domingo, 18 de septiembre de 2011

Epílogo

-Epílogo-
            -Generalmente se piensa que los disfraces y máscaras se usan para ocultarse, esconder lo que realmente somos para mostrar una parodia, engañar al ojo que se pose sobre nosotros. Pero al fin y al cabo ¿no es el propio cuerpo el mejor disfraz y nuestro rostro, la mejor máscara? –hizo una pausa, pero no porque esperara una  respuesta-. E irónicamente terminan siendo las máscaras, con sus facciones retorcidas y ajenas a la armonía, las que –rió con la debilidad de un suspiro-, queriendo o no, muestran realmente como somos…
            -Sí, Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad. Como su sagrado Citarum –dijo el fiel sin mirarlo a los ojos; ningún fiel podía hacerlo estando tan cerca.
            -Como mi Citarum…
            El fiel había dicho lo que deseaba escuchar ,causándole el suficiente regocijo como para esbozar una sonrisa, pero sólo para sí mismo. Tenía el Citarum puesto y, tanto sus facciones como cualquiera de sus expresiones y sentimientos, estaban ocultos bajo el rostro de bronce bruñido del propio Merdorak. Únicamente sus ojos se fundían con el semblante sagrado que, a la luz de las llamas, brillaban tanto como el metal.
            El fiel terminó de ayudarle a poner la Cimara y se marchó, con la vista fija en los baldosones grisáceos. La Cimara, la túnica ceremonial del Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad era de lana oscura, de lo más sencilla si no hubiese sido por los bordados en hilo de oro, que dibujaban franjas verticales del lado frontal y horizontales en la terminación de las mangas. Cada franja tenía bordado, a la vez, el Sioriadram. El mismo símbolo sagrado que le pendía del cuello en plata negra, al igual que la cadena. 
            Ya solo, permaneció unos segundos con los ojos cerrados, agudizando el oído… Escuchando el sonido del silencio.
<<El sonido de la obediencia. De la total entrega.>>
            La pequeña cámara en la que se encontraba tenía tres muros de piedra y uno de espesos cortinajes carmesí; detrás, decenas de fieles esperaban el veredicto de El Hijo…
            <<Me esperan.>>
            Avanzó frente a las cortinas y, tras otro instante, hundió las manos en la tela para luego separarlas, dejando en medio una brecha por la cual pasó. Fuera, se encontraba en la cumbre de una extensa escalera, rodeado por dos grandes braseros que pendían del techo a cada lado de su figura, dibujando en su rostro de bronce una infinidad de expresiones que mutaban sin descanso, con el constante bailar de las llamas sobre el carbón. Abajo, sobre el suelo donde nacía la escalera de piedra, un pasillo sin fondo visible separaba dos grandes masas de fieles; indistintos unos de los otros con las cabezas bajas y las capuchas puestas. Pero sabían, sabían que el Citarum los observaba…
            Su Maestro se adelantó unos pasos sin emitir sonido alguno, deteniéndose a un paso del primer escalón a contemplar a su rebaño: almas melancólicas que añoraban ver lo que sus ojos jamás vieron; presenciar El Retorno de lo que sus antepasados dejaron ir. Almas incompletas, hambrientas de Fe. Y allí, en ese preciso momento, su Maestro les daría de comer.
            -¡Ikureikia Soriam Tiar!
            -¡Ikureikia Seridam Huirkia!
La respuesta a coro de todos los fieles restalló en el recinto e hizo vibrar las llamas que los alumbraban. El aire caliente de las voces erizó el vello de todos los devotos. Estaban extasiados de orgullo de saber que todas sus voces eran una. Las cabezas se alzaron y se posaron sobre el lejano Citarum: el inalcanzable rostro de Dios, Merdorak. 
            -Los Malditos despojaron a este mundo de la sagrada presencia de Merdorak. Pero lo eterno y divino no pude morir. ¡No puede morir! –la voz grave y potente del Maestro surcó el aire y retumbó en los oídos de cada fiel, oyentes perfectos que saboreaban cada palabra-. Pronto, muy pronto llegará el momento en que Él vuelva a nosotros. El Retorno está cerca y los Merecedores podrán presenciarlo –extendió un dedo y señaló a la masa uniforme de fieles arrodillados y con la vista alzada. Todas, todas las miradas fijas en él-. Sólo los Merecedores…
Diecisiete fieles se pusieron de pie con un recipiente en la mano izquierda y un puñal en la derecha: Los Emirei. Cada uno pasó frente a otro fiel arrodillado y exigía en susurros que se descubriera el pecho. Bajo la túnica, ninguno llevaba más ropa que su propia piel. Todos accedían, sin excepción, y cada Emirei hundía su daga en la carne, lo suficiente como para hacer manar un hilo de sangre. Sangre que recogían en el oscuro recipiente que traían en la otra mano.
-La vida no es más que un eterno juicio. Merecedores o no, nada más es lo que se juzga. Y sólo el Citarum puede ser el Juez.
-Irkiamer Mei Dramm –fue la respuesta del rebaño que, sin gritarla, poseía la fuerza de la unidad. Aceptaban el juicio y estaban orgullosos de este.
Mientras los Emirei avanzaban y llenaban del oscuro y espeso líquido sus sagrados mermitones, el Maestro permaneció impasible; estático como si todo su cuerpo se hubiese transformado en una estatua de bronce y no sólo su rostro que, pese a la inamovilidad del cuerpo, seguía eternamente vivo bajo la luz de las llamas. Hasta que el juicio no se efectuara no se movería. Así era y así sería, porque eso era lo que debía ser.
            Largo tiempo transcurrió para que los Emirei pasaran frente a cada fiel. Con los mermitones llenos, los diecisiete elegidos avanzaron en fila por el extenso pasillo que convergía con la base de la escalera central del recinto. Allí, en el primer escalón ascendente, el Gran Mermiton brillaba con destellos de oro y plata esperando ser llenado. Y así fue. Cada Emirei vació la Sangre Fiel, hasta que cada recipiente quedó vacío y llena la gran copa sagrada. Luego, de uno en uno, los propios Emirei se descubrieron el pecho  y cortaron su carne, arrodillándose sobre el Gran Mermiton para que su sangre se fundiera con la de los demás.
El Emirei primero-entre-sus-pares tomó el cáliz con sumo cuidado y comenzó el ascenso, con la vista siempre sobre la copa; jamás sobre la cima.
 -Imeria em na –clamó el Maestro al recibir la copa de las débiles y ancianas manos del primer Emirei. A contraste con las suyas, la diferencia era notable.
-Imeria na em –fue la respuesta, casi susurrada, del hombre que inmediatamente se arrodilló frente al Citarum con la frente tan gacha que pareció tocar el suelo, y así permaneció.
El Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad alzó el cáliz en lo alto, a la vista de todos los presentes.
-¡Irkiamer Mei Dramm! –repitieron los fieles con un tono mucho más fuerte. El momento inmediatamente previo al Juicio lo requería.
Inclinó la copa lentamente hasta posar el borde inferior sobre los labios de bronce del sagrado Citarum, siempre abiertos. El líquido vertido hacía subir y bajar la nuez de la garganta del Maestro con frenesí. Pero, sin intentar evitarlo, hilos de sangre se desviaron por la barbilla y surcaron la piel tensa del cuello al tragar. Uno, dos, cuatro. La sangre terminó por cubrir toda la piel visible e impregnar con su olor y color la sagrada Cimara.
Paladeó, rastreando los restos del sabor amargo.
La gran copa cayó vacía de sus manos y chocó contra la piedra. El sonido retumbó en los oídos de todos los presentes pero, como si éste jamás hubiese existido, sus rostros permanecieron impasibles. El primer Emirei recogió la copa del suelo y comenzó a descender de la misma forma en que había ascendido: de frente al Citarum.
El Maestro escudriñó las miradas lejanas a sus pies. Fieles aguardando el veredicto ceremonial. Pasó sobre los ojos vacios y distantes, hasta que por fin se detuvo en unos. La distancia entre ambos era inmensa, pero eso no importaba. Quien era observado por el Citarum lo sabía, al igual que el resto sabía a quién observaba el Citarum. La mediación de palabras no era necesaria, no había nada que decir. Las miradas de los fieles fueron abandonando al Citarum para volverse lentamente, una a una, a quién fue señalado: el Infiel. Todas las miradas se posaron sobre su rostro, menos la de éste, que no hacía más que mantener la mirada sobre la lejana máscara divina. 
Miedo. Eso era lo que había en sus ojos. Había perdido la fe o jamás la había dejado entrar en su corazón.
Como si tuviese la más mínima posibilidad, el infiel se puso en pie; empujó al primer hombre que intentó detenerlo y pateó la mandíbula de quien tenía justo enfrente suyo, aún arrodillado. Intentó correr, pero todo quedó allí: en el intento. Decenas de manos fieles se aferraron a sus vestiduras y a la carne bajo ella con fuerza desmesurada, en unos segundos estuvo completamente inmovilizado.
Gritó. Gritó su inocencia, su amor eterno a Merdorak, su inmensa fe. No sirvió de nada. Arrastrado como un simple saco, cuatro fieles lo llevaron hasta los escalones de piedra, obligándolo a subir ante el Citarum. Resignado, el hombre se arrodilló y lloró por una piedad que sabía, no conseguiría; pero ¿perdía algo por intentarlo?. Y así fue como ascendió, gateando como un bebé.
-Tu sangre está corrupta –dijo su Maestro cuando lo tuvo a sus pies-. ¿Por qué, por qué estáis aquí si ya no creéis en la causa? ¿Cuál es la razón de tu pecado? –el hombre no respondió, sólo sollozaba, sin levantar la vista de la piedra-. Levantaos.
-No, por favor… -murmuró el infiel entre lágrimas.
-¡Levantaos infiel! -y lo hizo, pero manteniendo la mirada gacha, sobre sus pies-. Miradme –pero esta vez no accedió. Largos segundos pasaron en silencio; un momento contemplativo, que el Maestro utilizó para hurgar en su razón, buscando algún sentido a la necesidad del infiel por extender su culpa, su vida, con cada instante que el tiempo dejaba atrás.
<<Jamás comprenderé aquello que no siento.>>
Con una velocidad sorpresiva, las manos del Maestro encerraron el rostro infiel y lo obligaron a torcer la mirada hasta que sus ojos se posaron sobre los suyos. 
Ya no hubo lágrimas, tampoco gritos; sólo un temblor mudo. Las extremidades del hombre se retorcieron y contrajeron más allá de las posibilidades de sus articulaciones; pronto sus pies dejaron de tocar el suelo. Todo su cuerpo se alzaba con la fuerza de las manos del Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad… Cuando liberó su cuello, el infiel cayó y rodó escalones abajo, sin señales de vida.
-¡Solo los Merecedores presenciarán El Retorno!
-¡Irkiamer Mei Dramm! –volvió a gritar el auditorio que, hasta entonces, había permanecido con una parsimonia inquebrantable ante lo que presenciaban sus ojos.
El juicio había concluido.
-Fieles verdaderos –volvió a dirigirse a su auditorio con voz fuerte y vibrante-, Nuestro Señor nació por la fuerza de las sagradas Xiremei y también pereció por ellas… ¡Y por ellas volverá! –hurgó en la Cimara y luego alzó su puño en lo alto. Entre sus dedos se percibía el débil brillo anaranjado de la gema de fuego.
-¡Lo divino no puede morir! –el grito lleno de éxtasis estalló en la sala, uniendo a los fieles en una voluntad única, que nuevamente volvía a imponerse.
-La sangre… La sangre es la esencia de toda vida, su flujo. La que nos da la vida y la que nos mantiene así. Nuestra propia alma fluye en ella; nuestro ser. En ella están nuestros pensamientos, nuestra memoria, nuestros conocimientos, nuestros pecados y deseos… Reconocer ese poder en la sangre era la bendición de los Sartio, la bendición de Merdorak. ¡Y mía, el último de sus hijos!
-¡Xiremei dram eimerem drian!
-¡Y es la sangre, como flujo de vida en sí mismo, que devolverá el poder a esta Xiremei!
-¡Lo divino no puede morir!
-Pero no cualquiera puede ser el elegido… Sólo los hombres herederos de la magia ancestral tienen en su sangre el conocimiento y fuerza suficientes para devolver a la vida este pequeño fragmento divino… ¡Bajadlo!
El rítmico sonido de cadenas rechinando cortó el silencio y, de una sección abierta en el techo de la cámara, una jaula de hierro ennegrecido descendió lentamente. Dentro, un hombre desnudo yacía inconsciente. El gentío espectador se alzó de pie y extendió los brazos hacia su Maestro y comenzó a entonar el coro ceremonial Shire. Las palabras fluyeron de sus gargantas e inundaron la sala, construyendo oraciones que no parecían tener fin.
Ya al alcance de la luz de las antorchas, se percibía cómo el cuerpo de Edorias había sido diezmado por el fruto de torturas. Heridas abiertas, algunas incluso cosidas con brusquedad con hilo de cerdo, atestaban su piel blanca y flácida. No se movía, pero el gotear constante de sus lesiones denotaban que aún conservaba la vida. El Maestro se ubicó justo debajo y volvió a alzar su puño con la gema dentro. Sobre la parte superior de la celda había una especie de doble techo, colmado de púas y salientes de hierro que develaban su filo a la luz mortecina que los alcanzaba.
-¡Dremiamner thagh! –el grito brotó de los labios tiesos de bronce del Citarum  tosco y violento, como si las palabras estuviesen hacía rato atragantadas en su cuello y de repente fueron escupidas.
El coro Shire, que ahogaba sus oídos, fue momentáneamente interrumpido por la violenta caída del sobretecho de hierro de la celda, epilogado por el último quejido de dolor del anciano en su interior; suave y débil como un susurro. La sangre espesa y oscura estalló sobre la Xiremei y el Citarum, cubriendo el cuerpo del Maestro en su totalidad bajo su torrente.
Y se encendió, la Ximerei se encendió. El fuego brotó entre sus dedos y envolvió su puño, alimentado por el flujo de vida. Pero su mano no ardió. No, él era el Elegido, el último de sus hijos, el Maestro poseedor-de-la-fe-y-la-verdad, por eso la mano de Meroveo Drassenio Setio no ardió.  


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