domingo, 28 de agosto de 2011

3º Parte - Capítulo 13

–XIII–

La piel de su mentón perfectamente afeitado era áspera, rasposa, de un gris claro que delimitaba con precisión donde crecía el bello y donde no en su rostro cuadrado, siempre severo… En otra oportunidad podría haberse jactado también de tener una piel sin marcas, sin cicatrices del acero o picada de viruelas; pero aquella mañana los dedos que acariciaban su barbilla se detenían en los pequeños surcos sanguinolentos, aún frescos, que le habían dejado las uñas de su hermana. Las yemas delimitaban una y otra vez la herida, allí donde la piel desgarrada había dejado carne al rojo que ahora se había puesto rígida y oscura. En una semana no tendría rastros de ella, pero ahora… ahora no podía dejar de pensar en otra cosa…
            –¿Por qué? ¿Por qué lo hicisteis? –le había requerido su hermana ayer por la noche, cuando irrumpió en su despacho mientras él leía unos documentos.
            –No te incumbe –respondió tajante.
            –¡Claro que me incumbe! Yo te pedí caballeros de la Guardia para que escoltaran a la sacerdotisa y luego mandáis apresar a uno. ¡En plena misión!
            –Me enteré después de las razones –mintió–. ¡Y basta, no cuestionéis mis decisiones!
            –¡¿De qué, de qué te enterasteis?! –lo siguió increpando Dana–. Sir Self siempre ha sido muy leal a la familia, por eso está donde está. Me salva la vida y vos le queréis pagar cortándole la cabeza.
            –¡Que ya basta, no tengo porque decirte nada! Si queréis enteraros de algo, presenciad el juicio como todos los demás.
            <<Qué insolente… Todavía se atreve a defenderlo…>> Pensó airado.
            –Decidme… Es sólo un caballero más ¿Qué hizo para ganarse tu odio?
Las palabras salían de los labios de la dama severas y cortantes, pero su mirada no denotaba enfado, todo lo contrario, tenía los ojos tan brillosos que parecía a punto de largarse a llorar. Dana siempre había sabido esconder sus sentimientos tras su regio semblante…. Siempre distante, sereno, inquebrantable. En eso se parecía mucho a él. Podría haber logrado engañarlos a todos, incluso a su padre, pero no a él, era su hermana y veía a través de su mirada como si leyera un libro abierto. Pero ahora… ahora no hacía falta leer nada, sus ojos escupían la verdad a gritos ¿A caso Octavio necesitaba más pruebas?
            –Si fuese un caballero más no estarías aquí pidiendo por él… –le respondió, tenia los dientes tan apretados que le costaba pronunciar las palabras–. Lo que hago es por tu bien ¿No te dais cuenta? ¡Por tu bien!.
            –¿Por mi bien? ¿Qué tengo que ver yo en esto? ¡Estáis loco!
            Octavio no soportaba las mentiras, y ya había soportado demasiadas.
            –¡Callaos! ¡No voy a permitir que mancheis el honor de la casa Linere acostándote con cualquiera!
            La reacción de su hermana había sido demasiado rápida, no la vio venir. Si lo hubiera hecho no se estaría acariciando la cicatriz del mentón… Incluso le dolía más al recordarlo.
Sin decir nada, Dana se volvió y abandonó la habitación casi corriendo… Pero no necesitaba decir nada, él ya tenía suficientes confirmaciones… Aquella muchacha no le había mentido ¿Cómo era que se llamaba? No importa… ya lo recordaría. Lo que le preocupaba era cómo se había enterado su hermana… No podía creer que fuese ella la que le dijera. Las doncellas personales pueden llegar a tener información muy valiosa, pero no son famosas por su inteligencia, pero por ahora era la única causa posible… 
            –Padre, se os va a enfriar el té. ¿Estáis prestando atención no? –dijo la pequeña Ofelia al otro lado de la mesa.
            –Si cariño, claro –Octavio volvió de sus pensamientos y tomó la taza de porcelana, se la llevó a la boca e hizo como que daba un sorbo a su contenido imaginario.
            A pesar de sus ocho años Ofelia era muy inteligente, ya tomaba clases de lectura y pronto sabría leer y escribir tan bien como él. También se llevaba bien con los números y le gustaba memorizar las canciones de los bardos. Ella era su máximo orgullo…
Aquella mañana su hija le había pedido que juegue con ella “al té”; él le había sugerido que tal vez la tarde sería un horario más adecuado pero no logro convencerla, ya tenía la mesa preparada con un juego de cuatro tazas de porcelana y otros dos acompañantes ya estaban acomodados esperando comenzar: un caballo de madera perfectamente tallado y lijado, pintado de celeste, y una muñeca de trapo que vestía un diminuto vestido de lino que incluso tenia bordados los bordes. Ofelia no tenía muchos amigos, así que Octavio no solía negarse a jugar con ella, además era su hija, le gustaba pasar tiempo a su lado. Su herida fue el primer tema de conversación, le dijo que se había cortado al afeitar, aquello pareció tranquilizarla. ¿Qué otra cosa le podía decir? Detestaba las mentiras, pero la verdad era demasiado amarga e incomprensible para una niña, a veces para él también…
Ofelia también se llevó la taza a la boca y luego de bajarla con delicadeza miró a la muñeca de trapo.
–¿Más té Igrit? –la muñeca de trapo no le respondió, claro, pero Ofelia igual hizo que servía té en su taza. 
La puerta de la sala se abrió. Octavio se hubiese enfadado con cualquiera que entrara sin golpear, a excepción de su señora esposa, quien tras unos cuantos pasos llegó a su lado. Sus facciones nunca fueron atractivas, pero tampoco eran lo contrario. Su rostro era más bien delgado, de pómulos muy marcados que hacían parecer a sus mejillas hundidas, y su boca era pequeña y de labios finos. Sus ojos verdes hacían juego con los pendientes de esmeraldas y su vestido color tinto con su larga cabellera.
–Mi señor, debo hablaros –dijo con seriedad.
–¡Madre! ¿Queréis acompañarnos en la mesa? Os traeré otra taza –se apresuró a decir Ofelia,  con una amplia sonrisa en el rostro.
–No hija, debo hablar con vuestro señor padre a solas.
–¿Debo irme?
–Sí linda, luego vuelves –le respondió Octavio.
–Pero me quiero quedar, ya soy grande –insistió la pequeña.
–No, no lo eres, cuando seas grande estarás en charlas de grandes, ahora vete a pasear un poco con Owen –la voz de Octavio era fuerte y grave, pero cuando se dirigía a Ofelia inconscientemente se esforzaba por que pareciera más dulce.
Sir Owen Wood era su escudo juramentado y siempre andaba cerca de su hija, en esos momentos estaba en la habitación contigua. Era un buen caballero, aunque ya estaba algo viejo.  
–Con vuestro permiso –dijo Ofelia.
Rendida pero sin olvidar sus modales, se levantó con cuidado y abandonó la sala con pasos cortos. Cuando tenía tres años había caído de unas escaleras y se rompió la rodilla derecha. El curandero del castillo la curó lo mejor que pudo, pero la niña quedo con una marcada cojera; incluso parecía tener la pierna derecha unos centímetros más corta que la otra, lo que provocaba que tambaleara el cuerpo al caminar.  Ya no podía trotar ni mucho menos correr, pero igual era una pequeña inteligente y hermosa. Se parecía a ambos, tenía el rostro cuadrado de su padre pero los ojos y el pelo de su madre.
–¿Y esa marca? –le preguntó Margaret ya a solas.
Su marido no le respondió de inmediato, primero pensó la respuesta unos instantes con la vista baja, como si tuviera que elegir demasiadas palabras para ello, pero la respuesta era muy simple…
–Fue mi hermana –justo antes de decirlo alzó la vista hacia Margaret. Por las noches Octavio solía quedarse despierto hasta muy tarde, analizando documentos sobre los que destacaban antiguos tratados limítrofes e informes de guerra. A pesar de que su padre consideraba que la guerra contra Thira había llegado a su fin, él estaba totalmente seguro de lo contrario, acababa de comenzar, además una nueva pieza se unía al tablero…: la Tierra Mágica ¿Acaso sólo él se daba cuenta de ello? Como la noche anterior había tenido el altercado con Dana, había perdido todo rastro de sueño y se mantuvo toda la noche despierto. Su señora esposa recién lo veía–. Se enteró lo de la orden de arresto hacia aquel caballero.  
–La muy zorra… –La respuesta de Margaret fue casi un murmullo, pero lo suficientemente audible para enfadarlo.
–¡No! No la llaméis así. Más allá de sus acciones sigue siendo mi hermana y la princesa de Gore –sí, se había equivocado, pero no era su esposa la que debía juzgarla por ello, sólo su familia, sólo su sangre puede.
–Sé muy bien quién es y lo que os puede hacer –Margaret se acercó hasta él y le acarició una mejilla–. Amor, es vuestra hermana mayor… –continuó acariciándolo–. Si se llegara a casar y tener hijos…
<<Se casó –pensó Octavio, pero no hacía falta decirlo, cuanto menos gente lo supiera mejor…–. Ya me encargué de ello.>>
–Si llegara a tener un hijo varón de un matrimonio legítimo estaría antes que yo en la sucesión al trono –Octavio le apartó la mano con delicadeza y firmeza a la vez–.  Conozco muy bien las leyes de herencia y sucesión, no me las tenéis que repetir todo el tiempo… Además ya me encargué de aquel caballero.
–Lo sé, has hecho lo mejor. Nunca dudéis de ello.
Cuando Octavio se enteró del compromiso secreto quiso arrestar al caballero de la Guardia Real de inmediato, pero pensándolo con más detenimiento podía resultar peligroso… Dana podría recurrir a la piedad de su padre y Alfer era un hombre de carácter muy débil, tanto que hasta hubiese aceptado el matrimonio… No, no podía permitirlo… Debía librarse de aquel caballero para siempre. Paradójicamente fue su hermana quien le sirvió en bandeja la mejor de las oportunidades. Al sacarlo de la ciudad podía actuar más libremente… Tenía que matarlo y sir Jerek era la persona ideal para ello, acataba al pie de la letra todas sus órdenes, sin importar que se le pidiese. Ir tras el caballero y arrestarlo era sólo una escusa. Si aceptaba volver a la ciudad lo matarían en el camino, cuando tuviese la guardia baja. Pero si se negaba a volver… Mejor aún, ya no necesitaría excusas para matarlo; sir Jerek podría hacerlo abiertamente.
–Sir Jerek ya debería haber vuelto…
–Volverá amor, no os preocupéis –Margaret le tomó de la mano, guardó silencio un instante y continuó–. Deberías obligar a Dana a volver ahora, a Ishk, allí es donde debe estar. Incluso podríais haberla enviado con la otra sacerdotisa que vino.
–Ya se irá, quiere estar con mi padre hasta su ultimo día. Luego se irá, lo sé… –dijo con amargura. El estado de salud del rey Alfer III se había puesto muy delicado en poco tiempo y fue el mismo Octavio quien le avisó a su hermana de ello, para pedirle que abandonara momentáneamente su servicio a los dioses y pudiese estar junto a su padre en el final de sus días. El rey no había mejorado desde entonces, pero tampoco había empeorado dilatando su agonía día tras día. Ya casi un año desde que Dana regresó.  
<<Tendría que haber tomado los votos como sacerdotisa antes de venir… –dijo Octavio para sí mismo.>>
En el Templo de Ishk los votos se pronunciaban el ultimo día del décimo año de convivencia con la orden del sacerdocio. Muchas mujeres de noble cuna enviaban a una hija al templo ni bien esta cumplía su primer año de vida. A los once ya podía ser sacerdotisa. Pero su hermana había decidido tomar ese camino muy tarde… Hace ocho años… cuando la madre de ambos falleció…
–Eso espero, es lo que debe ser –pronunció su esposa con seriedad.
–Me imagino que habéis venido para decirme otra cosa –le dijo el príncipe tras una breve pausa en silencio–. Os escucho.
Margaret se libró de su mano con suavidad y comenzó a dar círculos alrededor de la mesa de té de su hija.
–Sí, malas noticias –hizo una pausa, pero su esposo no la interrumpió–. Recién llegó un cuervo de la Tierra Mágica. El consejero que envían ya salió hacia acá, llegará en tan sólo unos días.
Margaret escudriñó la mirada de su señor esposo, buscando algún tipo de reacción; pero ésta nunca llegó. Si aquella noticia le importaba como creía, él no se lo demostró con su rostro.
–¿El rey ya lo sabe?
–Sí, estaba con él cuando recibió la noticia. El muy necio quiere empezar los preparativos de inmediato, para recibirlo con los brazos abiertos –respondió la mujer de larga y ondulada cabellera caoba. 
–Era de esperar… –Octavio detestaba que su esposa utilizara términos despectivos al referirse al resto de su familia, generalmente se lo recriminaba, pero en aquel momento la resignación que sentía por aquella noticia le quitó las ganas hasta de enfadarse–. ¿Qué más decía?
–Sólo eso.
–¿Algo nuevo sobre los Rojos?
–No, el nuevo Gran Maestre sigue abultando su nueva orden militar con mercenarios de segunda –dijo Margaret.
Su mujer no era una dama de alta cuna corriente, que sólo servía para engendrar hijos y tejer bufandas. Estaba tan interesada en el escenario político como él, y siempre daba su consejo a quien deseaba escucharlo. Todos los que la conocieron decían que sabía más cosas de las que debería. Octavio aprendió rápido que se había casado con una mujer de inteligencia filosa. Confiaba en ella más que en nadie, era la única que lo entendía, pero a veces la duda lo corrompía: jamás sabría si lo ayudaba por amor, deber o interés, o incluso las tres…
<<Jamás empuñéis un arma si no pensáis usarla. ¿Sabrá el nuevo Maestre aquella regla? –caviló el príncipe.>>
El peligro que representaba Tierra mágica era obvio… ¿Tan difícil era hacérselo entender a su padre?
Una pausa repentina separó a ambos; Margaret se sintió obligada a romperla.
–Debéis hablar con vuestro padre, tenéis que convencerlo de que rechace a ese consejero…
–El rey sabe muy bien lo que pienso.
–Entonces parece que no le importa –clamó Margaret con triste razón.
Octavio había hablado con su padre decenas de veces respecto de la Tierra Mágica, pero sus posiciones eran demasiado opuestas… Aunque lo intentara devuelta, el resultado sería el mismo una y otra vez.
–Tarde o temprano verá que tengo razón…
–Octavio, sabéis de sobra que será “tarde”, para entonces el reino ya será un anexo de esos viejos y sus hechizos –hizo una pausa, pero su señor esposo no la uso para replicar, tenía la mirada ida y su mandíbula iba de un lado al otro, estaba rechinando los dientes–. Amor –continuó Margaret–, sabéis que en Thira gobierna el sobrino de Dagobert, sólo tiene doce años. El Gran Maestre lo dominará como los dedos de su propia mano. Si dejáis que tu padre acepte al consejero, cuando gobiernes tu reino será un hazme reír tan grande como el de aquel mocoso –Margaret sabía que se había extralimitado, pero no dejaría en paz a su marido hasta quitarle alguna reacción. A veces la enfurecía verlo tan pensativo, parecía que ni siquiera la estaba escuchando.
–Cuando gobierne no tendré doce –Octavio se volvió y la miró con fijeza, pero sin permitir que ninguna expresión irrumpa en su semblante de piedra.
–Aún más patético si no hacéis algo para libraros de ese consejero.
A veces Octavio se veía invadido por una ira incomprensible que le hacía hervir la sangre que le corría por las venas. Esta era una de ellas y sólo había dos formas para conseguir calmarse.
–Vete –el brillo de su mirada cambió repentinamente; su mujer lo percibió y abandonó la habitación de inmediato. Sabía lo que le esperaba si no lo hacía. Octavio, ya solo, cerró el puño con fuerza.       


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