ni siquiera se atrevió a parpadear.
–¿Ésta es…? –dijo Alexfre sin despegar la vista de la roca.
–Sí, es una de ellas –le confirmó la chica.
De repente y sin razón, un miedo profundo le recorrió el cuerpo de pies a cabeza y se obligó a apartar la mirada bruscamente, al tiempo que volvía a ocultar aquel brillo posesivo en la oscuridad de sus manos cerradas. 
–Tomadla, no me la volváis a dar –Alexfre extendió el brazo y devolvió la roca a la joven de inmediato.
Margawse le ofreció la piedra a Tomas.
–No, no. Alejadla de mí, guardadla. Que los dioses se apiaden si estáis en lo cierto… –la frente sonrojada del veterano comenzó a sudar.
La joven guardó la roca entre sus ropas sin intentar dársela a Self, quien observaba y escuchaba en silencio.
–Y vos… ¿Lo sabías…? –los ojos azules de Alexfre se clavaron en los de Self, apremiando la respuesta.
–Sí –ya no había razón para ocultarlo si mismo Margawse lo confesaba.
–Por los dioses… –murmuró Tomas.
Alexfre comenzó a mirar los ojos de la joven y a los de su amigo, sin reposarse demasiado en ninguno de ellos. 
–Pero… si todo aquello de la leyenda es cierto… ¿Por qué…? ¿Por qué estáis aquí y lleváis una?
–Por que la Tierra Mágica ya no es segura… ni para mí ni para las gemas divinas… –clamó Margawse, con una mirada seria y penetrante sobre los ojos del joven soldado. Alexfre continuó mirándola sin entender–. Os explicaré… todo… –con estas palabras Margawse inició un largo discurso sin pausa alguna, en el cual contó a los allí presentes todo lo referente a aquella gema, desde que su madre le advirtió el peligro que corría hasta cómo huyó de la Tierra Mágica y cómo es que había llegado hasta Herdenia; todo.  Incluso lo que creía que había sucedido en la batalla del monte Kite. Fue ahí que Self pidió la palabra y también sincero sus experiencias, contando lo que le había sucedido en una gruta del mismo monte y cómo había encontrado y perdido otra de aquellas rocas. Para cuando ambos terminaron de hablar, los rostros de Tomas y Alexfre mantuvieron la misma expresión: Ojos bien abiertos y la boca entrecerrada, mudos. Digiriendo las palabras reveladas en un lapso de profundo silencio hasta que sir Tomas decidió darle fin.
–Mi señora… ¿Por qué nos contáis esto ahora?
–Porque… Porque no quiero que la gente que me rodea arriesgue sus vidas sin ni siquiera saber porqué… Si queréis ayudarme, que sea bajo su propio juicio, sabiendo la verdad… Por eso, os libero. Os libero de su misión de escoltarme más allá de las Infranqueables. Es mi misión, la cumpliré sola si es necesario…
–No lo será –clamó Self con vigor–. Cuando salí de Herdenia juré por… –“jure por amor” pensó, pero no podía decirlo–. Mi honor, y por mis preceptos de caballero que os escoltaría hasta donde hiciera falta. Y lo haré.
–Gracias sir Self… –Margawse tenía los ojos brillosos nuevamente, pero no de tristeza.
–Además… Cuando comprendí vuestro verdadero fin, me di cuenta que… Que es más importante que cualquier otra cosa… –Self hubiese deseado creer firmemente en sus palabras, pero la imagen viva de su amada en sus recuerdos lo hacía sentir extrañamente culpable.
–Pero entonces... La de fuego... La tienen los thirianos y la podrían volver a usar. Podrirán atacar… Herdenia… –Alexfre se sujetó la cabeza con la vista fija en el suelo–. A mi hermana…
–Esperad, tranquilizaos, vuestras familias están a salvo... Las gemas sólo se pueden usar una vez… –se apresuró a decir Margawse. Alexfre le clavó la mirada–. Es como un ciclo, según los avances en la investigación sobre las gemas en la Tierra Mágica, así es como funcionan… O sea, al ser usada una, no recupera su poder a menos que todas vuelvan a ser usadas o… O que estén todas juntas…
–¿Y si os equivocáis? –inquirió el joven.
–No… –la chica negó con la cabeza–. Eso no es posible…
–¿Y si Thira encuentra otra, qué? ¿Ahí que hacemos? Tengo que volver, tengo que sacar a Efedra de ahí –el joven comenzó a andar, pero en cuanto pasó por al lado de Margawse ésta lo detuvo por el brazo.
Al oeste el viento mece las llamas. Al este la tierra cruje y, sobre ella, el agua cae. Todo bajo los ojos de la vida y la muerte, testigos que se posan sobro todo, sobre todos. –recitó la jovencita.
–¿Qué? –Alexfre se volteó para mirarla.
–Es un fragmento de uno de los libros de los Dearin. No hay más gemas ni en Thira ni en Gore, las gemas del oeste ya fueron descubiertas…
–El mago que os he dicho que me acompañó en Kite me dijo lo mismo –agregó Self. Alexfre lo miró dubitativo, como si fuese a decir algo pero sin encontrar las palabras.
 –Dioses… Todo esto… Todo lo que habéis dicho… –sir Tomas dio un largo suspiro–. Eres muy valiente, Margawse… Todo lo que habéis sufrido para llegar hasta aquí, todo lo que habéis abandonado… Un sacrificio enorme… Y lleváis una carga aún mayor… Si no os ayudaría no sólo sería un cobarde, sino también un verdadero estúpido… Os ayudaré a tener esa cosa a salvo mientras tenga las fuerzas mi niña –esta vez la joven no pareció molestarse en absoluto–. Sería un honor.
Alexfre asintió.
–También os acompañaré.
Margawse miró a los hombres con sus ojos carmesí cargados de lágrimas y tras dedicarle una sonrisa temblorosa a cada uno comenzó a llorar de alegria.