domingo, 14 de agosto de 2011

3º Parte - Capítulo 11

–XI–

La noche era oscura y pesada; el cielo lucía completamente negro, sin luna;  cubierto por un grueso manto de nubes espesas que no dejaban entrever ni siquiera una estrella.
Llegaron a Dermathea cabalgando muy despacio y juntos. Los tres hombres en hilera horizontal, muy pegados, y Margawse algo más alejada. Desde que dejaron el Cruce, Tomas ya no pudo cabalgar sin que alguien lo sostuviese, por lo que Self y Alexfre, uno a cada lado del veterano, tuvieron que sostenerlo con una mano, mientras que con la otra controlaban las riendas de sus monturas.
Al cruzar las empalizadas por el arco de la entrada central, dos guardias sentados alrededor de una lámpara de aceite los miraron de reojo desconfiados, pero en cuanto distinguieron a la débil luz los blasones de Gore volvieron a su charla sin más. Evidentemente no era la primera vez que soldados de Gore, probablemente del Cruce, llegaban a cualquier hora a las puertas de Dermathea.
            Recorriendo el camino central del pueblo llegaron hasta el, probablemente, único lugar con las luces encendidas y las puertas abiertas. Una taberna, o por lo menos eso daba a entender el nombre tallado sobre un trozo de madera que colgaba la derecha del portón, también de madera: “La barriga infranqueable”. Margawse fue la primera en desmontar, seguida por Self y Alexfre quienes, entre ambos, ayudaron a bajar del caballo a Tomas. En cuanto entraron, el aire pesado y estancado del recinto les devolvió la calidez a la piel de sus rostros, provocando cierta satisfacción. El contraste con el frío nocturno era notable.
Los pocos hombres sentados hacían honor al nombre del lugar, luciendo anchas barrigas hinchadas de vino y cerveza, pero ninguno de ellos se mostró sorprendido al verlos.
–Ah, bienvenidos seáis goretios –clamó un hombre de gruesa cintura y hombros anchos, acercándose a ellos–. Veo que vuestro amigo ya ha empezado a relajarse –dijo con una leve risa. Self y Alexfre arrastraban con dificultad a Tomas, apoyado sobre sus hombros. Evidentemente aquel sujeto pensaba que estaría ebrio hasta la médula–. Pero… Sois nuevos ¿no? digo, en el Cruce. Venga, os mostraré el lugar.
            –¿Sois el dueño? –preguntó Alexfre.
            –Melingar a sus ordenes –dijo el hombretón asintiendo.
            –Nuestro amigo no está borracho, está… enfermo. ¿Tendréis alguna habitación? –habló Self. La vista del posadero se fijó en él y luego en el cuerpo semiconsciente de Tomas.
            –Sí, claro –la alegría innata con la que los había recibido se apagó repentinamente en su rostro, se dio cuenta que “enfermo” bien podía ser también “herido”, pero no por ello el dueño del lugar dejó de ser cortés–. La “Barriga Infranqueable” siempre ha cuidado de los hombres del Cruce –terminó diciendo con una sonrisa forzada en los labios–. Acompañadme –señaló unas escaleras y se dirigió hacia ellas. El resto lo siguió.  
            Mientras subían, se percataron de que el lugar no sólo era una taberna, sino también prostíbulo, con las pequeñas habitaciones en la parte de arriba. Varias chicas de diferentes edades y apariencias deambulaban entre las mesas de los clientes asiduos, o simplemente se reposaban sobre la baranda de madera del balcón en el que desembocaba la escalera, que justamente estaban subiendo. Una moza de no más de veinte años y de rostro bastante agraciado, posó una mano sobre el hombro de Alexfre al verlo pasar y, en cuanto éste la miró, ella le guiñó un ojo y le sonrió. 
            –Una lástima que su amigo esté enfermo, se perderá la diversión… Por suerte ustedes están bien sanos –dijo Melingar con una carcajada, haciendo rechinar con fuerza los tablones de madera bajo su peso al andar.
            <<Y podremos gastar nuestras monedas aquí ¿no?>> pensó Self para sí, pero pronto se dio cuenta de que estaba equivocado. Melingar no tardó en ofrecer aquella chica a Alexfre.
            –Por supuesto, sin cargo, como para todos los soldados del Cruce, si señor –agregó a lo último, ya que los consideraba nuevos y les despejo la duda que seguramente deberían tener.
            Aunque no les importaba aquel lugar en absoluto, debían aparentar que si ¿sino para que fueron allí soldados con el blasón de Gore? Además el dueño del lugar se engañó sólo antes de que pudieran inventar alguna historia o incluso seguir haciéndose pasar por sir Jerek y compañía, pero mejor. Cuanto menos preguntas, mejor. Además, al día siguiente ya se habrían ido. Pero aquella noche estaban allí y no sería acorde rechazar la hospitalidad de Melingar que, evidentemente, tenía alguna especie de “pacto” con el Cruce Oriental. Y por lo visto Alexfre también lo consideraba así, ya que aceptó el ofrecimiento, aunque sin poder evitar sonrojarse. Margawse estaría vestida como un hombre, pero no lo era, y seguramente su mirada penetrante clavada sobre él lo incomodó bastante.
            –Vamos, vaya con tranquilidad. Yo me encargo de ayudar a vuestro amigo –clamó Melingar, al tiempo que hacía señas de ocupar el lugar de Alexfre para ayudar él mismo a cargar a Tomas junto con Self. Y así fue, Alexfre se fue tras la muchacha y Melingar ocupó su lugar, pero sin dejar de parlotear lo buena que era su relación con el Cruce.
            En cuanto entraron en una de las tantas habitaciones, depositaron a Tomas con cuidado sobre la rustica cama de madera, centro del recinto.
            –Decidme la verdad, no hace falta mentirle a Melingar ¿Qué es lo que tiene vuestro compañero? –dijo el dueño algo agitado, descansando las manos sobre la cintura; un hilillo de sudor le recorría la frente sonrojada y respiraba con mayor dificultad. Por lo visto no estaba acostumbrado a cargar personas y seguramente se estaría arrepintiendo de haberse ofrecido a reemplazar a Alexfre en aquella tarea. 
            Como si no lo hubiese escuchado, Self primero se acercó hasta la puerta y la cerró despacio.
            –Cuando vinimos hacia aquí nos sorprendieron unos bandidos. No eran muchos y terminaron huyendo en cuanto desenvainamos las espadas, pero uno llegó a herir a Horle en el hombro derecho –Self prefería omitir la parte de “sir” ya que los soldados del Cruce eran solo eso, soldados. Y si decía que ellos eran caballeros Melingar agregaría preguntas que prefería evitar. Aunque prefirió mantener los nombres falsos.
            –¿Bandidos? que raro… Siempre hay algún que otro ladronzuelo por ahí, pero un grupo de bandidos justo en el camino entre Dermathea y el Cruce es anormal, por ahí pasan solo soldados –agregó una sonrisa.
            –Y eso fue lo que encontraron –Self mantuvo un semblante sereno, parecía ser mejor mentiroso de lo que pensaba–. En fin ¿podéis ayudarme con él? –señaló al herido sobre la cama. 
            –Por favor –esbozó una sonrisa–, me ofendéis con la duda –Melingar se volvió hacia la puerta y abrió una rendija–. Ve hasta lo de Erico y traedlo enseguida, decidle que es urgente –murmulló a una de las chicas apoyadas en el barandal, la que inmediatamente se dirigió a cumplir las órdenes. Melingar volvió a cerrar la puerta–. Bien, sólo queda esperar; no os preocupéis, Erico vendrá rápido. Es un excelente curandero. 
            Self asintió.
            –Eso espero.
            –Lo es… ¿vuestro nombre era…?
            –Jerek, y él es Dean –contestó.
            –Es algo callado ¿no? –dijo Melingar haciendo alusión a Margawse, encapuchada y con la mirada siempre baja, sobre el suelo.
            –Sí, tiene un problema en la voz, no os molestéis en hablarle porque no os contestará –aclaró Self, esperanzado de que con esa explicación cutre se quedara tranquilo.
            –Mientras que no seáis eunucos… –lanzó una carcajada–. No hace falta que desperdiciéis la noche aquí encerrados. Venga, vallan a divertirse como su amigo, yo me encargaré del herido, Erico no tardará en llegar.
            Self miró de reojo el rostro encapuchado de Margawse y luego a Melingar.
            –Nos quedaremos con Horle, ya habrá otras noches…
            –Como queráis, como queráis… Pero no neguéis mi comida ni mi bebida, veréis que es la mejor. ¿No me diréis que no podéis comer porque aquél está herido no? –lanzó otra carcajada, aunque pareció bastante forzada–. No lo digáis, os haré traer las cosas aquí mismo.
            –Gracias mi señor, realmente está siendo muy amable –dijo Self.
            –Melingar, sólo Melingar, que no soy ningún señor –dijo al tiempo que salía del recinto, cerrando la puerta tras él.
            No pasó demasiado tiempo hasta que la puerta volvió  abrirse; pero esta vez no sólo entró Melingar, sino que vino acompañado por otra chica y un niño que traían bandejas con jarras de vino tinto, queso bien curado, pan fresco y unos trozos de carne hervida con puerros. Tras depositar la comida en la pequeña y única mesa disponible, Melingar despidió a los dos jóvenes.
            Comida caliente… ¿Hacía cúanto que no comían nada caliente? Aquello olía tan bien como sabía y comieron con gusto. Melingar compartió la  mesa con ellos por un rato, hasta que repentinamente se retiró.
            –Si me disculpáis debo seguir con mi negocio; además veré porque tarda tanto ese truhán de Erico ¡Ja! –fue lo último que dijo antes de irse. 
            Sin otra cosa más que hacer, terminaron  el resto de la comida; tampoco era demasiado abundante, pero fue lo suficiente como para satisfacerlos. Para ese entonces Tomas parecía dormido y ni Self ni Margawse tenían en claro cuánto tiempo habría pasado.
            –¿Confiáis en él? –susurró Margawse.
            –Creo que no tenemos opción. Además ha sido muy amable hasta ahora –respondió Self en un tono similar.
            –Hasta ahora… ¿No tendría que haber llegado ya ese curandero que tanto dice? –inquirió la joven.
            –Sí, pero no os preocupéis, debe de estar por llegar en cualquier momento. Y en serio, tranquilizaos, estamos armados y él es sólo un hombre gordo. No nos pasará nada –las últimas palabras no parecieron tranquilizar a la chica, que frunció el seño y sacudió la cabeza intranquila.
            –No se… Es como… “Demasiado” amable y confiado con nosotros… Y eso de no pedir nada a cambio…
            –Debe de tener algún arreglo con el Cruce Oriental; eso es lo de menos, creedme.
            –Sí, puede ser… Pero id a ver qué pasa, porqué tarda el curandero. No me gusta estar encerrada. 
            –Sí, tenéis razón. Ya vuelvo –Self se puso en pie rápidamente y se dirigió hasta la única puerta, dio un tirón de la manija pero esta no cedió. Volvió a intentar–. Maldición… –musitó.
            –¿Qué? ¿Qué pasa? –acotó Margawse.
            –Estamos encerrados.
Aquella era la única abertura de la pequeña habitación.  Margawse se levantó con presteza.
            –Os lo dije… Abridla Self, abridla como sea…
            –¡Eh! ¡Abrid! ¿Alguien me escucha? –Self no tuvo respuesta y dio un brusco puñetazo a la madera.
            Self se alejó un paso de la puerta; tomó la daga que colgaba de su cinto e intento forzar la puerta con ella. Introdujo la hoja entre la puerta y su marco, moviéndola de arriba abajo, con la ilusión de dar con algún pasador y quedar en libertad. De repente, un ruido… Alguien destrabó la puerta, pero no fue Self. Tan rápido como era posible dio un salto hacia atrás, arrojó su daga y lanzó la mano derecha hacia la empuñadura de su espada con la velocidad de un rayo, al tiempo que la puerta se abrió de par en par de una fuerte patada y un hombre de casi dos metros de estatura se abalanzaba contra Self. El joven caballero ya tenía su espada en la mano, pero también tenía la punta de la hoja de su enemigo reposada sobre su garganta. Ya no podía hacer nada.
            –Dejadla caer, no tenéis oportunidad –clamó Melingar, apareciendo detrás de la espalda del corpulento guardia que había abierto la puerta. Self soltó su arma–. Tu, ni lo intentéis, también dejadla en el suelo –señaló a Margawse, que para ese entonces tenía la mano sobre la empuñadura de su espada aun envainada–. Lentamente… –agregó. Margawse hizo lo que le decía.   
            Melingar se adentró hasta el centro de la habitación y tras él entraron cinco hombres más. Tres guardias corpulentos de ropas vastas, similares a las del que amenazaba a Self, y dos soldados ataviados con briales de Gore. Todos con las armas desenfundadas. Uno de los guardias tomó las espadas del suelo y otro se acercó hasta Margawse y se quedó a su lado, al tiempo que uno de los dos soldados miró fijamente a Self.
            –Vos, sois del cruce. Os vi ayer –dijo Self, al reconocer el rostro que lo observaba con atención.
            –¿Cómo era que os llamábais? –preguntó el hombre aludido.
            –Sir Jerek, fui ayer al Cruce a preguntar por el traidor ¿qué es todo esto? –tal vez fingir sorpresa fuese lo más conveniente.
            El hombre miró de reojo a Melingar.
            –Sí, así se ha presentado –confirmó el dueño del lugar.
            –Mis perdones sir. Un malentendido, eso es lo que es esto –el soldado enfundó su hoja y los demás presentes lo imitaron. Self quedó libre y tragó saliva, sin temor a cortarse.
            –Explicaos –clamó Self pidiendo su espada con un gesto de manos.
            –Permitidme –se adelantó a contestar Melingar–. Yo os contestaré a eso. Simplemente, al no reconoceros como soldados del Cruce, creí que podrías ser el traidor que buscaban –una débil sonrisa se dibujo en sus labios–. Como buen amigo del Cruce que soy, tengo cierta información, sólo la usé creyendo que hacía lo correcto. Así que…. Mis perdones. Pero debéis reconocer que todo hubiese sido más fácil si hubieseis empezado diciendo que erais los captores de aquel desertor… –para cuando terminó de hablar, Self y Margawse portaban nuevamente sus espadas largas.
            –Si el traidor hubiese estado bebiendo cerveza en una de vuestras mesas ¿qué creéis que haría si yo me hubiese presentado flamantemente como su cazador? –no sabía si aquello era una buena excusa o no, pero fue lo primero que se le pasó por la cabeza y, aparentemente, resultó. Melingar bajó la vista y la sonrisa se le esfumó de los labios.
            –Bueno, lo que pasó pasó. No vamos a hacer de esto más de lo que es. Melingar, librad al otro de sus hombres y seguid siendo tan buen anfitrión como antes, eh –dijo el otro soldado del Cruce, dándole una palmada en el hombro al dueño del lugar.
            <<Alexfre –pensó Self–. Claro, por eso quería tanto tenernos separados>>.
            –Con gusto. Y por cierto sir –se dirigió a Self–. Lo del curandero no era mentira alguna, lo he llamado y ya está abajo, ya mismo lo haré subir.  
            Self simplemente asintió con seriedad. Tanto los hombres de Melingar como los soldados del Cruce fueron saliendo de la habitación, de uno en uno, siendo el dueño de la taberna el último de ellos.
            –Con vuestro permiso –fue lo último que dijo antes de irse.
            Como había dicho, el curandero Erico no tardó en subir. Un anciano delgado de pómulos prominentes y mejillas hundidas, que inmediatamente se dirigió al lecho de Tomas. Al quitarle la cota de mallas y el resto de las prendas del torso se dio cuenta de que la herida no era reciente, como le había insinuado Melingar; todo lo contrario, llevaba en aquel hombro varios días. Pero no se dio cuenta de ello por ser curandero, en absoluto, cualquiera lo hubiese notado. No sólo por el color negruzco de la carne que rodeaba el corte, sino también por el penetrante hedor que emanaba.
            –¿Se pondrá bien? –fue lo primero que le preguntó Self. Sus propias esperanzas ya habían menguado y creía conocer la respuesta.
            –No sabría deciros con certeza. Primero debo limpiarle para ver su verdadero estado –contestó el anciano. 
            Sin perder más tiempo, el curandero hizo que subieran a la habitación varias jarras de agua caliente y varios paños y vendas limpias. Aquella noche pareció eterna. Margawse ya se había dormido, acurrucada en un rincón; pero Self siguió en vilo, observando al curandero en su quehacer. En un determinado momento Erico le pidió ayuda para que le sostuviera un embudo en la boca y así poder darle la leche de amapola. Dijo que a pesar de que estuviese inconsciente no quería arriesgarse, debía cocerle la herida y lo necesitaba lo más quieto posible. Tomas tragó el líquido, pero como ya estaba dormido desde antes no sabían cuando haría efecto realmente, así que esperaron unos minutos por las dudas.
            –Necesito más luz, acercadme esa vela a la herida –señaló el anciano a una de las tantas prendidas en el recinto.
            Self hizo caso inmediato y vio cómo Erico sacaba de entre sus ropas una vasta colección de agujas de hueso, clavadas sobre un pequeño trozo de tela negra y un rollito de hilo muy resistente hecho del pelo de las crines de un caballo, o por lo menos eso le dijo el curandero cundo preguntó. El anciano cosió la carne como un zapatero cose al cuero. Con paciencia y buen pulso terminó la tarea ante los ojos curiosos de Self, que a pesar de conocer aquella técnica de curación, jamás la había visto realizándose. Luego de ello Erico tomó una piedra pómez, bien redondeada en todos sus lados,  y un pequeño recipiente de madera, poniendo en este ultimo una gran variedad de hierbas secas que sacó de su bolso. Molió todo en pequeños trozos y luego mezcló con vino y otros líquidos más espesos que Self no supo distinguir.
            –Es “jugo de hiedra”, del Pantano Penumbroso –aclaró el hombre respecto a uno de los recipientes de color verdoso que tomó de su bolso. Pero Self no conocía  ni el jugo ni donde quedaba dicho pantano, así que fue lo mismo que nada.
            El anciano mezcló por largo rato hasta lograr un líquido grisáceo y espeso, de un olor bastante fuerte pero nada desagradable… Era como olor a “bosque”, a “naturaleza”. Esparció la mezcla sobre la herida y luego la cubrió con las vendas que le habían traído. Bien ajustadas.
            –Entonces… ¿Qué pasará? Porque la carne negra… –murmuró Self.
            –No se está pudriendo, no os preocupéis. Es sangre mal coagulada, como un moretón. Es muy común en los hombres de edad avanzada –Self sintió un profundo alivio al escuchar tales palabras.
            Tomas tenía cuarenta y ocho inviernos, pero bien podría tener más, su barba era más bien blanca jaspeada de negro que al revés. Tal vez no lo quería reconocer y decía menos edad… Todo podía ser.      
            –¿Y cuánto tiempo necesitará para recuperarse?
            –Eso depende, pueden ser quince o veinte días. Tal vez más. En una semana volveré a cambiarle las vendas y podré deciros con más certeza –le contestó el hábil conocedor del arte de la cura.
            <<Veinte días… Es mucho tiempo, no podemos esperarlo…>>
            Self le agradeció con plena sinceridad por su trabajo y Erico abandonó la sala llevándose el bolso con sus elementos de curandero. Ya solos, Self se arrinconó contra una de las paredes.
<<Solo me quedaré sentado, no me dormiré>>. Se engañaba a sí mismo, pero no podría hacer guardia toda la noche, su cuerpo le pedía a gritos descansar y, tarde o temprano, acabaría igual que sus compañeros: durmiéndose.
            Al cabo de un buen rato, ya con los ojos entrecerrados, se preguntó donde se habría metido Alexfre, pero aquello no le impediría conciliar el sueño. Sabía que estaría bien, si Melingar y compañía hubiesen querido hacerles algún daño ya lo hubiesen hecho. Probablemente se quedó con aquella chica… Sólo pensar en ello le hizo recordar a Dana, su princesa. Lo hubiera dado todo por dormir entre sus brazos… Con su imagen en la mente se rindió a la oscura noche y ésta lo envenenó con sueños que no recordaría al despertar.
            A la mañana siguiente despertó con un gran dolor, aunque sin tener las fuerzas para abrir los ojos. No importaba, su mente ya estaba despierta y tarde o temprano tendría que abrirlos, por más que se resistiese. Todos los huesos del cuerpo le dolían, pero en especial su pierna derecha.
<<¿Qué es eso…?>>. Sentía como un dolor punzante que aparecía y desaparecía en su muslo una y otra vez, molesto.
            –Vamos Self, levantaos. Ya va ser mediodía –la voz grave irrumpió en su tranquilidad y no tuvo otra alternativa que hacerle caso.
            –¿Mediodía? –muy tarde, durmieron demasiado, pero no le importaba. Lo necesitaba.
            –Sí. Vamos –clamó Alexrfre.
            –Esta bien, dejad de patearme…  –Self se levantó lentamente, apoyándose contra la pared y miro a su alrededor. Enfrente de él se encontraba Alexfre, y Margawse estaba sentada en la cama junto a Tomas –¿Dónde os habíais metido…?
            –¡Ja!, la muy zorra me dio vino con alguna sustancia para dormir –clamó Alexfre. No parecía enojado. Más bien parecía que le causaba gracia–. Lo último que recuerdo fue vaciarme la copa. Recién desperté hace unas horas; Margawse me contó todo lo de Melingar…  
            –No os quejéis, por lo menos dormisteis en una cama.
            Alexfre le hizo una mueca. Self se volvió hacia Margawse.
            –¿Cómo está? –haciendo alusión a Tomas.
            –Preguntádselo vos sir –le contestó la jovencita. Self no entendió.
            –Vamos, que aún no perdí el habla, podéis preguntarme cómo estoy –dijo Tomas no sin cierta dificultad, con la voz ronca, áspera. 
            –Veo que de maravilla –respondió Self, con una sonrisa en los labios. Le alegraba mucho ver a su compañero recuperado, o por lo menos mucho mejor que ayer. Se acercó hasta su lecho–. ¿Cómo os sentís?
            –Como si se me hubiera sentado un elefante encima… Se me parte la cabeza y no puedo mover el brazo. Además me arde como el culo de un viejo con hemorroides.
Margawse lo miró tan airada como sorprendida.
–Esas no son palabras de caballero…
–Mis perdones… No me di cuenta… No volverá a pasar, mi señora –respondió el veterano. Margawse asintió. Alexfre se esforzó por retener una carcajada, pero ella  no le hizo caso.
–Os arde porque os han puesto ungüentos curativos en la herida, evitarán que se infecte. El curandero parecía muy bueno en lo suyo, pronto estaréis como nuevo –le aclaró Self.
–Que los Tres os escuchen. ¿Os dijo cuándo podremos partir?
Self le mantuvo la mirada sin contestar, sopesando las palabras antes de largarlas. 
            –Dijo que estaréis bien en unos veinte días más o menos…
            –Es… es mucho tiempo –interrumpió Margawse.
            –Lo sé –le dijo Self, luego volvió a dirigirse a Tomas–. Amigo… tenemos que seguir. Sabéis que no podemos esperar tanto…
            Tomas permaneció pensativo unos instantes. Self pensó que reaccionaria mal, pero se equivocó rotundamente. El veterano sabía que no podían quedarse allí tanto tiempo, era muy riesgoso. Además un viejo herido no sería de gran utilidad. Era mejor así…
            –No os preocupéis… Yo también lo sé…
            –Os pondréis bien Tomas, sois un hombre fuerte y valiente –le dijo Margawse, posando una mano sobre su hombro vendado–. Ya veréis…
El veterano asintió.
Minutos después comenzaron a prepararse para partir. Self se encargó de hablar con Melingar, agradecerle su hospitalidad y pedirle que cuidara de su compañero hasta que se recuperase. Le ofreció tres monedas de plata, pero el dueño las rechazó de inmediato, alegando ofensa. Probablemente se sintiese culpable por lo de la noche anterior, o no, tal vez fuese así de amable siempre.
–¿Os puedo pedir un último favor? –inquirió Self
–Lo que queráis –no dudó en responder.
–Imagino que conoceréis la Cueva de los Condenados…
–Imagináis bien… Un lugar espantoso…
–Decidme, con sinceridad, ¿es posible que llegue hasta el otro lado?
Melingar se encogió de hombros.
–Como poder ser, puede. Se decía que en antaño servía para comerciar con los pueblos del Soria, pero si fue verdad… quién sabe, pero debió ser hace demasiado tiempo. Ya no se puede pasar al otro lado… Hay… hay algo ahí… La gente que entra no sale… Se escuchan gritos… espantosos. Igual ya no se arroja a nadie allí, el Consejo del pueblo eligió optar por la orca desde hace ya dos inviernos. Quién sabe, tal vez pensaban que alguno lograba escapar para el otro lado… Ahora esa cueva está tan desierta como los páramos del otro lado de las Montañas Infranqueables –Melingar frunció el seño–. ¿Por qué preguntáis? No pensareis en ir…
–Puede que el traidor lo vea como un buen camino para no ser atrapado… Sólo iremos a echar una ojeada…
–Tenéis razón, puede que esté tan desesperado que se meta allí solito –se echó a reír–. Sería lo mejor que podría hacer.
Self asintió.
Luego se dirigió a los caballos, les dio de comer y los ensilló. Margawse se encargó de reponer provisiones: recargar los odres, conseguir pan blando, tartas de avena, carne al salazón y demás. Alexfre permaneció encerrado, escribiendo. En su estancia en la Marca Norte había conseguido aprender a leer y escribir, aunque no tan bien como creía; pero ello no importaba, simplemente tenía que escribir algo sencillo, una carta a su hermana para tranquilizarla, por si le llegaban las noticias de que había desaparecido o de que estaba muerto. Estaba confiado de que Tomas se la podría dar cuando volviese a Herdenia, cuando estuviese recuperado. Efedra era lo único que tenía en el mundo; no podía permitir que sufriera. No más… ¿Qué pasaría si la situación fuese al revés, y sea él quien se enterase de que…? No, no quería ni siquiera pensar en ello. Debía prevenirla y ésta era la mejor oportunidad, Tomas le daría la carta, todo saldría bien…

La joven y sus dos escoltas partieron de Dermathea dos horas después, tomando el camino del “Látigo”; probablemente denominado así por su estreches. El sol brillaba con dificultad, oculto tras extensos rebaños de pequeñas nubes que moteaban el cielo de blanco y gris, moviéndose lentamente con viento sur. Con las panzas llenas y caballos descansados, emprendieron el viaje hacia las oscuras Cavernas de los Condenados; sobre la base de las Montañas Infranqueables, a unas veinte leguas del pequeño pueblo.
            “Están malditas, que ni se os ocurra meterse allí”. Además de Melingar, todos los habitantes a quienes preguntaron tenían una respuesta similar, pero también coincidían en que no había otro paso que no fuese el Cruce Occidental, así que tampoco tenían demasiadas opciones. Alexfre estaba tranquilo, confiado; pero un oscuro presentimiento sobrevolaba los pensamientos de Self constantemente. Margawse simplemente estaba resignada; si era el único camino, iría allí.
Probablemente llegasen al atardecer, cuando el sol ya se halle oculto tras el horizonte. Pero eso no importaba, era una cueva a la que se dirigían, la luz del sol no los iluminaría allí dentro, sea la hora que fuese. Por eso, además de las provisiones, llevaban seis teas de mano, dos cada uno, y un recipiente con brea por cabeza.
Desde que salieron de Dermathea se podía divisar las cumbres blanquecinas de las Montañas Infranqueables, una enorme franja celeste que se extendía a lo largo del horizonte. A cada paso las monstruosas acumulaciones de roca y nieve tomaban mayor detalle y altura, mientras el sol descendía lentamente al igual que su luz menguaba minuto a minuto. La tarde acaeció cuando la compañía ya había alcanzado la base de pinares de las montañas, tal como habían previsto.
–¡Allí, allí hay una gruta! –clamó Margawse, señalando con el brazo extendido una profunda hendidura en la masa rocosa.
El Látigo había llegado a su fin, debía ser allí.
Bajaron de sus monturas y se acercaron con cautela. No había rastro alguno que delatase presencia humana. Por allí no pasaba nadie desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Pero la tierra justo enfrente de la gruta, aún se mantenía dura y compacta, sin hierba y apenas interrumpida por brotes de yuyos. Por lo menos aquello podría significar que alguna vez, alguien pisaba con asiduidad aquel lugar… ¿Sería esta la Cueva de la Condenados? Sólo había una forma de averiguarlo. 
–Iré a mirar –se adelantó a decir Alexfre.
Untó una de sus teas en brea espesa y la encendió con un simple chasquido de su daga contra pedernal. Self y Margawse permanecieron afuera, con los caballos observando cómo la llama se hundía en la profunda oscuridad hasta desaparecer y, al cabo de unos minutos, la vieron renacer de la nada.
–Tiene que ser esta. Se extiende muchísimo, parece no tener fin –concluyó Alexfre.
De nada servían los caballos dentro de la cueva, así que cada uno tomó las alforjas de su montura y se la colgó al hombro. Con una simple palmada en los cuartos traseros, los caballos se perdieron al trote de regreso por el Látigo. La antorcha prendida bastaba y sobraba para los tres, así que simplemente se ubicaron uno a cada lado de Alexfre y avanzaron. Al cabo de recorrer unos metros se vieron obligados a cambiar posiciones, el joven de cabello oscuro se mantuvo delante, Margawse al medio y Self detrás. Las paredes de roca sólida se estrechaban más y más y en ocasiones debían incluso caminar con el cuerpo de lado.  
El frío y la humedad aumentaban a cada paso, espesa, casi palpable. Alexfre alzaba la antorcha en lo alto cada tanto para ver qué había sobre sus cabezas.
–No hay… –dijo la sexta vez que miró hacia arriba.
–¿Qué? –preguntó la chica.
–Murciélagos –se adelantó a contestar Self.
–Extraño ¿no? –continuó Alexfre.
–Que suerte… –murmuró Margawse, tan débilmente que creyó que sólo ella se oyó.  
–¿Creéis que se deba a algo? –inquirió Self.
Alexfre se encogió de hombros.
–No sé… Tal vez es casualidad… pero en una cueva tan profunda es raro que no haya…
            El camino se estrechaba y se ensanchaba constantemente. Margawse odiaba cada vez que tenían que pasar de lado contra la roca. A pesar de las capas de lana y cuero de sus ropas, sentía la gélida caricia de los muros sobre la piel y un escalofrió le recorría los huesos. El camino se volvía cada vez más irregular y sinuoso a cada metro recorrido, lejos de de ser una línea recta. ¿Y si estaban dando la vuelta?
Pronto comenzaron a ver pequeños orificios tan profundos como la luz de la antorcha permitía ver, perfectamente circulares, casi pulidos. Evidentemente no eran fruto de la naturaleza ¿Maquinaria tal vez?. Incluso se podrían haber metido agachados por uno de ellos y seguir un nuevo trayecto. Pero eso sólo significaba una cosa y era que si bien el camino que seguían no llegase al final de la montaña, podría ser cualquier otro… Self no quería comentarlo, pero la idea de perderse allí dentro comenzó a rondarle la cabeza, al comprobar que era algo bastante probable… Además comenzaba a faltarle el aire, le costaba respirar, y a los demás también; sentía como Margawse y Alexfre jadeaban débilmente…
–¿Cuántas leguas eran? –preguntó Self. De repente se sintió como un estúpido, de nada servía saber cuánto tenía de ancho la Cordillera infranqueable según los mapas, allí dentro, el camino podía dar tantas vueltas que podrían estar caminando hasta que sólo quedasen muñones en vez de pies...
–Unas veinticinco más o menos… según el mapa, claro. Pero eso aquí no vale ¿no? Sólo los Tres sabrán cuanto nos falta… –contestó Alexfre–. Si por lo menos el maldito camino fuese en línea recta…  
–¿Y… y si nos perdemos…? –al fin alguien lo dijo, la voz de Margawse sonaba débil y temerosa.
–No nos perderemos –tardó en contestar Alexfre ¿ lo creería en serio?
Siguieron caminado un buen tramo en sumo silencio, observando el entorno. Los caminos abiertos en la roca aumentaban según avanzaban, pero decidieron continuar por el mismo todo lo que les fuese posible. Sorpresivamente Alexfre se tambaleó, la llama que traía sobre su cabeza bailó y descendió abruptamente, casi tocando el suelo.
–Estoy bien, estoy bien. Tropecé –se apresuró a decir al sentir la mano de Margawse sobre su espalda.
–¿Seguro? ¿Una piedra? –preguntó Self.
–Sí… Es solo… –Mientras hablaba bajó la antorcha hacia el suelo–. ¡Rieles! O por lo menos restos de ellos. Mirad –terminó diciendo, apuntando con su mano libre lo que sus ojos veían.
–Increíble… Parece que esto era una mina antes… –acotó el caballero.
–Hace mucho, aparentemente –agregó la dama, quien no se equivocaba; los restos de vías estaban carcomidos y semienterrados.
–Por lo menos explica los huecos que estuvimos viendo –continuó Alexfre.
–Y que vamos por el buen camino –se escuchó con ánimo la voz de Self. 
Así lo supusieron y continuaron la marcha mucho más tranquilos, hasta que una decisión imprevista los obligó a detenerse. El camino no se cortaba, sino que se dividía ante ellos exactamente en tres más. Todos se miraron el rostro el uno al otro, apenas iluminados por las llamas vivaces de la antorcha. Alexfre notó cómo el brillo de los ojos de la joven se tragaban el reflejo de las llamas en su iris, creando un efecto bellísimo y de cierta forma… aterrador.
–¿Qué hacemos? –soltó Self.
–Podríamos dividirnos. Tenemos más antorchas y…
–No –interrumpió Margawse–. No nos separemos, no creo que sea buena idea… por favor, no lo hagáis…  
–Como quiera nuestra señora, pero perderemos mucho tiempo si vamos por el camino incorrecto… –dijo Self. Alexfre asintió.
–¿Por cuál vamos…? –inquirió Margawse dando por tomada la decisión. Ambos la miraron sin responder, Alexfre incluso se encogió de hombros. Ella había pedido no separarse, tal vez le correspondía también a ella elegir el camino… ¿pero y si se equivocaba?
“Siente las cosas, no las mires. Los sentidos del cuerpo son cinco, úsalos todos. Y si dudáis, usa el sentido del alma”. Aquello se lo decía su madre a menudo. Se sorprendió por acordarse de ello ¿o a caso se lo había susurrado su madre al oído? Cómo la extrañaba…
Iiiiiiiiiiaaaaaaaaaaiiiiihhhhhhhh
Los jóvenes se estremecieron ante el grito lejano. Alexfre giró sobre sí mismo velozmente, llevando la luz de la antorcha a todos los rincones que le fuera posible. Self tensó sus músculos y desenvainó inmediatamente; la hoja parecía tener vida con el reflejo de las llamas moviéndose.
–Un grito… –balbuceó débilmente Margawse al tiempo que se aferraba de las ropas de Alexfre.
Los tres volvieron a mirarse unos a otros, con los ojos abiertos como platos y sin siquiera parpadear. Aguardaron silencio y agudizaron el oído, esperando volver a escuchar… aquello. Pero sólo el jadeo de un respirar acelerado rompía con el profundo silencio.
            –No parecía muy… humano… –murmuró Alexfre, sin recibir respuesta de sus compañeros.
            Iiiiiiiiiiiiiaaaaaaaaaaaaaaaaaaaiiiihhhhhhhhhh
            El grito retumbó en los muros de roca mucho más audible que la vez anterior, más cercano, acompañado por una fuerte ráfaga de viento gélido de la bifurcación izquierda ante ellos. Las llamas de la tea se inclinaron y estiraron hasta desaparecer. La escasa luz se extinguió y la oscuridad inundó la cueva y cubrió sus ojos por completo.
            Iiiaaaiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiihhhhh
            Esta vez el grito agudo y penetrante les llegó desde atrás. Margawse escuchó cómo Alexfre lanzaba la tea hacia la oscuridad y el sonido de la hoja de su espada saliendo de la vaina de cuero endurecido.
            –¡A la derecha, a la derecha!
            La joven no supo quien lo dijo, al gritar las voces de sus escoltas se parecían demasiado, pero aquello no importaba, recordó mentalmente su posición y se abalanzó corriendo hacia el camino que creía era el de la derecha. Supo que era por allí al escuchar los pasos apresurados de Self y Alexfre tras ella. Pronto chocaron entre ellos y casi cayeron al suelo.
            –¡Vamos, vamos!
            Los gritos indescriptibles siguieron aturdiendo sus oídos, provenían de distintos lados y tapándose unos a otros. Sea lo que fuese ,aquello los estaba siguiendo, y de prisa.
            Continuaron corriendo a toda prisa, con los brazos extendidos hacia delante previniendo cualquier obstáculo. El camino se estrechó abruptamente y Margawse estrelló su brazo derecho contra la roca, que le cerraba el paso. Gritó del dolor  y cayó al suelo.
            –¡Qué pasa, qué pasa! –gritó alguno de los jóvenes, pero antes de recibir respuesta, ambos tropezaron con ella y también dieron de lleno contra el suelo.
            Iiiiiaaaaiiihhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh
            El chillido seguía sonando inconstante y aterrador.
            –¡Arriba, vamos, vamos!
            Todos se pusieron de pie y continuaron más despacio, tanteando las paredes… pronto los alcanzarían… Lo sabían. Margawse comenzó a llorar, el dolor del brazo era punzante e incesante y la desesperación comenzó a invadirla. Siguieron avanzando y tropezando, raspándose y chocando contra las rocas una y otra vez. No tenían oportunidad…
            <<Luz, necesitamos luz. Yo puedo… Yo debo.>>
            La joven comenzó a murmurar entre sollozos, las palabras de idiomas antiguos eran aun más confusas entre lágrimas. Self era quien la llevaba casi a rastras por el brazo y pensó que estaba delirando, pero aquél no era momento para preguntar; sólo correr… a donde sea.
            –Erekai meyra ten, erekai meyra ten… ¡Erekai meyra ten! ¡Erekai…! –Margawse repitió las palabras cada vez más fuertes, hasta precipitarse nuevamente contra el suelo. Instintivamente extendió las manos, pero al chocar un dolor extremo le recorrió el brazo derecho y volvió a gritar. Self trató de levantarla del suelo, pero antes de poder hacerlo sintió un hedor tibio que le recorría la nuca, como una caricia de la mismísima muerte. Sea lo que fuese que los seguía, ya había llegado a ellos.
            –¡Vamos, ven, ven! –gritó Alexfre tan sólo unos pasos atrás, agitando la espada a diestra y siniestra, sin conseguir asestarle a nada que no fuese la roca de los muros.
             –Corre… ¡Corre! –le gritó Self a la joven rendida en el suelo. Margawse no se movía, sólo continuaba llorando–. ¡Ahora!
            <<No puedo rendirme ahora, no puede ser el fin… Se lo prometí…>>
            Iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiaaaaaaaaaaaaaaaaaaaggggggggggghhhhhhhhhhhhhhh
            –¡Aaaaaahhhhhhhhhhhhhhh!
La voz de Alexfre se apagó en la oscuridad, al igual que sus estocadas. La pesada espada de acero cayó contra el suelo. De repente escuchó cómo Self abandonaba  su lado para abalanzarse sobre aquello. Otro grito, más estocadas. No podía ver nada, solamente oír. Por su madre… Por ellos. No podía morir allí. Margawse se volvió con prisa y continuó corriendo en la oscuridad. Las estocadas y los gritos de Self se fueron apagando, mezclándose con los chillidos desaforados de aquellas cosas…
Pronto parecieron sólo un eco de una pesadilla lejana. Corrió, corrió y corrió sin parar. Se raspó, tropezó y cayó varias veces, pero todas se volvió a poner en pie para seguir corriendo… Pero el túnel que atravesaba se encogió repentinamente y dio la frente de lleno contra la piedra sólida, esta vez no se volvió a levantar.  


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