sábado, 26 de marzo de 2011

1º Parte - Capítulo 13

-XIII-

Self dio un hábil salto hacia atrás, esquivando nuevamente el sablazo de su oponente. Ahora lo miraba fijamente, mientras su boca dejó escapar una sonrisa de regocijo. Quien tenía enfrente enrojeció de ira y sus venas se hincharon. Antes de lanzar un nuevo ataque, ambos se midieron con la mirada unos segundos, al tiempo que la arena caliente que se había levantado en la anterior maniobra, caía sobre sus rostros pegándose a sus mejillas por el sudor. Ambos eran víctimas del cansancio; acalorados por el penetrante sol y el grueso jubón de cuero que traían.
            –Ahhhhh –soltó su oponente mientras se abalanzaba sobre él agitando su arma.
            Esta vez Self no esquivó el golpe, sino que lo recibió de lleno sobre su tarja de madera para contraatacarlo, golpeándolo luego de un hábil giro con su arma en el reverso de las rodillas, derribándolo al suelo inmediatamente.
            El público gritó excitado con tal maniobra, clamando su nombre a coro. Self inmediatamente se lanzó sobre el cuerpo de su oponente y lo aseguró en el suelo, encerrando su cuello contra la tierra con el largo de su espada. Aunque mucho daño no le iba a hacer, claro. La espada era de madera y el que estaba tendido no era su enemigo, sino su compañero.
            –¡Arriba! –lanzó uno de los allí presentes, aparentemente con mas jerarquía que el resto –Self, ven. Estenio, adentro –terminó diciendo ayudándose con señas de sus manos.
            Self rió y se puso en pie, al tiempo que ofreció su mano al hombre tendido. Éste la aceptó y permaneció allí mientras Self se unía al círculo de observadores, dejando su tarja y espada al compañero entrante. 
            Hace ya veintiún días que eran cadetes de la orden de Deriven en la academia de Kirkhia. Sin preámbulos, el arduo entrenamiento empezó el mismo día que llegaron. Ejercicios de destreza en la lucha cuerpo a cuerpo fue lo primero que comenzaron a realizar, pasando sobre su mano derecha toda clase de armas. Increíblemente, de todos los aspirantes que aquel día viajaron con él a Kirkhia, apenas habían quedado un cuarto de ellos.  Probablemente el entrenamiento fue más duro de lo que pensaron.  Igualmente le daba gusto cruzarse con rostros que aquel día bebían junto a él en la taberna de Morelia, especialmente con Alexfre. Éste presentó especial habilidad con las armas a dos manos. Su increíble fuerza y rapidez lo estaban convirtiendo en un guerrero a temer. Efedra, su hermana, estaba viviendo junto con otros familiares de cadetes en Herdenia, o por lo menos eso es lo último que supo de ella. El mismo día que llegaron a Kirkhia se separaron y pocas veces se cruzaron para conversar. Por suerte, el entrenamiento era tan solo de seis meses, durísimos, pero sólo seis. Self también esperaba con ansias ese día.
            Veintiún días…
            No, no era un soldado de Gore. Además de entrenar se encargó con esmero  de quitarse esa duda durante ese tiempo. Habló con tantas personas como le fue posible; algunos de alto rango en la jerarquía del ejercito real, pero la respuesta fue siempre la misma, o más o menos la misma. Además de las negativas, muchas veces unas carcajadas venían detrás, creyendo que estaba loco o solo quería jugarles una broma. Su nombre no estaba en los registros, ni tampoco nadie reconoció su rostro. Nadie había reclamado por él.
            El vacío de aquella revelación fue chocante. Aquella persona que fue a buscar; aquella persona que creía que podía ser no existía.
            <<Aún puedo ser esa persona>>.
            Se dijo a sí mismo una noche en vela, y así se lo decía cada vez que era necesario. Estaba allí, frente a un nuevo comienzo. De no ser nadie y no tener a nadie, ahora… ahora era distinto. Debía apreciar eso, aunque fuese poco, era lo único que tenia; era suyo.
En  ese momento se encontraba en la plaza oeste de entrenamiento; a unos pasos de las barracas. Más adelante ya se podía ver la sólida muralla de Kirkhia con varios soldados sobre su adarve. Una verdadera fortaleza, creada con el fin de defender la ciudad capital: Herdenia. Ambas estaban separadas tan sólo por dos leguas de distancia. Si uno se dirigía a lo alto de una torre, podía ver sin dificultad las murallas de la gran ciudad, la cual poseía un extraño brillo blanquecino a la luz del sol, como si los muros del palacio real fuesen de plata.  De hecho, Self era uno de los que solía recorrer el adarve para verla a lo lejos, especialmente en la caída del sol. Era un espectáculo digno de verse día tras día. Pero no sólo contemplación había en las miradas que se perdían en el horizonte; también había temor… Nadie lo decía pero todos lo sabían, el rumor de un inminente conflicto militar con el reino de Thira dejaba intranquilo a más de uno; pero sobre todo a los recién llegados, que sentían el peso de la posibilidad de haber sido convocados por aquella causa.
            La frontera entre ambos reinos siempre fue conflictiva, marcando una relación llena de tratados de paz y guerras descomunales a lo largo de sus existencias. A lo largo de la historia, los monarcas parecían nunca contentarse con las fronteras naturales de ríos y montañas que separaban los reinos. A pesar de ello, hacía más de siete años del último conflicto armado. Todos tenían fe en el tratado de paz firmado en Doria hace  dos años. La última guerra se llevó la vida del monarca de Thira, Exquerles III, y fueron cinco años los que necesitó el reino para reponerse de la grave crisis dinástica. Una nueva casa real llegaba con la ascensión del nuevo rey, Dagobert I. Quien se vio obligado a firmar la paz para afirmar su débil posición. Nunca nadie supo si estaba realmente de acuerdo con el tratado o no. Dos años habían pasado y los rumores no hacían más que aumentar.
            Self, por su lado, prefería no preocuparse en vano; o por lo menos estaba lo suficientemente distraído como para ello. Sobre todo aquel día. Esa mañana, uno de los capitanes de la orden lo citó para otorgarle su primera misión. Nada en especial, era sólo una escolta. Iría en apoyo para reforzar las tropas que escoltarían a la princesa Dana del templo de Ishk hasta el interior de los muros de Herdenia. La joven princesa había pasado allí los últimos siete años de su vida, y los hubiese pasado todos a no ser por el requerimiento de su hermano menor.
            Estaba muy orgulloso de realizar tal tarea, siendo tan escaso el tiempo en el que estaba en la academia; lo mismo sentían los compañeros suyos que también fueron designados. Ocho en total serían los que al alba del día siguiente participarían de la escolta.  El templo de Ishk estaba a dos días a caballo en dirección sur. Sobre los Montes Verdes.
            El resto del día continuó con sus entrenamientos pertinentes; aunque no dejaba de pensar en el día que seguía. Por la noche fue trasladado con el resto de los elegidos, para que coman y duerman juntos; así al día siguiente estarían todos listos para partir. Pero por sobre todo para que nadie hablara de más con algún compañero habitual de las barracas.  Aunque muchos ya estaban al tanto de la misión, daba la sensación de que más de uno quería que la misma pasase desapercibida.
           
            La luz azulada que entraba por las lumbreras aún no era suficiente como para despertar a nadie, en cambio, los fuertes pasos y el brusco abrir de la puerta sí lo fue.
            –¡Arriba cadetes! Ya es hora –dijo el soldado que acababa de entrar, asegurándose de hacer el suficiente ruido como para quitarle el sueño a todos los allí presentes.
Rápidamente se pusieron en pie y esperaron que aquel hombre volviese a hablar; cosa que hizo al verlos a todos levantados.
            –Vestíos con estos briales, luego seguidme para ir a lo del armero –al decirlo, otro soldado apareció en la habitación abrazando una gran cantidad de briales; de los cuales se empezó a deshacer lentamente al repartirlos entre los cadetes. Estos rápidamente acomodaron sus calzas y camisolas para ponerse el brial encima. Era con el blasón de la orden, el blason de la familia real, pero en vez de ser todo azul, era blanco. Color que usaban los cadetes en sus briales cuando tenían alguna misión o tenían que presenciar algún acto en especial. Self era la primera vez que lo usaba y tenía el presentimiento que sus compañeros también.
Luego, terminaron de prepararse y siguieron al soldado de la orden tal como este les había dicho. Llegaron a la armería y su encargado los proveyó a todos de una tradicional espada en su funda, junto con un cinto de cuero ligero para llevarla. A continuación, los ocho cadetes fueron dirigidos hacia la cuadra en donde se encontraron con los caballos ya ensillados y listos para partir. Los tomaron y se dirigieron a la plaza central para reunirse con el resto de la compañía; cuatro soldados de Gore. Los cuales se diferenciaban de ellos no solo por el color del brial;  se notaba con claridad que cada uno llevaba una cota de malla debajo, además de contar con grebas de bronce sobre sus pantorrillas. Al estar todos juntos y listos, se dio la orden de abrir la poterna central por la cual pasaron inmediatamente a trote ligero.
Todo pasó tan rápido que la tenue luz del alba apenas se había aclarado, y tan sólo un par de estrellas habían desaparecido del cielo. ¿Era cierto lo que estaba pasando? Self no parecía terminar de acomodarse en su repentino rol. Veía a su alrededor y veía soldados imponentes. No veía cadetes. ¿Tanto puede cambiar la apariencia un simple brial? Aparentemente así lo era. No dejaba de preguntarse cómo se vería a sí mismo. Aunque a la vez no lo necesitaba. Lo que sentía le bastaba como respuesta. El brial con el blasón de la orden, las armas, los caballos, la misión en sí. Todo lo que allí daba lugar lo hacían sentir extraño… Más fuerte, más noble, más imponente. Sensaciones que lo envolvían de una forma que nunca antes había sentido o por lo menos recordaba.
Los jinetes se dirigieron hacia el sur, siguiendo la senda que los llevaba directo a los Montes Verdes. Si mantenían el ritmo estarían antes del anochecer del siguiente día. Lejos, pero a la vez no tanto.
Con el paso del tiempo los jinetes ataviados de azul comenzaron a cruzar palabras que sólo ellos escucharon, nadie supo si eran referentes a la misión o simple charla de compañeros. Por otro lado los cadetes permanecieron callados, sin animarse a decir palabra alguna. Tanto por no saber si podían hablar entre ellos como por no saber qué decirse.
El rítmico sonido de la cabalgata se mantuvo a lo largo de todo el día. En el cual no hubo momento para descansar, comer o beber. El sol estaba por finalizar su ciclo diurno, y el camino que se alzaba ante ellos comenzaba a teñirse de sombras. Los jóvenes se preguntaron a sí mismos si cabalgarían de noche, además de si tendrían o no un descanso. No sólo era el hambre o la sed lo que les molestaba; sino también el dolor de espalda. Cualquiera que hubiese cabalgado todo un día tendría un fuerte dolor, y ellos no eran la excepción.
Continuaron cabalgando hasta llegar a una sección del camino bordeada por un frondoso bosque. De pronto el capitán de la compañía, que iba por delante de todos, alzó su mano y todos jalaron de las correas para detener a sus corceles.
–Deteneos, es aquí donde debemos cambiar de ruta –dijo mirando al resto.
¿Cambiar de ruta? Caviló Self al igual que sus compañeros. Supuestamente tenían que seguir por el mismo camino hasta el templo; esto era una sorpresa para ellos.
 –Nuestra señora, la princesa Dana, se encuentra en el castillo de lord Vorx  en un claro de este bosque, y desde ahí debemos escoltarla. No se les ha informado con anterioridad por cuestiones de seguridad. Adelante, ahí pasaremos la noche y podrán comer y descansar –terminó diciendo el capitán, calmando a medias las preguntas de los cadetes.
De ahí en más la compañía se salió del camino a los Montes Verdes para adentrarse en aquel inhóspito bosque que, por lo menos, no presentaba un suelo dificultoso; igualmente la marcha disminuyó notablemente. Sobre todo por la luz que a cada minuto se volvía más escasa.
Lo único que pudieron hacer era confiar en el sentido de orientación de su capitán porque, la verdad, aquel bosque no presentaba ningún signo de algún sendero o camino. Pero por lo menos estaban tranquilos al pensar que no faltaría mucho para llenar sus estómagos y descansar sus espaldas. Poco después dieron con un pequeño arroyo que apenas tintineaba con la escasa luz. Sin palabras de por medio, el capitán continuó la marcha siguiendo a tal arroyo y el resto lo siguió sin más.
Así siguieron cabalgando por largo tiempo; las estrellas comenzaban a aparecer sobre sus cabezas. Poco después, la espesura del bosque descendió notablemente para dar paso a un inmenso claro en su interior. Aunque la agudeza de la vista no era la misma en la noche, la imponencia de la estructura que se alzaba delante suyo era suficiente como para percibirla. El castillo de lord Vorx era más bien sencillo y pequeño, pero lo suficientemente fuerte como para considerárselo una pequeña fortaleza. Este se encontraba a menos de cincuenta estadales de distancia, rodeado de pequeñas huertas y viñedos.
La compañía avanzó hacia el castillo, que tenía un acceso en recodo y una profunda zanja frente a su poterna. Pero en cuanto estuvieron allí, el puente levadizo comenzó a descender; evidentemente su llegada era esperada.
Todos cruzaron el puente y continuaron avanzando hasta llegar al patio de armas. Allí se encontraba un comité que los recibió. Este estaba liderado por el mismo lord Vorx.
–Saludos mi lord –fue lo primero que dijo el capitán de la compañía.
El hombre mejor ataviado de los allí presentes asintió con la cabeza y dijo:
–Bienvenidos seáis. Por favor, dejad vuestros caballos y poneos cómodos –hizo una breve pausa y continuó–. La princesa Dana ha llegado sin problema alguno y en estos momentos se encuentra descansando en sus aposentos.
–Me alegra saberlo mi señor. Mañana partiremos en cuanto salga el sol –dijo el capitán mientras ordenaba al resto de sus acompañantes a descender de los corceles.
–Así será, pero ahora debéis reponeros del viaje –terminó por decir Vorx al tiempo que parte del comité se dirigió a los caballos y se los llevó consigo.
Y así fue. Poco después  un grupo de sirvientes les indicó dónde se encontraban las barracas del castillo. Luego se les ofreció comida y bebida en abundancia en una de las salas del castillo; en donde además rieron y charlaron todo lo que no lo habían hecho en el viaje. La  generosidad de lord Vorx era amplia, pero estaba más que claro que era porque se trataba de la escolta de la princesa, sin olvidarse de que ella misma estaba en el mismo castillo.
Esa noche todos durmieron a gusto; al día siguiente ya volverían a Herdenia. Herdenia… Self entraría en la ciudad capital por primera vez: aunque sea sólo por un momento, el hecho no dejaba de llamarle la atención. Para él aquella ciudad tenía una imagen con un tinte idealizado que tal vez no se merecía, o tal vez sí. Mañana se enteraría de ello.  Cruzar sus puertas significaría el fin de un largo camino. Un camino que había comenzado en el principio de sus recuerdos. Hace poco más de un mes que se había ido de Deremi con el fin de llegar a aquella ciudad.
Ya era de mañana; el sol estaba por asomarse. Self fue despertado con un empujón de uno de sus compañeros para que se apurara en alistarse para la partida. En pocos minutos todos estaban listos para volver. Siguiendo los pasos de su capitán, la compañía volvió al patio de armas, en donde un grupo de sirvientes de lord Vorx los estaba esperando con los caballos listos, junto a un carruaje a dos caballos provisto por el castillo para llevar a la princesa Dana. Este era de madera en su totalidad, sin adornos metálicos, pero trabajado con gran delicadeza. Vorx también se encontraba ahí nuevamente para despedir a la noble princesa de Gore y agradecerle inmensamente por su visita.
Sólo faltaba la llegada de la dama, a la cual todos esperaban observando uno de los arcos del patio de armas que llevaba a su cámara. Prontamente, la espera de sus miradas fue gratificada al verla venir. Ojos tan celestes como el cielo despejado por la mañana se destacaban sobre el pequeño rostro redondeado de piel tersa y suave, que sólo volvía a ser interrumpido por sus rosados labios; acompañando la tonalidad de sus mejillas. Estos permanecieron cerrados y su mirada permaneció fija, como perdida en el horizonte, sin desviarse ni por un segundo a alguno de los presentes. Con el mentón recto y el cuello erguido, la princesa comenzó a avanzar en dirección al lord con un paso delicado pero firme. Un hermoso vestido blanco se le ajustaba al vientre dejando apreciar su delicada cintura; formando luego unos amplios pliegues sobre su cadera con diminutos diseños bordados sobre la tela. Los mismos bordados llevaban las mangas cuando comenzaban a ensancharse sobre las muñecas. En sus manos solo brillaba un único anillo plateado. Y toda su figura se veía coronada por una larga cabellera brillante como el oro, la cual estaba partida por una crencha en medio, dejando caer largas trenzas mezcladas con cintas amarrillas y blancas entre sus cabellos; estas, a la vez, estaban enfundadas en pequeños paños de seda traslucida, sujetados por un aro de fina orfebrería sobre su frente.
Acompañada por una de sus damas de honor, pasó entre la compañía con presteza. El olor a azafrán de su ropa blanca se dejó percibir, destacando su presencia aún más. Al llegar al frente de lord Vorx, sus ojos recuperaron el sentido y se dirigieron a él. Este se arrodillo; le besó la mano y dijo:
–Su visita ha sido un honor, su majestad; siempre lo será –luego levantó la vista y, acto seguido, también reincorporó su cuerpo.
–Gracias por su hospitalidad lord Vorx –dijo la dama, mientras separaba sus delicadas manos de las palmas del lord.
Estas fueron las únicas palabras que cruzaron para despedirse, pero en estas se notaba la calidez y suavidad de la voz de la princesa; más allá de que para dirigirse al lord haya forzado la rigidez de su tono. Se notaba que era intencional; o por lo menos así lo parecía.
Acto continuo, la princesa dio la media vuelta y se dirigió al carro que la transportaría con la misma actitud con la que se acababa de presentar. Antes de llegar a su portezuela, uno de los sirvientes la abrió inmediatamente y ayudó a subir a la dama;  la misma ayuda le ofreció a su dama de honor, que subió al carro detrás de ella.
Self jamás en la vida había visto una princesa; o probablemente así fuese; y tal vez jamás la volvería a ver. Aunque tal vez no fuese necesario, la escena que acababa de presenciar se le grabó en la mente y su continuo recuerdo le bastaría. La princesa Dana simplemente cautivó los sentidos del muchacho que, con solo verla, se le enrojecieron las mejillas del tenue nerviosismo que le ocasionaron los latidos de más que daba su corazón. Obviamente nadie se había percatado de ello, todas las miradas estaban sobre la misma persona.
En un segundo la grácil figura de la princesa se desvaneció dentro del carro, cuyas portezuelas estaban cubiertas por unas finas cortinillas de paño color ópalo para no dejar a nadie observar dentro.
Prontamente, el capitán de la escolta montó su corcel y el resto no hizo más que seguirlo inmediatamente. Sin más espera, salieron del castillo del lord Vorx con el fin de dirigirse a los muros de Herdenia lo más rápido posible. Para salir de los dominios del lord tuvieron que utilizar una ruta un poco más larga; ya que el carruaje no era apto para pasar entre los árboles del bosque, como la compañía había hecho para llegar. Para avanzar, la compañía cambió de formación para rodear al carruaje. Se dispusieron seis hombres adelante, cuatro en la retaguardia y uno en cada flanco del carro. Self era uno de estos últimos, por lo que cabalgaba solo, a no ser por el carro a su costado.
El sol seguía subiendo sobre sus cabezas hasta que se posó en lo más alto. Ya había llegado el medio día y la compañía recién había salido del bosque; ahora sólo debía rodearlo hasta llegar nuevamente al camino hacia los Montes Verde; nada más que esta vez lo tomarían en sentido contrario.
Self mantenía la marcha con la vista algo perdida y distraída, no podía de dejar de pensar en la dama que escoltaba. Cada tanto observaba las portezuelas del carro con el rabillo del ojo pero nada se podía apreciar, sólo un manto ópalo que no dejaba traspasar ni sombras ni murmullos.
Por suerte los caballos no levantaban mucho polvo al andar; la tierra estaba pesada y húmeda. Probablemente por la noche haya llovido o por lo menos lloviznado, y tal vez volviese a llover. Sobre el inmenso cielo las nubes comenzaban a ensancharse, cubriendo los espacios celestes a su alrededor. La mayoría eran blancas pero un tiente grisáceo comenzaba a teñirlas. Por la noche, sí, tal vez por la noche vuelva a llover. ¿Habrían llegado para ese entonces a Herdenia? Si mantenían el ritmo que llevaban probablemente no, porque la ruta de regreso era bastante más larga que la de ida. Aunque a Self no le importó mucho el clima, él seguía atento a sus pensamientos y al costado del carro que protegía.
Con el paso del tiempo el día se volvió más extraño, por un lado el calor y la pesadez eran notables y las cigarras cantaban por doquier pero, a la vez, las hojas comenzaban a levantarse del suelo y las ramas de los árboles se movían danzantes. Un viento noroeste comenzaba a golpear a la compañía. Primero suavemente, pero su fuerza iba aumentando al tiempo que la luz del sol se volvía cada vez más opaca detrás de las nubes que hacía rato que lo habían ocultado; nada más que ahora éstas estaban más grises que antes.
Poco después, los soldados de la orden podían percibir a lo lejos pequeños choques de luz entre las nubes, que apenas dejaban el sonido que se acostumbraba a escuchar; como simples estallidos de luz  distribuidos a lo largo y a lo ancho del cielo grisáceo.
El viento también golpeaba las cortinillas ópalo del carruaje, cosa que Self observabó. Luego notó una leve rendija que dividía la cortina por la cual se podía ver delicados dedos separando la tela. Obviamente, alguien del interior del carro observaba hacia fuera. ¿Sería la princesa tal vez, o su dama? Se preguntó mientras continuaba observando con el rabillo del ojo.  Pronto los dedos se desvanecieron en la sombra. Pero no para no volver. Cada tanto, cuando el viento soplaba mas fuerte o algún trueno se escuchaba, los dedos volvían a aparecer, separando la tela para observar al exterior. Repentinamente, las cortinillas se abrieron de par en par. La princesa Dana se inclinó y asomó su rostro hacia fuera.  Self inmediatamente centró su vista hacia delante, haciendo caso omiso a la princesa por temor a incomodarla, resistiéndose al deseo de mirarla nuevamente. Pero tal contradicción duro tan solo un santiamén.
–Decidle a vuestro capitán que apure la marcha todo lo que pueda, no quiero llegar a la ciudad bajo la lluvia –dijo la princesa dirigiéndose directamente a él, que en cuanto escuchó su voz la observó atentamente para escuchar su pedido. Sus ojos se abrieron más de lo normal y su piel retomó nuevamente el color del nerviosismo.
Self asintió con la cabeza en sentido de afirmación, no sólo por comodidad si no por no poder decir nada en ese momento, e inmediatamente aceleró el paso de su montura hasta alcanzar la posición de su capitán. Dana volvió su semblante dentro del carro y las cortinillas ópalo se cerraron.
–Señor, nuestra señora la princesa Dana me ha dicho que desea llegar a Herdenia antes de que llueva –dijo al estar a su lado.
–Entiendo, espero que eso sea posible. Volved a vuestra posición –contestó el capitán, cosa que Self obedeció de inmediato.
El cielo seguía grisáceo; truenos y relámpagos aparecían cada tanto, y el viento seguía soplando levantando hojas y moviendo árboles. Pese a ser de día, el sol había sido completamente opacado por las nubes negras, sumergiéndolos en la luz de un falso anochecer. Además de decidir no descansar, la compañía aceleró la marcha. Los deseos de llegar antes del diluvio a Herdenia eran compartidos por todos; no sólo por el hecho de no querer mojarse, sino que el agua arruinaría las rutas que estaban utilizando y los caballos deberían hacer un increíble esfuerzo por continuar; sin contar la posibilidad de que el carruaje se atascara en el barro.
El horizonte del camino que seguían estaba cubierto por árboles lejanos, con montes que se elevaban por detrás. Esa fue la vista que la compañía tuvo hasta que dos jinetes aparecieron de los costados poniéndose frente a ellos, totalmente inmóviles;  esperando. Vestidos con ropas oscuras y montando corceles negros, parecían más bien simples manchas en la noche. Éstos estaban a una distancia prudente, pero lo suficientemente cerca como para alarmar a la compañía.
–¡Deteneos! –bramó el capitán del grupo al tiempo que alzaba su mano izquierda al notar a los jinetes delante suyo.
–¿Que sucede mi capitán? –preguntó uno de los soldados de la orden, que todavía no se había percatado de las dos figuras. El resto de sus compañeros pareció que tampoco, ya que sus rostros también tenían expresiones de ignorancia.
El capitán lo miro reacio y señaló con su brazo hacia delante. Todas las miradas siguieron su mano y uno no tardo en decir:
–¿Jinetes?
–Sí. Lo que no entiendo es por qué se apostaron tan lejos –comentó el capitán preocupado.
–Señor. ¿Qué debemos hacer? Son sólo dos, no parecen ser amenaza para nosotros –preguntó uno de los soldados, haciendo una sugerencia al respecto.
Self escuchaba dificultosamente desde su posición, hasta que repentinamente las cortinas ópalo volvieron a abrirse.
–¿Por qué os habéis detenido? –preguntó la princesa frunciendo el seño.
Self la miró nuevamente sin saber que decir; aunque sentía la obligación de abrir los labios sólo para complacer su pregunta. El capitán escucho su voz y antes de que Self pudiese contestar dijo:
–Mi señora, manteneros a resguardo hasta que os avise que no hay peligro alguno –dijo mientras inclinaba su montura hacia la dama.
–¿¡Peligro, estamos en peligro!? –reaccionó sorprendida la princesa.
El sonido sibilante del aire abriéndose en dos, invadió repentinamente los oídos de la compañía; en una fracción de segundo todos miraron a su alrededor, hasta que vieron al conductor del carruaje caer de bruces al barro.
–¡Nos atacan! –gritó el capitán con fuerzas, al tiempo que el mismo sonido se repetía en sus tímpanos. Esta vez su montura fue el destino. El caballo relinchó alzando sus patas delanteras, al tiempo que las sacudía desesperadamente. Luego cayó de costado junto con su jinete, aplastando la mitad de su cuerpo. Un grito de desesperación salió de la princesa, al mismo tiempo que se escondía en las sombras de las cortinas del carruaje. Toda la compañía sacó sus armas, pero era muy oscuro y las flechas seguían alcanzando sus cuerpos o el de sus monturas. Todo estaba pasando tan rápido que la confusión de la sorpresa los llenaba de terror. Un instante después, el sonido del galope se dejo oír por ambos lados del camino. Los dos hombres que se encontraban delante de ellos se acercaban velozmente alzando sus armas y, por otro lado, otros tres jinetes se acercaban de igual forma pero por la retaguardia.
–¡Los arqueros, busquen a los arqueros! –se escuchó gritar, pero ya nadie prestó atención de quien venía la voz.
Self velozmente miró a sus costados observando las copas de los árboles, pero nada vio al principio; pero luego la suerte reveló a sus ojos el brillo de la cota de uno de los arqueros, apostado sobre una de las ramas. Inmediatamente desenfundó una daga y la lanzó con la agilidad y precisión de un elfo.  Un fuerte grito aseguro que dio en el blanco. Un instante después vio caer el cuerpo desde lo alto, hasta crujir sobre el suelo pesadamente.
Cuando volvió su cabeza para ver a sus compañeros, los jinetes invasores ya estaban entre ellos blandiendo sus espadas. El fragor de las armas sólo se veía  opacado por los constantes truenos sobre el cielo. Self se lanzó espada en mano hacia el enemigo, aprovechando la intensa pero momentánea luz de los relámpagos. Su espada no tardó en alcanzar el torso de uno de los jinetes derribándolo de su caballo, provocándole la muerte. En un fragmento de segundo, ya otro jinete había ocupado su lugar.
En el medio de la batalla, Self percibió el cese de flechas. Evidentemente por temor a herir a un compañero. Pero eso no lo tranquilizó; el daño que habían hecho ya había sido suficiente. De doce miembros de la escolta, sus ojos alcanzaban tres, sin contarse a sí mismo.
Luchaba con fuerza en sus brazos y  valor en su corazón, pero eso no impedía ver a sus pocos compañeros ser heridos y lanzados al suelo. En un instante su cuerpo estaba cubierto de sangre, tanto del enemigo como de sus compañeros.
Poco tiempo pasó para que se diese cuenta que la única espada de la orden de Deriven blandiéndose era la suya. Pero aún había tres jinetes que lo acosaban con sus sablazos. La muerte no tardaría en llegarle y él lo sabía, pero igualmente mantuvo su posición sin huir. Sorpresivamente uno de sus compañeros se levantó herido del suelo, alzando su espada y gritando con todas sus fuerzas hasta alcanzar el vientre de uno de los corceles enemigos. Self aprovechó la confusión provocada por el caballo desquiciado de dolor, para ensartar la hoja de su espada de lleno en la garganta de uno de los jinetes enemigos que había bajado sus defensas. La estocada fue tan fuerte que atravesó toda la carne hasta llegar a las vértebras. La sangre estallo en todas las direcciones y seguía manando a borbotones del cuello roto. Un instante después, se desplomo al suelo junto con la espada atravesada. El jinete restante miro la escena aterrado y no pudo evitar que Self se le lanzase encima, saltando de su caballo al suyo. El joven imbuido en la ira del combate, lo lanzo del caballo de una fuerte embestida, cayendo ambos al barro. Ya en el suelo, Self comenzó a golpearlo en el rostro desjuiciadamente, mientras que sus oídos seguían escuchando el crujir furioso de las nubes y el chocar de las espadas de su compañero herido contra el jinete que había derribado.  El sujeto que se encontraba debajo de Self trataba de cubrirse a duras penas, pero en pocos segundos ya tenía el rostro destruido por los continuos golpes; poco después dejo de intentarlo, ya inconsciente.
En ese instante, un grito de dolor hizo que Self se volteara y viese a su compañero tendido en el suelo, con el estómago abierto. Sorpresivamente, quien lo hizo no se dirigió a él, sino que fue directamente a hacia la princesa. En cuanto corrió las cortinas ópalo con la espada en alto, un grito de desesperación envuelto en llanto cubrió el crujir de las nubes.  Self se levantó furioso, tomando la espada de su enemigo inconsciente para correr hacia su último adversario e insertarle una dura estocada de costado, a la altura de los riñones. El hombre lanzó un fuerte quejido y dejó caer su arma; luego su cuerpo cayó pesadamente contra el carruaje. Al ver esto, la princesa volvió a gritar; pero inmediatamente Self se asomó para calmarla. Pero al verlo cubierto en sangre y barro, la princesa volvió a gritar. La dama gritaba y sollozaba acurrucada en un rincón junto con su dama de honor, que la abrasaba llorando en silencio.
–¡Calmaos! Soy de Gore –dijo Self fatigado.
La dama dejó de gritar, pero no logró contener las lágrimas que aún seguían brotando de sus ojos. Lo miró hasta encontrar su mirada y fue entonces que reconoció el brillo de sus ojos. Self respondió su mirada y vio cómo su delicado rostro sufría de terror y desesperación. Dos surcos de finas lágrimas cristalinas se abrían en sus blanquecinas mejillas y desembocaban en sus rosados labios cubriendo sus comisuras y luego cayendo de su barbilla al suelo. Su boca, se retorcía cerrándose y abriéndose continuamente dejando escapar solamente gemidos y no palabras. Sus grandes ojos celestes, habían perdido el velo de seguridad y firmeza que llevaban anteriormente…  Sólo temor e inocencia brillaban en su interior. Al verla así, el fuego de la batalla se calmó en su interior, luego la princesa asintió con la cabeza a las palabras del joven y se secó los ojos con el revés de la manga de su vestido.
El sonido sibilante del aire perforado volvió en sí a Self; pero antes que pudiera reaccionar con su cuerpo, una flecha lo había alcanzado enterrándose en su muslo izquierdo. Gritó y se dio vuelta apoyándose en el frente del carro para no caer.  Las dos damas del interior del carruaje volvieron a gritar instintivamente.  Self  alzó la vista pero sus ojos nada vieron. Al cabo de unos segundos el sonido del proyectil se repitió, esta vez alcanzo su hombro derecho.  Self volvió a gemir de dolor, perdiendo el equilibro y cayendo al suelo.
Ya sobre el barro, vio venir detrás de unos arbustos al arquero que lo había atacado. Se acercaba confiado, mientras sacaba una nueva flecha del carcaj para colocar sobre la cuerda del arco. Las damas seguían gritando y llorando, pero Self pensó con presteza y cerró sus ojos; al cabo de un segundo sintió el crujir de las hojas bajo las botas de su enemigo. Debía estar a tan solo unos metros, dispuesto a rematarlo a corta distancia; un instante después pudo oír con claridad la cuerda tensándose y encorvando el arco; en la misma fracción de segundo abrió los ojos y de un fuerte envión lanzó desde el suelo la espada que aún tenía en sus manos, orando porque su enemigo hubiese mantenido la dirección por la cual lo había visto venir antes de cerrar sus ojos. La hoja de su arma comenzó a girar en círculos cortando el aire a una velocidad increíble, hasta clavarse en el esternón del arquero que cayó un metro hacia atrás empujado por la fuerza de la espada. 
Self, agotado, volvió a dejarse caer al barro boca arriba. Sus heridas no dejaban de manar sangre y la vista comenzaba a nublársele. Tendido en el suelo, los gritos de las damas cada vez se hicieron más lejanos  y confusos, al igual que el crujir de las nubes. Mantuvo la vista en alto, observando el cielo grisáceo que se esfumaba perdiendo forma y sentido; poco después sólo era una mancha gris interrumpida por destellos de luz… Luego comenzó a sentir sobre su rostro las primeras gotas de lluvia limpiándolo de sangre y barro. Un instante después, simplemente dejo que sus ojos se cerrasen.

–No puedo creer que ella misma se haga cargo –dijo la damisela con tono insinuante y una sonrisa en su rostro–. Además ¿Quién es aquel sujeto? –continuó.
–¿Es que no sabéis? –repreguntó su compañera, también sonriente sin dejar que la emoción levara su tono de voz. Ambas estaban hablando en voz baja por temor a ser escuchadas por lo que no había que descuidarse.
–¿Me estáis sugiriendo que vos si lo sabéis? –exclamó ansiosa la primera damisela.
Su compañera la tomó de las manos y la arrastró hacia ella para hablarle bien cerca del oído.
–Ayer, cuando la princesa fue escoltada hasta aquí, fue atacada por bandidos que… –no pudo continuar puesto que su oyente se separó de ella dando unos pasos hacia atrás y llevándose una mano a la boca sorprendida–. No os preocupéis, como veis no le ha pasado nada a nuestra señora –continuó calmando a su compañera. –Bueno, lo que iba a deciros es que aparentemente la valía de aquel  hombre fue la que la mantuvo sana y salva.
Su compañera seguía observándola, sin perder la perplejidad de su rostro.
–¿Y cómo es que sabéis tales cosas? –inquirió la muchacha.
–Son muchas las cosas que se pueden saber cuándo yacéis con la persona adecuada –contestó sonriente la otra doncella.
Su compañera abrió los ojos bien grandes clavándole una mirada inquisidora, pero al cabo de un instante ambas comenzaron a reírse sin consuelo. 
Luego de unos segundos se contuvieron y la damisela que le había preguntado continuó:
–Pues qué lindo sería tener un defensor así ¿No?
Su compañera asintió, pero al hablar no fue su pregunta la que contestó.
–Ven, vamos a ver si nuestra señora necesita de nosotras.
Inmediatamente ambas salieron del pasillo en el que se encontraban para dirigirse a una gran sala. Al otro lado de esta había un pequeño arco que daba a una sala más pequeña. Al cruzar el arco, vieron a su señora apostada junto a una única cama con un sujeto herido en ella.
–¿Su majestad necesita algo de nosotras? –dijo una de las damiselas, al tiempo que ambas saludaban inclinando la cabeza sin importarles que su señora no las viese, ya que tenia la vista justo en lado contrario.
–Sí, traed más agua limpia por favor –contestó la princesa calmadamente.
Inmediatamente una de ellas se acercó y tomó una tinaja llena de agua enrojecida y repleta de vendajes usados para llevársela con ella fuera de la habitación.
–¿Otra cosa en que pueda serviros? –preguntó la otra doncella que seguía a su lado.
–Sí, seguid cuidándolo vosotras, yo debo retirarme –dijo la princesa con voz firme pero serena. Ésta se levantó y, sin mirar a la damisela, abandonó el lugar.


martes, 22 de marzo de 2011

1º Parte - Capítulo 12

-XII-

La noche ya estaba cubriendo los caminos del reino de Thira cundo un centinela, ubicado en lo alto del muro exterior de la fortaleza Khoriet, divisó a lo lejos un caballero andante que se acercaba a galope veloz en aquella dirección.
            El jinete continuó hasta la poterna del castillo y detuvo su caballo a un metro de la misma con un fuerte tirón de sus correas. El hombre sobre el negro animal  aparentaba ser bastante joven, aunque la luz no era la suficiente como para disipar con claridad las marcas de su rostro. Este vestía ropas de cuero modestas, sólo el collar sobre su chaleco podría disentir aquella cualidad; reluciente a la débil luz de las antorchas colocadas en los laterales de la poterna, la cual permaneció cerrada por una fuerte reja de hierro incrustada en el suelo.
            –Abrid la puerta –clamó el jinete con vos fuerte y segura.
            Esperó unos segundos sin recibir respuesta, por lo que volvió a intentar con fuerza.
            –¿Quién lo pide? –se escuchó detrás de la gruesa reja.
            El hombre sobre el caballo miró a través de los barrotes pero no llegó a ver ninguna figura, igualmente contestó.
            –Soy emisario de la Tierra Mágica y he venido para hablar en persona con el rey Dagobert I, por requerimiento de la gran maestre Martinique.
            –¿Qué pruebas tengo yo de ello? –replicó la misma voz, que siguió sin debelar su figura.
            El jinete, inmediatamente después de escuchar sus palabras, bajó de su montura y se acercó aún más a la verja; en donde la luz de las antorchas dejaron ver una reluciente espada envainada en uno de los costados de su cinto. El supuesto mensajero comenzó a levantar su mano enguantada cerca de la empuñadura, por lo que logró alterar a uno de los vigías que lo observaba. Igual no había porque preocuparse; el emisario estaba del otro lado del muro y ningún peligro podría causar desde allí.
            El destino del movimiento de la mano derecha del mensajero, fue tomar de entre sus ropas una carta de papel, sellada con cera amorronada. Unos instantes después de mantener el documento en manos, el jinete pudo observar como una figura de un hombre se acercaba desde el otro lado de la poterna, hasta pararse frente a él. La llama de las antorchas develaron un rostro viejo y cansado, con un cuerpo acorde cubierto por una túnica roja bastante gastada con el símbolo de la familia real de Thira grabado en el centro: una espada amarillenta con el filo hacia abajo y el mango en alto.
            Sin decir ni una palabra, el hombre recién aparecido estiró su brazo atravesando  los huecos de los barrotes que lo separaban del mensajero y, con un gesto de sus dedos, pidió que le diera el documento. Éste lo hizo con presteza, depositándolo en su palma. Inmediatamente el soldado retiró su brazo y, ya de su lado de la poterna, lo llevo cerca de la luz de las llamas para analizar el sello que traía. Era un pentagrama, emblema de la Tierra Mágica.
            Sin parecer reconocerlo, o por lo menos eso le pareció al emisario, se lo llevó a las penumbras de donde había aparecido. Dejando nuevamente a solas al mensajero, que permaneció largo rato sin ni siquiera mover un músculo.
            Probablemente se lo había llevado  a alguien responsable en tales asuntos; al jefe de la guardia nocturna o directamente a alguien que sepa leer. Estas ideas y otras tantas rondaban los pensamientos del emisario, que continuó esperando bajo la luz de las antorchas.
            De repente comenzó a escucharse el crujir de los gruesos barrotes de la poterna que empezaron a despegarse lentamente de las rocas del suelo. Inmediatamente el mensajero tomó distancia, esperando que la verja termine de levantarse. En cuanto lo hizo, no dudó en adentrarse en las penumbras de aquella fortaleza, acompañado de su fiel caballo.
            Aunque mantenía un paso firme y seguro, estaba algo temeroso, ya que no sabía cuál sería el efecto de su visita. Se decía que el rey Dagobert I no era muy amigable, y menos lo sería en una situación tan conflictiva como era el caso.
            Ya dentro, pudo divisar varios ojos pertenecientes a la guardia nocturna, que no lo dejaban de hostigar. Luego de haber dado unos cuantos pasos, uno de los hombres se le acercó reclamándole las riendas del caballo, las cuales cedió sin demoras. Más adelante se encontró ante un gran muro de piedra cruzado por una escalera del mismo material. En la misma, vio a un hombre bajar. Poco después terminó en frente suyo y dijo con voz cordial:
            –Bienvenido –esbozó el sujeto, mientras le estrechaba la mano al mensajero–. ¿Así que nos traéis noticias de la Tierra Mágica?
            –Así es –contestó el emisario, suponiendo que aquel hombre que lo había recibido, pese a vestir igual que el hombre de la poterna, era el mismo que leyó su carta de presentación–. En realidad es un mensaje del cual necesito llevarme conmigo una respuesta. Por eso es que preciso ver en persona al rey,  para escuchar sus propias palabras y las de nadie más –continuó.
            –Entiendo; el rey ya ha sido avisado con presteza en cuanto habéis llegado, así que no le es sorpresa que quiera verle. Acompañadme; os guiaré hasta su persona.
            Ni bien terminó la breve conversación, ambos sujetos emprendieron una lenta subida por la misma escalera de enormes bloques de piedra.

            Dagobert se encontraba cómodamente sentado en un sillón de fino tapizado, rodeado de tres de sus más confiables hombres. Dos de ellos vestían túnicas semejantes a las de un clérigo. El tercer sujeto era más que claro que era un militar de alto rango, vistiendo una bella armadura color escarlata que parecía nunca haber sufrido el roce del acero de una espada en un campo de batalla. Uno de sus capitanes.
            Todos ellos estaban sentados en torno a una gruesa mesa de roble, acogidos por el calor de un hogar a leña en uno de los muros de la sala.
               –El avance de las tropas sobre la tierras fronterizas de Gore es gradual y sencillo –comunicó el hombre cubierto de brilloso metal con voz madura y segura.
               –Entiendo sir Valwing, estáis haciendo un buen trabajo –contestó Dagobert satisfecho al escuchar las palabras de aquel hombre.
               –Gracias mi señor, en el siguiente cambio de luna ya van a estar terminados los campamentos como para iniciar una primera invasión a las aldeas más desprovistas de algún tipo de defensa. Cosa de provocar un buen golpe moral en los caballeros de Gore a través de una serie de victorias sencillas.
               Una gran sonrisa comenzó a surcar la espesa barba del rey.
               –Sir Valwing, estáis demostrando gratas cualidades, no me arrepiento de haberos nombrado uno de mis capitanes. Sólo espero que mantengáis vuestro rendimiento.
               –Si mi señor, así será –contestó el capitán, mientras afirmaba con la cabeza.
               –Pero mi señor, no os confiéis. El rey Alfer III tiene fama de ser muy inteligente. Puede ser que sospeche de los movimientos de su Magestad, y esté preparando una defensa considerable –interrumpió una voz ronca aunque aguda, proveniente del interior de la túnica de uno de los otros dos hombres presentes.
               Sir Valwing dirigió una fija mirada hacia aquel sujeto en señal de enfado, aunque no osó contestarle, lo que sí hizo Dagobert.
               –¡Silencio insolente!. Cómo os atrevéis a contradecir mi contento –soltó airadamente.
               –Pero señor...
               –¡Callad! –Siguió Dagobert, expresando aun más su exalto al encajar un fuerte golpe de su puño cerrado sobre la mesa de roble, haciendo temblar levemente las cosas que sobre ella se encontraban.
               Un instante de silencio dominó los rostros de los allí presentes, en especial la del aparente consejero que prefirió no continuar hablando. Luego de unos segundos, el otro hombre de túnica continuó con la idea de su compañero, aunque con otras palabras aprendiendo de lo sucedido:
               –Señor, si me permite, yo diría que lo mejor sería que sir Valwing mantenga a sus tropas alertas ante cualquier eventualidad.
               Dagobert permaneció callado, cómo tratando de hacer un paréntesis en la conversación para recuperar la estabilidad de sus ánimos. Obviamente que nadie se animó a decir nada más antes de que su señor dijese la siguiente palabra; aunque parezca turbador, muchas veces sus vidas, o por lo menos su posición, dependían de lo que sus bocas dijesen ante el rey. Tenían muy en claro que eran esclavos de sus palabras, por lo que era conveniente esperar la voz de su señor para guiar con seguridad a la voz propia.
               Luego de dichos segundos, Dagobert pareció haber recuperado la tranquilidad, por lo que retomó la palabra:
               –Alfer ni debe imaginarse lo que le espera...
               Ni bien dijo aquello, un hombre irrumpió en la habitación. Éste, al igual que la mayoría de los hombres que se encontraban en el castillo, vestía una larga túnica roja con el emblema de Thira en el centro. Era el mismo sujeto que había recibido al mensajero en la entrada.
               Los hombres alrededor de la mesa de roble guardaron silencio para escuchar la razón por la cual fueron interrumpidos.
               El soldado que entró, primero hizo una reverencia a los presentes en aquella mesa y luego dijo:
               –Su Majestad, disculpad mi interrupción; he venido a deciros que el mensajero del cual ya habéis sido avisado de su presencia, se encuentra aquí y desea verle.
               –Hacedle pasar –clamó Dagobert, junto con un ademán de sus manos.
               El hombre de túnica roja volvió a inclinarse ante su rey e inmediatamente después dio la vuelta y salió de la habitación.
               –Sir Valwing –continuó el rey.
               –Si mi señor.
               –Retiraos. Por ahora no hay nada más que decir sobre Gore.
               –Como deseéis. Cualquier novedad será avisada con presteza –le contestó su capitán, mientras comenzaba sus primeros pasos de retirada del recinto.
               En cuanto sir Valwing salió de la habitación, los dos hombres que quedaron junto a Dagobert, intercambiaron algunas palabras en susurros sobre la naturaleza de la visita de un emisario de Tierra Mágica. El propósito parecía ser bastante obvio.
               Luego de murmurar por unos segundos, la puerta de entrada se volvió a abrir. En este caso la presencia intrusa era la del emisario de Tierra Mágica.
               Éste, se adelantó con cierta cautela unos pasos hasta el rey e hincó una de sus rodillas en el suelo para presentarse:
               –Su majestad, he venido como emisario desde Tierra Mágica para traerle un mensaje expreso de la gran maestre Martinique Shelia Shonen.
               Esas fueron las primeras palabras del mensajero, que aunque no conocía al rey de Thira, se dirigió a la persona de las tres allí presentes que parecía serlo, y de hecho lo era. Sin decir más, el mensajero se puso en pie y se mantuvo en silencio con la vista sobre el suelo, esperando que el rey aceptara el mensaje.
               –Adelante –contestó.
               El emisario buscó una segunda carta sellada de entre sus ropas y la puso al alcance del rey de Thira, quien la tomó de un rápido movimiento.
               Dagobert I se detuvo un instante en el dibujo sobre la cera fría, que a continuación quebró. Un manuscrito de la mismísima gran maestre; reconocía su firma estampada al final de las escasas líneas del documento.
               Un silencio mortecino se estableció sobre la sala. Nadie osaba decir nada al respecto; la siguiente palabra correspondía al rey. Pero éste se mantuvo callado; compenetrado en una lectura pausada y analítica; obligando al resto de los presentes a seguir su ejemplo.
               Dagobert alzó la vista ligeramente, por sobre el documento pero sin mirar nada en especial. Con su mano derecha tomó una de las copas con vino de la mesa de roble de la cual, aparentemente, aún no había bebido. La miró por unos instantes, haciéndola tambalear un poco con la punta de sus dedos, ocasionando un ir y venir del liquido de su interior como cuando el mar mece a una barca en un día ventoso. Luego bebió el vino con fuerza, inclinándose hacia atrás, por lo que se podía ver como el líquido atravesaba su gruesa garganta. En cuanto Dagobert I recuperó su postura, una débil corriente del líquido rojizo cayó de un extremo de sus fauces, comenzando a zigzaguear entre los bellos de su voluminosa barba pelirroja. En cuanto se dio cuenta de ello, lo limpió con el anverso de su mano izquierda, mientras que con la otra dejó la copa en su lugar.
               El silencio se mantenía. Los sujetos envueltos en túnicas, sentados junto al rey en la mesa, se miraban el uno a otro pero sin decir nada. 
               –Señor, debo deciros que debo llevarme una respuesta conmigo –se animó a decir el emisario, que ya se estaba poniendo nervioso por el reinante silencio.
               Dagobert I  apenas lo miraba a los ojos, como si hubiera hecho caso omiso a sus palabras. Inmediatamente después echó su silla hacia atrás y se puso en pie, para dirigirse hacia el calor de los leños quemándose.
               El rey permaneció observando los mismos por unos instantes, dejando que el sonido de la madera consumiéndose en el fuego sea el único en escucharse en aquella sala. La ausencia de palabras se hacía insostenible.
               Dicho silencio terminó por romperse con las esperadas palabras de Dagobert, quien exclamo:
               –Decidle a vuestra señora que no debe temer por la estabilidad del tratado de Doria, y que mis acciones sólo fueron las ya conocidas, sin la necesidad de repetirlas. Por lo que a mí respecta, no veo el porqué de la necesidad de mandar mensajes amenazantes a mi persona. No he hecho más que defender mis derechos territoriales ocupando lo que me corresponde por el legado de mis antepasados –así terminó su respuesta sin despegar la vista de los leños quemándose.
               El emisario pareció satisfecho con dichas palabras, por lo que ya estaba ansioso por retirarse.
               –Mi señor, sus palabras llegaran tal cual han sido expresadas a los oídos de mi señora, por lo que ahora me retiro con su permiso –esbozó.
               Dagobert asintió con la cabeza, por lo que el emisario pegó la media vuelta y se dirigió hacia la puerta de la habitación pero, luego de unos escasos pasos, fue reclamado nuevamente:
               –Esperad, aun hay algo más que debo deciros –pareció recordar el rey, quien ahora sí buscó con la mirada al emisario.
               –Escucho mi señor.
               Dagobert se fue acercando lentamente mientras dijo:
               –Es algo que debo deciros al oído, es un mensaje especial para Martinique y no deseo que nadie más lo escuche –los dos sujetos aún sentados sobre la mesa se sintieron aludidos con dichas palabras, haciendo algún que otro gesto de disconformidad pero sin decir nada.
               –Si ese es el deseo de vuestra merced, no me opondría jamás a recibir el mensaje –contestó el emisario deseoso de partir.
               Dagobert siguió avanzando, mientras asintió con la cabeza en señal de agradecimiento por aceptar su mensaje; aunque como mera cordialidad, puesto que al mensajero no le quedaba otra que aceptarlo. El rey se detuvo justo en frente de sus narices.
               El semblante del rey Dagobert I era más que imponente; su cuerpo era de una gran estatura; de hombros anchos, que lo parecían aún más al estar cubiertos de gruesas pieles. Tan cerca estaba de aquel muchacho que lo único que este podía ver era la enorme barba anaranjada, poniéndolo más nervioso de lo que estaba. Lo miró a los ojos por unos segundos. Su fuerte respirar obligaba al mensajero a tratar de esquivar el enorme y maloliente rostro, mirando hacia un costado y a otro en busca de aire más puro. Luego, Dagobert I pareció dignarse a hablarle, por lo que se inclinó sobre la oreja derecha del emisario para comenzar a decir unas palabras casi sordinas:
               –Decidle a vuestra señora Martinique que es una maldita vieja perra que no sabe más que meterse en mis asuntos.
               El emisario no pudo evitar abrir los ojos con fuerza, mostrando su exaltación  al recibir tales palabras de ofensa. Pero a esto acompañó un pequeño quejido de su voz, que más que de sorpresa pareció de dolor. Se mantuvo paralizado por un instante, sin contestar a la injuria que el rey había depositado en sus oídos, lo que tal vez hubiera sido esperable. Pero no, puesto que lo que salió de sus labios no fueron palabras sino hilos de sangre que comenzaron a recorrerle la barbilla, acompañando a la agonizante expresión de su rostro.
               Dagobert I irguió su postura nuevamente, permaneciendo en frente del joven que luego de un segundo terminó por desvanecerse sobre su hombro izquierdo, hasta caer boca abajo sobre el frío de los bloques de piedra del suelo.
               Los dos hombres que acompañaban al rey no pudieron evitar que el asombro se estampara sobre sus semblantes.
               –Mi señor, ¿Que habéis hecho? –dijo uno  de los hombres con voz titubeante;  el otro quedo totalmente anonadado sin poder decir palabra.
               El rey Dagobert dio la vuelta y bajó la mirada para ver al emisario que ya no descansaba sobre las rocas del suelo, sino sobre un enorme manto de sangre que se extendía hasta llegar a la suela de sus botas. Luego de unos instantes de observarlo, se agachó a su lado para limpiar sobre las ropas del difunto un pequeño puñal que traía en su mano para luego guardarlo en una funda del mismo tamaño. Al punto levantó su mirada a aquellos hombres que parecieron cuestionarle con su simple expresión y empezó a dirigirse hacia ellos, hasta llegar a la mesa de grueso roble. Ya en frente y sin dirigirles la palabra, retomó su copa de vino y dio  otro sorbo.


jueves, 17 de marzo de 2011

1º Parte - Capítulo 11

-XI-

Los jóvenes llegaron  a destino en plena noche; el sol hacía rato que se había ocultado, y la luna brillaba sobre ellos. Morelia contaba con una muralla sencilla, pero algo más armada que la de Truma; por lo menos poseía un gran portón de madera  al cual acudieron para entrar. Luego de golpear varias veces con el puño de su espada, Self fue atendido a través de una pequeña portezuela en donde apenas entraba la mirada.  Un hombre maduro y mal oliente, iluminado por el faro que traía le preguntó:
            –¿Qué queréis?
            –Entrar; venimos para unirnos a los reclutas que zarpan a Kirkhia –contestó.
            El viejo se ladeó a los lados para que su vista pudiese captar cuántos eran; contó a tres entre dientes y luego cerró la portezuela. Los jóvenes se miraron y esperaron impacientes. Al cabo de unos segundos, un grotesco chirrido anunció el abrir de las placas de madera del gran portón. A continuación entraron  sin más. Dentro se encontraron con un hombre de rostro delgado y hundido, adornado con gruesos bigotes negros. Éste inmediatamente se abalanzó sobre ellos, con su faro recorriendo con su luz el rostro de cada uno por unos segundos.
            –Llegáis justo, debéis ir a la taberna. Ahí están todos los que van –dijo el hombre, señalando con su brazo una gran cabaña; fácil de distinguir al ser el único lugar con tanta luz en su interior.
            –Gracias; también necesitamos ver cuanto antes al herrero –dijo Self, mirando de reojo a la yegua.
            –Sí… La herrería está al final de la calle principal –concluyó el hombre.
            Asintieron con la cabeza e iniciaron su caminata por los rústicos adoquines de la calle principal; todos dañados y muy separados unos de otros, dejando grandes espacios  de tierra. Lo que diferenciaba a Morelia de Truma era que poseía menos comercios y más viviendas, haciéndola más agradable. Por otro lado; ambas ciudades eran similares en el tamaño y construcción, aunque al ser de noche tampoco era mucho lo que se podía apreciar.
Lo primero que hicieron fue ir hasta la herrería y despertar al herrero. Sabían que tales horas no eran las indicadas; pero el animal era un préstamo que les pesaba y querían devolverlo cuanto antes.
            El herrero se levantó molesto, pero en cuanto le dijeron de parte de quién venían se calmó y escuchó sus palabras. El hombre con gusto recibió la yegua y los despidió para volverse a dormir.
            Los jóvenes dieron la media vuelta y se dirigieron a la taberna. A pocos pasos de entrar, las risotadas y el jolgorio se escuchaban con claridad. Al cruzar sus puertas, el aire cambió de la frescura de la noche a la pesadez de la muchedumbre; no sólo en espesura, sino que el aroma a alcohol se percibía en el aire, como las flores en primavera. Como es costumbre, algunas miradas se clavaron en ellos en los primeros pasos que dieron; hasta llegar a la barra, ahí todos volvieron sus ojos a donde antes.
            –Vinimos como reclutas para ir a Kirkhia –dijo Alexfre al tabernero.
            Éste no se molestó en hablar, sólo señaló una mesa en el fondo.  Vieron sentado allí a un hombre robusto y maduro cubierto de cicatrices en cada espacio que dejaba al descubierto su armadura de malla sobre cuero reforzado.  Self esperaba encontrar en ese lugar al capitán que había visto en Truma, pero no fue así. Se acercaron hasta llegar a él sin captar su atención volcada totalmente en su jarra de vino tinto.
            –Saludos, venimos para alistarnos en Kirkhia –dijo Self.
            –Pues bien, al alba zarparemos. Podéis dormir algo o permanecer por ahí sentados, da igual. En el viaje también podrán dormir –respondió el hombre sin preámbulos y poco interesado–. Por cierto ¿La mujer también? –agregó.
            –No, pero vendrá conmigo –exclamo Alexfre.
            –Tu la cuidas entonces –dijo el hombre volviendo a su jarra de vino.
            –¿Cuanto tiempo se tarda en llegar? –dijo Self cambiando el tema.
            El hombre dio un trago largo a su jarra, se limpió la barbilla con el reverso de la mano y contestó:
            –Dos días.
Se volvieron y se ubicaron en una mesa vacía del lugar. Lo primero que hicieron fue observar más detenidamente su alrededor. Era una gran taberna elaborada en su totalidad en madera; de techo alto, sostenido por una gran cantidad de vigas reforzadas con hierro fundido remachado; de estas colgaban varios faros de aceite que iluminaban el lugar a la perfección. A sus costados había varias mesas redondas hechas de pino; la mayoría, ocupada por pequeños grupos de tres o cuatro integrantes. Casi todos jóvenes como ellos, bebiendo y riendo. Posiblemente serian compañeros a partir de mañana, pero ahí tan sólo era un grupo de desconocidos.
            –No hay ni una mujer… –observó Efedra algo asustada.
            –No os preocupes, vas con nosotros –trató de calmarla Alexfre al notar lo mismo que su hermana.
            –Supuestamente todos van porque quieren ser parte de la orden de Deriven, no creo que ninguno traiga malas intenciones –agregó Self.
            –Si, eso espero –dijo Efedra.
            Permanecieron ahí sentados, hablando por varios minutos sin que nada perturbase el ambiente. Hasta que la puerta de entrada se volvió a abrir entrando por ella un desconocido; otra vez las miradas lo atacaron, inclusive la de ellos. Les resulto gracioso ver que hacía lo mismo que ellos al entrar. Primero fue a la barra y  luego fue hasta la mesa del hombre del fondo, cruzaron un par de palabras y se sentó en una mesa vacía. Los jóvenes se preguntaron cuantas veces habrá pasado lo mismo aquel día. 
            Hubiesen preferido dormir en una cama que estar ahí sentados, pero al no tener el dinero para pasar la noche como deseaban, no les quedo opción que seguir ahí. Igualmente los tres tenían la sensación de que el tiempo corría más rápido ahí sentados. El albor de un nuevo día no tardaría en asomarse por las ventanas, o por lo menos así lo creían.
            Self metió la mano en sus bolsillos y sacó unas monedas.
            –¿Vino? –dijo mirando a su compañero.
            –Si me invitáis, sí, claro –dijo Alexfre al mismo tiempo que reía sorprendido.
            –¿Efedra? –continuó Self.
            –No, gracias –dijo la chica.
            Self se levantó de la mesa y se dirigió con presteza al tabernero.
            –Hermano… ¿Hacia falta que gastase sus pocas monedas? –cuestionó Efedra.
            –No lo obligué, además está bien festejar un poco. Allá las cosas serán distintas, nos irá mejor. Os lo aseguro –respondió Alexfre–. ¿Estáis bien? –continuó al ver a su hermana algo agotada por el viaje.
            –Sí, dormiré todo el viaje en barco, así que no hay problema –dijo Efedra con una sonrisa para que su hermano no se preocupe.
            Al cabo de unos segundos, Self volvió con dos jarras rebosantes de líquido rojizo.
            –Muchas gracias –dijo sonriente Alexfre al ver que su compañero le cedía una.
            –No hay porqué –dijo Self al tiempo que chocaba su jarra con la de él.
            Ambos dieron un gran sorbo, mientras Efedra los observaba. Sobre todo a su hermano, que  bebía tan rápido que el vino se le escapaba por las comisuras, chorreándole por la barbilla.
            –¡Alexfre! Más lento… –dijo la muchacha.
            –Es que es muy buen vino –le contestó riendo.
            Self lo miró y lo acompaño en la risa. Ambos estaban contentos por lo que hacían y lo que vendría; aunque su futuro era más incierto de lo que pensaban.
            Al poco tiempo, insultos inesperados rompieron con el clima de risas y parloteo del lugar. Dos sujetos se levantaron de sus mesas y se acusaron el uno al otro de “malos bebedores”, acompañando sus oraciones con algún que otro insulto. Nadie sabía quién ni porque se había iniciado la discusión, pero en ese momento todas las miradas estaban en aquellos dos sujetos. Se miraban tan mal que parecía que iban a golpearse en cualquier momento, pero rápidamente llegaron a una solución no violenta.
            Los hombres juntaron dos mesas y cada uno se puso en las cabeceras, enfrentados; luego llamaron al tabernero para decirle algo que los tres jóvenes no alcanzaron a escuchar, y segundos más tarde tampoco podían ver…. Aquella mesa se cubrió por la mayoría de los allí presentes, que no tardaron en rodearla para ver lo que seguía.
            –¡Vamos! –dijo Alexfre entusiasmado.
            Los tres jóvenes se unieron a la muchedumbre y vieron cómo el tabernero y un par de ayudantes traían varias jarras de vino y cerveza, ubicándolas en partes iguales a cada lado de las mesas.
            Los sujetos se miraron fijamente, como si la cosa fuera muy enserio, y los gritos a favor y en contra comenzaron a llover por parte de los observadores.
            El sujeto que estaba sentado a la izquierda inició la contienda, tomando por el asa la primera jarra y llevándosela a la boca; en un par de segundos estaba vacía.  A pesar de ser solo el primer trago, los presentes respondieron gritando y alzando los brazos entusiasmadamente. Su contrincante continuó haciendo exactamente lo mismo, echando la cabeza para atrás para que el liquido baje más rápido. El público respondió igual.
            Las rondas se repitieron varias veces, dando a los espectadores un excelente espectáculo para matar el aburrimiento que traía esperar el alba. Ya pocas jarras quedaban por beber y los contrincantes parecían soportar bien la tarea, aunque el sudor chorreaba de ambos como si lloviese sobre ellos. Luego entre jarra y jarra comenzó a haber más espacio de tiempo por partes iguales, pero el público siguió alentando sin descanso. Los jóvenes, cada tanto se miraban echando carcajadas y alentando cada uno al contrario para darle más emoción. Al tocarle nuevamente al sujeto de la izquierda, este se tomó su tiempo para elegir su siguiente trago. Aún le quedaban cuatro jarras que a simple vista parecería poco en comparación a las que tenía en un comienzo, pero a esa altura del partido parecía una difícil tarea. Luego de pensarlo un poco tomó la más cercana a él y comenzó a beber, aunque lentamente; llegó a la mitad y dejo caer la jarra. El publico a favor del otro sujeto estalló dando saltos, mientras que el resto abucheó al perdedor.
            Self y compañía se dieron la vuelta y volvieron a la mesa, alegres por el espectáculo.
            –Jajaja, sabía que te iba a ganar –le echó en cara Alexfre a su compañero.
            –No, no lo sabías; fue suerte –contestó Self sonriente.
            Ambos siguieron la charla, mientras Efedra permaneció callada observándolos, aunque también contenta. No por lo que acababa de presenciar, sino mas bien por ver a su hermano feliz; hacía mucho que no lo notaba así y estaba alegre por ello.
            El resto de los presentes también se volvió a sentar en sus mesas para, probablemente, hablar de lo mismo.
            Sin darse cuenta, el tiempo había pasado increíblemente rápido y la tenue luz azulada del alba comenzaba a posarse sobre los cristales de las ventanas. Muchos se dieron cuenta de ello, pero esperaron las palabras del hombre del fondo antes de hacer nada. Este tardó unos minutos y luego se levantó de su mesa y se dirigió al centro del recinto.
            –Ya es hora de partir. Quien se halla arrepentido o ha bebido demasiado como para caminar, no se molesten en decirlo, sólo quédense tirados por ahí y ya. El resto, al muelle –el hombre terminó de hablar y salió de la taberna inmediatamente seguido por una hilera de reclutas que se armaba con rapidez.
            Los jóvenes se levantaron y siguieron al resto. La mayoría hizo lo mismo; aunque hubo varios que permanecieron en sus lugares; muchos de ellos casi inconscientes por el alcohol, pero también estaban los de mirada baja y brazos cruzados, probablemente arrepentidos de realizar tal viaje a Kirkhia. Nadie los culpaba, hacerlo significaba dejar todo lo que conocían atrás, trabajo, familia, hogar… Por eso a más de uno se le cruzó por la cabeza que clase de personas eran al fin y al cabo los que iban.
            En la caminata por las estrechas callejuelas de Morelia, los pocos ciudadanos levantados a esas horas los observaban pasivamente, algunos con algún que otro gesto de apoyo, pero la mayoría simplemente miraba. Como si de una caravana a la orca se tratara. Poco después la compañía llegó al puerto y vieron el barco con el cual zarparían. Se trataba de un buen barco mercante provisto de cámaras suficientes para los tripulantes y una bodega de gran tonelaje.  Parecía sano y resistente, aunque ninguno de los tres era diestro en el tema por lo que sólo era una impresión. 
            El barco se encontraba bien amarrado, con gran cantidad de gruesas sogas sobre los sólidos cabos del puerto. Al cabo de una simple seña del capitán del barco, varios hombres comenzaron a desatarlos con paciencia. Poco después un hombre alto y fornido apareció en cubierta, estampado con los relucientes anillos de su cota, la cual a la vez estaba cubierta por una túnica azul oscura. Era el capitán que Self había visto en Truma días atrás. El brillo de su armadura era suave por la escasa luz, pudiéndose ver con claridad el Blasón real de Gore, un dragón  de espaldas con la alas extendidas y en vuelo.
            La mayoría de los allí presentes inundaron sus dudas con la confianza y esplendor que brindaba aquel hombre y sus vestiduras. Nadie lo dijo ni lo demostró, pero cada uno sintió más ánimo y decisión repentinamente. Muchos de los que habían llegado hasta allí pensaban hacer el viaje simplemente como una salida de la miseria, pero en el momento que comenzaron a subir la gruesa tarima de madera que unía el barco con el muelle, algo dentro suyo comenzó a cambiar. Tal vez no se percataron de ello, pero la evolución de esos nuevos sentimientos determinaría su futuro en la academia de Kirkhia.
            Todos los aspirantes comenzaron a abordar el barco en fila india, siguiendo al hombre con el cual todos hablaron en la taberna. Muy pocos de ellos traían algún acompañante no interesado en la academia, como era el caso de Efedra, que no podía evitar sentirse incomoda a donde mirase. Esta caminaba detrás de su hermano sujetándolo fuertemente de la mano, mientras que Self caminaba detrás de ella.  En tan sólo un minuto todos estuvieron arriba, inclusive los marineros que acababan de desamarrar el barco que, al terminar de subir, también quitaron la tarima.
            Luego de otra señal del capitán del barco, las velas del mástil principal se abrieron y aseguraron con presteza. El viento no tardo en hacerse notar y el barco comenzó a rechinar, moviéndose los primeros centímetros. Un fuerte jirón de timón hizo girar el barco lentamente, separándolo del puerto.
            –Reclutas, quiero decirles que les doy mi bendición para lo que les espera de aquí en mas. Estoy orgulloso de la decisión que habéis tomado y espero que la honren con sus acciones –dijo el capitán al grupo de aspirantes, luego hizo una pausa y continuó–. Sé que varios hicieron un largo viaje y que la mayoría arrastra un gran cansancio. Así que ahora les indicaran donde podrán descansar y dejar sus cosas. Antes de que caiga el sol se les repartirá comida y agua. Hasta entonces –terminó diciendo haciendo una seña con sus manos.
Instantáneamente un grupo de marineros les indicó a los aspirantes el camino a las cámaras.
            A Self, Alexfre y Efedra los ubicaron en una cámara de escaso tamaño, junto con tres personas más, entre las cuales se encontraba otra mujer; la única además de Efedra en aquel barco. Las pusieron juntas por razones de seguridad, y además haría el viaje más ameno para ambas. Las dos respondieron bien a la medida, pero no hablaron mucho en ese entonces, que prefirieron descasar en vez de hablar. En realidad todos deseaban lo mismo. Por lo que rápidamente dejaron a un costado sus cosas y comenzaron a ocupar cada una de las seis camas colgantes trabajadas en gruesa tela.
            Pocos minutos después todos parecían haber conciliado el sueño a excepción de Self, que a pesar de que sus ojos permanecían cerrados su mente no descansaba. Siguió pensando en el viaje y en lo que le esperaba; rendido a lo que el destino le proponga.