domingo, 7 de agosto de 2011

3º Parte - Capítulo 10

–X–

La pluma se hundió en el tintero repetidas veces hasta que su punta quedó totalmente teñida de un negro brillante. Luego, la mano que la portaba la llevó hasta un pergamino extendido, totalmente en blanco. Sin titubeos empezó a trazar letra tras letra, palabra tras palabra. La mano de Dawrt era delgada, de piel pálida y manchada de pequeñas motas marrones que dejaba entrever la forma de los huesos que cubría, casi sin carne de por medio. Pero su pulso seguía siendo tan firme y orgulloso como él.
Sobre su dedo índice lucía el deslumbrante anillo de la maestría de la Tierra Mágica, plata labrada con el diseño de un diminuto pentagrama con un ópalo aun más pequeño, que encajaba justo en el centro. A pesar de que la plata era pulida y lustrada periódicamente, ya no lucia el brillo plateado de antaño. El anillo estaba tan gris como un cielo nublado. Lo llevaba en su dedo desde que se había declarado maestre interino, por lo que tal titulo le daba el derecho a usarlo; pero muchos aun miraban su mano con recelo y silencio desaprobador. Él lo sabia pero no le importaba en lo más mínimo, le correspondía y punto.
            La puerta sonó.
            <<Maldición>>.
La punta de la pluma se inclinó demasiado, dejando un pequeño manchón incorregible.
            –¡Adelante! –clamó, al tiempo que arrojaba frustrado la pluma dañada hacia la otra punta de su escritorio.
            Un hombre de treinta y tantos entró en la habitación del maestre interino, ataviado con jubón y polainas de cuero; cubriéndose la espalda con una capa de de lana de buena calidad, teñida de rojo sangre. Se acercó hasta el escritorio ubicado en el centro del recinto y se inclinó en una solemne reverencia hacia Dawrt.   
            –Mi señor, aún no hay rastros del consejero Edorias, el ala este está limpia y ya vamos tres cuartas secciones del ala norte, tampoco hay indicios alentadores –clamó con voz firme e imparcial, como si no le importaran en absoluto las palabras que salían de sus labios.  
            Sir Matheo de la casa Oak era el segundo hijo de lord Oak, señor de las tierras del Toro; no demasiado vastas, pero con una fortaleza de dimensiones considerables y un pueblo leal, que no solía retrasarse en el pago de tributos. Un próspero dominio que sir Matheo jamás tendría; era el segundo y cuarto en la línea de sucesión, desde que su hermano se casó, dos años atrás y tuvo dos hijos varones. A menos que los Tres se llevaran a toda su familia, tendría que ganarse el honor por otros medios. Cuando Dawrt le ofreció ser el comandante de un nuevo ejército a servicio de la protección de la Tierra Mágica, aceptó gustoso. Tenía fama de leal y severo, aunque nadie hacía eco de su inteligencia: justo lo que Dawrt necesitaba. Y ahí estaba, luciendo con orgullo la capa de lana roja, sujetada al cuello con un broche de plata en forma de pentagrama, que distinguía a los soldados del “Puño del Saber”; nombre que se escuchaba de boca en boca cada vez que alguien se refería a dicho ejercito. Más allá de que Dawrt no lo hubiese elegido, nunca se opuso a su uso; le gustaba como sonaba, era “su puño”.
            Desde que Edorias había desaparecido, Dawrt ordenó al aún incipiente y en formación Puño del Saber, que registrasen el palacio por completo hasta dar con él y que el propio sir Matheo Oak le informase sobre la búsqueda cada mañana. Hasta ahora los informes eran todos iguales.
            –¿Aquél pupilo que tenía sigue sin decir nada útil? –preguntó Dawrt.
            –No mi señor, afirma que ni siquiera lo oyó salir de la habitación –respondió Matheo. Domike, el chiquillo pupilo de Edorias, había sido interrogado varias veces; pero insistía en que la última vez que lo vio se encontraba leyendo en su escritorio y que a la mañana siguiente, al despertar, simplemente no estaba allí.
            Dawrt bajó la vista, pensativo. Hasta entonces había tratado la situación dentro de un círculo cerrado, los consejeros de la Tierra Mágica y los hombres del Puño, pero los rumores corrían rápido y no faltaría demasiado para que todos los habitantes del palacio se enterasen de que la razón del cierre de las puertas se debía a la desaparición de uno de sus más queridos consejeros y no simplemente una medida preventiva. No tenía sentido seguir ocultándolo, además tarde o temprano tendría que interrogarlos, a todos.
            <<Mejor temprano>>.
            –Entonces interrogad al resto, a todos los que habiten el palacio –clamó el maestre interino–. Y reforzad la seguridad en todas las secciones. Llenad de capas rojas el palacio, si es necesario.
            –Si mi señor. Con su permiso –terminó diciendo sir Matheo, con otra reverencia. Dio la media vuelta y salió de la habitación.
            Nuevamente el recinto estaba vacío, a excepción de Dawrt y sus estanterías repletas de libros viejos y polvorientos. Pero el breve lapso de silencio y soledad llegó rápidamente a su fin en cuanto una pequeña portezuela, detrás del escritorio, se abrió lentamente. Dawrt ni siquiera se volteó a ver, sabía quién era.
            –Así que Edorias sigue sin aparecer… –musitó una voz detrás de las espaldas del maestre interino. Una voz grave, pero débil.  
            –Tal como habéis escuchado –fue la respuesta.
            –Meroveo hizo bien su tarea.
            –Así parece.
            El visitante avanzó lentamente, sus pies apenas sacaban algún sonido del suelo donde pisaba. Rodeó el escritorio de viejo roble y se detuvo justo delante de Dawrt, quien lo aguardaba con su mirada serena. Pero no había mucho que ver, parecía más bien una sombra que una persona. Totalmente cubierto por una larga túnica grisácea con amplia capucha, escondía sus rasgos bajo las sombras.
            –Es un buen chico –dijo el encapuchado–. Por cierto, muy hábil al reclamar una mayor seguridad…
            –¿Por…?
            –¿Por qué? Por que llenar el palacio de un centenar de soldados es tener un centenar de pares de orejas atentas a vuestro servicio. Una detrás de la puerta de cada habitante si fuese necesario. ¿No?
            <<Si, sobre todo una detrás de cada consejero>>.
            –La verdad que si no me lo decíais no lo hubiese visto de esa forma, querido
Agharol –una sutil sonrisa recorrió los finos labios de Dawrt.
            –El Puño parece ser una mejor idea de lo que pensaba…
            –Mi Puño será más útil aún, os lo aseguro –clamó el maestre interino con una expresión de satisfacción en el rostro.
            –¿Mi? –a pesar de que escondía la mirada bajo los pliegues y sombras de la extensa capucha, Dawrt sintió como la mirada de Agharol se fijaba sobre la suya–. Me gusta más como suena “nuestro”…
            –Si, claro –se limitó a contestar.
            –…Y… ¿Ya tenéis pensado quién va a reemplazar a Edorias en el consejo? –inquirió Agharol.
            –No, pero tenéis razón, ya sería tiempo de elegir otro… No puede haber nunca menos de seis, por lo menos por ahora…
            –Es una excelente oportunidad para elegir a alguien de confianza, no la podemos desperdiciar.
            –Lo sé.
            –Sé que es muy joven para el cargo… Pero parece tener un futuro prometedor, ya os ha demostrado su lealtad sin miramientos…
            –¿Meroveo?
            –Quién más –confirmó el encapuchado.
Dawrt negó con la cabeza.
            –Vos lo dijisteis… Está muy verde, y lo que ha demostrado no fue su lealtad, sino su ambición. Sólo tiene hambre de poder.
            Agharol sonrió asintiendo.
            –Alimentadlo y tendréis un fiel perro a vuestros pies.
–No sé… –dudó Dawrt.
–Aprovechad la oportunidad, entrenadlo, moldeadlo a vuestro gusto. No os defraudará –dijo el encapuchado convencido, pero sus palabras eran demasiado dulces y los oídos del maestre interino se terminaron por empalagar…
            –¿Y por qué tanto interés en él? ¿Acaso no tenemos otro que por lo menos de con la edad?
            –Como haber, siempre hay mi querido amigo – Agharol obvió responder a la primera pregunta–. Pero esta es una oportunidad que no hay que desperdiciar, no podemos errar en la elección. Lo sabéis.
            Dawrt se quedo mirándolo con fijeza, pensativo. Tenía razón. 


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