martes, 22 de marzo de 2011

1º Parte - Capítulo 12

-XII-

La noche ya estaba cubriendo los caminos del reino de Thira cundo un centinela, ubicado en lo alto del muro exterior de la fortaleza Khoriet, divisó a lo lejos un caballero andante que se acercaba a galope veloz en aquella dirección.
            El jinete continuó hasta la poterna del castillo y detuvo su caballo a un metro de la misma con un fuerte tirón de sus correas. El hombre sobre el negro animal  aparentaba ser bastante joven, aunque la luz no era la suficiente como para disipar con claridad las marcas de su rostro. Este vestía ropas de cuero modestas, sólo el collar sobre su chaleco podría disentir aquella cualidad; reluciente a la débil luz de las antorchas colocadas en los laterales de la poterna, la cual permaneció cerrada por una fuerte reja de hierro incrustada en el suelo.
            –Abrid la puerta –clamó el jinete con vos fuerte y segura.
            Esperó unos segundos sin recibir respuesta, por lo que volvió a intentar con fuerza.
            –¿Quién lo pide? –se escuchó detrás de la gruesa reja.
            El hombre sobre el caballo miró a través de los barrotes pero no llegó a ver ninguna figura, igualmente contestó.
            –Soy emisario de la Tierra Mágica y he venido para hablar en persona con el rey Dagobert I, por requerimiento de la gran maestre Martinique.
            –¿Qué pruebas tengo yo de ello? –replicó la misma voz, que siguió sin debelar su figura.
            El jinete, inmediatamente después de escuchar sus palabras, bajó de su montura y se acercó aún más a la verja; en donde la luz de las antorchas dejaron ver una reluciente espada envainada en uno de los costados de su cinto. El supuesto mensajero comenzó a levantar su mano enguantada cerca de la empuñadura, por lo que logró alterar a uno de los vigías que lo observaba. Igual no había porque preocuparse; el emisario estaba del otro lado del muro y ningún peligro podría causar desde allí.
            El destino del movimiento de la mano derecha del mensajero, fue tomar de entre sus ropas una carta de papel, sellada con cera amorronada. Unos instantes después de mantener el documento en manos, el jinete pudo observar como una figura de un hombre se acercaba desde el otro lado de la poterna, hasta pararse frente a él. La llama de las antorchas develaron un rostro viejo y cansado, con un cuerpo acorde cubierto por una túnica roja bastante gastada con el símbolo de la familia real de Thira grabado en el centro: una espada amarillenta con el filo hacia abajo y el mango en alto.
            Sin decir ni una palabra, el hombre recién aparecido estiró su brazo atravesando  los huecos de los barrotes que lo separaban del mensajero y, con un gesto de sus dedos, pidió que le diera el documento. Éste lo hizo con presteza, depositándolo en su palma. Inmediatamente el soldado retiró su brazo y, ya de su lado de la poterna, lo llevo cerca de la luz de las llamas para analizar el sello que traía. Era un pentagrama, emblema de la Tierra Mágica.
            Sin parecer reconocerlo, o por lo menos eso le pareció al emisario, se lo llevó a las penumbras de donde había aparecido. Dejando nuevamente a solas al mensajero, que permaneció largo rato sin ni siquiera mover un músculo.
            Probablemente se lo había llevado  a alguien responsable en tales asuntos; al jefe de la guardia nocturna o directamente a alguien que sepa leer. Estas ideas y otras tantas rondaban los pensamientos del emisario, que continuó esperando bajo la luz de las antorchas.
            De repente comenzó a escucharse el crujir de los gruesos barrotes de la poterna que empezaron a despegarse lentamente de las rocas del suelo. Inmediatamente el mensajero tomó distancia, esperando que la verja termine de levantarse. En cuanto lo hizo, no dudó en adentrarse en las penumbras de aquella fortaleza, acompañado de su fiel caballo.
            Aunque mantenía un paso firme y seguro, estaba algo temeroso, ya que no sabía cuál sería el efecto de su visita. Se decía que el rey Dagobert I no era muy amigable, y menos lo sería en una situación tan conflictiva como era el caso.
            Ya dentro, pudo divisar varios ojos pertenecientes a la guardia nocturna, que no lo dejaban de hostigar. Luego de haber dado unos cuantos pasos, uno de los hombres se le acercó reclamándole las riendas del caballo, las cuales cedió sin demoras. Más adelante se encontró ante un gran muro de piedra cruzado por una escalera del mismo material. En la misma, vio a un hombre bajar. Poco después terminó en frente suyo y dijo con voz cordial:
            –Bienvenido –esbozó el sujeto, mientras le estrechaba la mano al mensajero–. ¿Así que nos traéis noticias de la Tierra Mágica?
            –Así es –contestó el emisario, suponiendo que aquel hombre que lo había recibido, pese a vestir igual que el hombre de la poterna, era el mismo que leyó su carta de presentación–. En realidad es un mensaje del cual necesito llevarme conmigo una respuesta. Por eso es que preciso ver en persona al rey,  para escuchar sus propias palabras y las de nadie más –continuó.
            –Entiendo; el rey ya ha sido avisado con presteza en cuanto habéis llegado, así que no le es sorpresa que quiera verle. Acompañadme; os guiaré hasta su persona.
            Ni bien terminó la breve conversación, ambos sujetos emprendieron una lenta subida por la misma escalera de enormes bloques de piedra.

            Dagobert se encontraba cómodamente sentado en un sillón de fino tapizado, rodeado de tres de sus más confiables hombres. Dos de ellos vestían túnicas semejantes a las de un clérigo. El tercer sujeto era más que claro que era un militar de alto rango, vistiendo una bella armadura color escarlata que parecía nunca haber sufrido el roce del acero de una espada en un campo de batalla. Uno de sus capitanes.
            Todos ellos estaban sentados en torno a una gruesa mesa de roble, acogidos por el calor de un hogar a leña en uno de los muros de la sala.
               –El avance de las tropas sobre la tierras fronterizas de Gore es gradual y sencillo –comunicó el hombre cubierto de brilloso metal con voz madura y segura.
               –Entiendo sir Valwing, estáis haciendo un buen trabajo –contestó Dagobert satisfecho al escuchar las palabras de aquel hombre.
               –Gracias mi señor, en el siguiente cambio de luna ya van a estar terminados los campamentos como para iniciar una primera invasión a las aldeas más desprovistas de algún tipo de defensa. Cosa de provocar un buen golpe moral en los caballeros de Gore a través de una serie de victorias sencillas.
               Una gran sonrisa comenzó a surcar la espesa barba del rey.
               –Sir Valwing, estáis demostrando gratas cualidades, no me arrepiento de haberos nombrado uno de mis capitanes. Sólo espero que mantengáis vuestro rendimiento.
               –Si mi señor, así será –contestó el capitán, mientras afirmaba con la cabeza.
               –Pero mi señor, no os confiéis. El rey Alfer III tiene fama de ser muy inteligente. Puede ser que sospeche de los movimientos de su Magestad, y esté preparando una defensa considerable –interrumpió una voz ronca aunque aguda, proveniente del interior de la túnica de uno de los otros dos hombres presentes.
               Sir Valwing dirigió una fija mirada hacia aquel sujeto en señal de enfado, aunque no osó contestarle, lo que sí hizo Dagobert.
               –¡Silencio insolente!. Cómo os atrevéis a contradecir mi contento –soltó airadamente.
               –Pero señor...
               –¡Callad! –Siguió Dagobert, expresando aun más su exalto al encajar un fuerte golpe de su puño cerrado sobre la mesa de roble, haciendo temblar levemente las cosas que sobre ella se encontraban.
               Un instante de silencio dominó los rostros de los allí presentes, en especial la del aparente consejero que prefirió no continuar hablando. Luego de unos segundos, el otro hombre de túnica continuó con la idea de su compañero, aunque con otras palabras aprendiendo de lo sucedido:
               –Señor, si me permite, yo diría que lo mejor sería que sir Valwing mantenga a sus tropas alertas ante cualquier eventualidad.
               Dagobert permaneció callado, cómo tratando de hacer un paréntesis en la conversación para recuperar la estabilidad de sus ánimos. Obviamente que nadie se animó a decir nada más antes de que su señor dijese la siguiente palabra; aunque parezca turbador, muchas veces sus vidas, o por lo menos su posición, dependían de lo que sus bocas dijesen ante el rey. Tenían muy en claro que eran esclavos de sus palabras, por lo que era conveniente esperar la voz de su señor para guiar con seguridad a la voz propia.
               Luego de dichos segundos, Dagobert pareció haber recuperado la tranquilidad, por lo que retomó la palabra:
               –Alfer ni debe imaginarse lo que le espera...
               Ni bien dijo aquello, un hombre irrumpió en la habitación. Éste, al igual que la mayoría de los hombres que se encontraban en el castillo, vestía una larga túnica roja con el emblema de Thira en el centro. Era el mismo sujeto que había recibido al mensajero en la entrada.
               Los hombres alrededor de la mesa de roble guardaron silencio para escuchar la razón por la cual fueron interrumpidos.
               El soldado que entró, primero hizo una reverencia a los presentes en aquella mesa y luego dijo:
               –Su Majestad, disculpad mi interrupción; he venido a deciros que el mensajero del cual ya habéis sido avisado de su presencia, se encuentra aquí y desea verle.
               –Hacedle pasar –clamó Dagobert, junto con un ademán de sus manos.
               El hombre de túnica roja volvió a inclinarse ante su rey e inmediatamente después dio la vuelta y salió de la habitación.
               –Sir Valwing –continuó el rey.
               –Si mi señor.
               –Retiraos. Por ahora no hay nada más que decir sobre Gore.
               –Como deseéis. Cualquier novedad será avisada con presteza –le contestó su capitán, mientras comenzaba sus primeros pasos de retirada del recinto.
               En cuanto sir Valwing salió de la habitación, los dos hombres que quedaron junto a Dagobert, intercambiaron algunas palabras en susurros sobre la naturaleza de la visita de un emisario de Tierra Mágica. El propósito parecía ser bastante obvio.
               Luego de murmurar por unos segundos, la puerta de entrada se volvió a abrir. En este caso la presencia intrusa era la del emisario de Tierra Mágica.
               Éste, se adelantó con cierta cautela unos pasos hasta el rey e hincó una de sus rodillas en el suelo para presentarse:
               –Su majestad, he venido como emisario desde Tierra Mágica para traerle un mensaje expreso de la gran maestre Martinique Shelia Shonen.
               Esas fueron las primeras palabras del mensajero, que aunque no conocía al rey de Thira, se dirigió a la persona de las tres allí presentes que parecía serlo, y de hecho lo era. Sin decir más, el mensajero se puso en pie y se mantuvo en silencio con la vista sobre el suelo, esperando que el rey aceptara el mensaje.
               –Adelante –contestó.
               El emisario buscó una segunda carta sellada de entre sus ropas y la puso al alcance del rey de Thira, quien la tomó de un rápido movimiento.
               Dagobert I se detuvo un instante en el dibujo sobre la cera fría, que a continuación quebró. Un manuscrito de la mismísima gran maestre; reconocía su firma estampada al final de las escasas líneas del documento.
               Un silencio mortecino se estableció sobre la sala. Nadie osaba decir nada al respecto; la siguiente palabra correspondía al rey. Pero éste se mantuvo callado; compenetrado en una lectura pausada y analítica; obligando al resto de los presentes a seguir su ejemplo.
               Dagobert alzó la vista ligeramente, por sobre el documento pero sin mirar nada en especial. Con su mano derecha tomó una de las copas con vino de la mesa de roble de la cual, aparentemente, aún no había bebido. La miró por unos instantes, haciéndola tambalear un poco con la punta de sus dedos, ocasionando un ir y venir del liquido de su interior como cuando el mar mece a una barca en un día ventoso. Luego bebió el vino con fuerza, inclinándose hacia atrás, por lo que se podía ver como el líquido atravesaba su gruesa garganta. En cuanto Dagobert I recuperó su postura, una débil corriente del líquido rojizo cayó de un extremo de sus fauces, comenzando a zigzaguear entre los bellos de su voluminosa barba pelirroja. En cuanto se dio cuenta de ello, lo limpió con el anverso de su mano izquierda, mientras que con la otra dejó la copa en su lugar.
               El silencio se mantenía. Los sujetos envueltos en túnicas, sentados junto al rey en la mesa, se miraban el uno a otro pero sin decir nada. 
               –Señor, debo deciros que debo llevarme una respuesta conmigo –se animó a decir el emisario, que ya se estaba poniendo nervioso por el reinante silencio.
               Dagobert I  apenas lo miraba a los ojos, como si hubiera hecho caso omiso a sus palabras. Inmediatamente después echó su silla hacia atrás y se puso en pie, para dirigirse hacia el calor de los leños quemándose.
               El rey permaneció observando los mismos por unos instantes, dejando que el sonido de la madera consumiéndose en el fuego sea el único en escucharse en aquella sala. La ausencia de palabras se hacía insostenible.
               Dicho silencio terminó por romperse con las esperadas palabras de Dagobert, quien exclamo:
               –Decidle a vuestra señora que no debe temer por la estabilidad del tratado de Doria, y que mis acciones sólo fueron las ya conocidas, sin la necesidad de repetirlas. Por lo que a mí respecta, no veo el porqué de la necesidad de mandar mensajes amenazantes a mi persona. No he hecho más que defender mis derechos territoriales ocupando lo que me corresponde por el legado de mis antepasados –así terminó su respuesta sin despegar la vista de los leños quemándose.
               El emisario pareció satisfecho con dichas palabras, por lo que ya estaba ansioso por retirarse.
               –Mi señor, sus palabras llegaran tal cual han sido expresadas a los oídos de mi señora, por lo que ahora me retiro con su permiso –esbozó.
               Dagobert asintió con la cabeza, por lo que el emisario pegó la media vuelta y se dirigió hacia la puerta de la habitación pero, luego de unos escasos pasos, fue reclamado nuevamente:
               –Esperad, aun hay algo más que debo deciros –pareció recordar el rey, quien ahora sí buscó con la mirada al emisario.
               –Escucho mi señor.
               Dagobert se fue acercando lentamente mientras dijo:
               –Es algo que debo deciros al oído, es un mensaje especial para Martinique y no deseo que nadie más lo escuche –los dos sujetos aún sentados sobre la mesa se sintieron aludidos con dichas palabras, haciendo algún que otro gesto de disconformidad pero sin decir nada.
               –Si ese es el deseo de vuestra merced, no me opondría jamás a recibir el mensaje –contestó el emisario deseoso de partir.
               Dagobert siguió avanzando, mientras asintió con la cabeza en señal de agradecimiento por aceptar su mensaje; aunque como mera cordialidad, puesto que al mensajero no le quedaba otra que aceptarlo. El rey se detuvo justo en frente de sus narices.
               El semblante del rey Dagobert I era más que imponente; su cuerpo era de una gran estatura; de hombros anchos, que lo parecían aún más al estar cubiertos de gruesas pieles. Tan cerca estaba de aquel muchacho que lo único que este podía ver era la enorme barba anaranjada, poniéndolo más nervioso de lo que estaba. Lo miró a los ojos por unos segundos. Su fuerte respirar obligaba al mensajero a tratar de esquivar el enorme y maloliente rostro, mirando hacia un costado y a otro en busca de aire más puro. Luego, Dagobert I pareció dignarse a hablarle, por lo que se inclinó sobre la oreja derecha del emisario para comenzar a decir unas palabras casi sordinas:
               –Decidle a vuestra señora Martinique que es una maldita vieja perra que no sabe más que meterse en mis asuntos.
               El emisario no pudo evitar abrir los ojos con fuerza, mostrando su exaltación  al recibir tales palabras de ofensa. Pero a esto acompañó un pequeño quejido de su voz, que más que de sorpresa pareció de dolor. Se mantuvo paralizado por un instante, sin contestar a la injuria que el rey había depositado en sus oídos, lo que tal vez hubiera sido esperable. Pero no, puesto que lo que salió de sus labios no fueron palabras sino hilos de sangre que comenzaron a recorrerle la barbilla, acompañando a la agonizante expresión de su rostro.
               Dagobert I irguió su postura nuevamente, permaneciendo en frente del joven que luego de un segundo terminó por desvanecerse sobre su hombro izquierdo, hasta caer boca abajo sobre el frío de los bloques de piedra del suelo.
               Los dos hombres que acompañaban al rey no pudieron evitar que el asombro se estampara sobre sus semblantes.
               –Mi señor, ¿Que habéis hecho? –dijo uno  de los hombres con voz titubeante;  el otro quedo totalmente anonadado sin poder decir palabra.
               El rey Dagobert dio la vuelta y bajó la mirada para ver al emisario que ya no descansaba sobre las rocas del suelo, sino sobre un enorme manto de sangre que se extendía hasta llegar a la suela de sus botas. Luego de unos instantes de observarlo, se agachó a su lado para limpiar sobre las ropas del difunto un pequeño puñal que traía en su mano para luego guardarlo en una funda del mismo tamaño. Al punto levantó su mirada a aquellos hombres que parecieron cuestionarle con su simple expresión y empezó a dirigirse hacia ellos, hasta llegar a la mesa de grueso roble. Ya en frente y sin dirigirles la palabra, retomó su copa de vino y dio  otro sorbo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario