viernes, 1 de abril de 2011

2º Parte - Capítulo 1

5 meses después

-I-

Bajo un amanecer sombrío, velado por un manto eterno de nubes deseosas por llorar; un hombre se encontraba en la cima de una colina, ignorando el fuerte viento que lo enfrentaba, ondeando con fuerza sus ropas de cuero y cabellera. Con el semblante tristecino y cabizbajo dirigía su mirada hacia una cruz de madera, apuntalada enfrente suyo sobre un montón de tierra recién removida. Así permaneció un largo rato reprimiéndose, al igual que el cielo que lo cubría, hasta que se inclino hacia la cruz; terminando de cuclillas y hundiendo su rostro hacia el suelo, el cual tapó con ambas manos, avergonzándose. De entre sus dedos se escurrieron las primeras lágrimas sobre la tierra húmeda.

Despertó bruscamente, perturbado y angustiado, no sólo por la tristeza de la escena que su mente le hizo atestiguar; más bien porque el hombre al que sus ojos vieron desde afuera, era él… Self se inclinó sobre el respaldo de su cama y se tomó la cabeza con ambas manos presionándose las sienes, rogando que aquello sólo haya sido una pesadilla y no un recuerdo de su oscuro pasado. Tan sólo el recodar tales imágenes  lo llenaba de dudas y tristeza.
Mientras pensaba en ello, una piel suave y tersa comenzó a rozar la suya. Volvió un poco en sí y tomó entre las suyas a aquella mano que se deslizaba bajo la sabanas sin dirección ni voluntad. El calor; la suavidad y la delicadeza de la mano de su amada lo reconfortaron inesperadamente. Al posar sus ojos sobre su rostro, calmó su angustia. Su semblante recostado le traía una inmensa paz. Sus labios rosados parecían dibujar constantemente sobre ella una sutil sonrisa que parecía que jamás se borraría. Sonrisa que hacia brotar de su corazón una mezcla de ternura e infrenable pasión por besarla. Rendido a su tentación, se inclino hacia ella despacio, para no despertarla; con sus labios comenzó a acariciar sus mejillas hasta reposarse sobre su boca. La besó sin resistencia alguna hasta que notó cómo los labios de ella comenzaron a aprisionar los suyos. Se separaron sólo unos centímetros, para poder mirarse a los ojos.
–¿Existe un momento y lugar mejor que éste? –dijo suavemente Dana con una sonrisa en sus labios.
–No, no creo… –contestó Self, mientras se inclinaba para volver a besarla.
Ambos permanecieron recostados, apenas iluminados por la cálida luz azul de una noche que se consumía en sus últimos minutos antes de dar paso al amanecer.
–¿Dormisteis bien? –preguntó la joven.
–¿Qué, tanto se me nota? –contestó frunciendo el seño, provocando inmediatamente otra sonrisa sobre el rostro de Dana–. Es que tuve uno de esos sueños que os dije… –continuó con mayor seriedad en su tono.
            –¿Y qué fue lo que soñaste que os ha dejado esa cara?
            –Me vi a mi mismo… Otra vez… –respondió Self con la vista algo ida hacia imágenes aisladas de sus sueños recientes y pasados.
            –No es nada amor mío... No os preocupéis. Son sólo fruto de vuestra obstinación por recordar. Tal vez  deberíais dejar el pasado a donde pertenece y apreciar el presente que os sonríe cada mañana. Ya sé que os lo dije en varias ocasiones, pero es lo que pienso –terminó deciento la joven dama.
            Self no contesto con palabras, sino con una sonrisa y un posterior beso. Él tenía bien claro que Dana estaba en lo cierto, simplemente no podía dejar de tener tales sueños y mucho menos obviarlos. Todos se presentaban confusamente, como retazos de posibles recuerdos de un pasado que jamás recordaría. 
            –Ya va a amanecer… –dijo despues.
            –Desde que os conocí, las noches se me escapan como el agua entre los dedos –le contestó resignada la joven princesa.
            Self sonrió y se levantó con presteza de la enorme cama, despegándose de las sabanas de seda a poca gana. Sin más, comenzó a vestirse con simples calzas y camisola que terminó por cubrir con una túnica, ajustada a la cintura por un grueso cinturón de cuero en el cual no había enfundada arma alguna. Por último, calzó dos botas a sus pies. Dana siempre se quedaba algo sorprendida al verlo vestirse; las heridas de todos los tamaños y formas distribuidas sobre su piel nunca dejaron de llamarle la atención, sobre todo al recordar que gran parte de ellas se las había ganado el mismo día que se conocieron... A la vez, le recordaban preguntas sin respuesta que a pesar de no importarle demasiado siempre eran las mismas, como cuantos años tendría… La suavidad de su piel era aun de un hombre joven, al igual que sus rasgos; pero se le hacía imposible poder determinar cuántos inviernos habría resistido.
            –Ya debo dejaros, mi señora.
            –Por favor, no me llaméis así cuando estemos a solas, sólo dime Dana –dijo la princesa, algo molesta por ello y por la partida de su amado; aunque ya estaba acostumbrada; esa era la única forma.
            –¿Entonces no os puedo decir amor mío tampoco? –continuó el joven sin perder la sonrisa del rostro.
            Dana no contestó a eso con una tierna mirada. Self se acercó a ella y la despidió con otro beso. Inmediatamente después, se ubico frente al muro que daba al exterior, estirando sus brazos para abrir los cristales de la angosta ventana; de un ágil salto se paró sobre su base. Del otro lado de ésta se encontraba un pequeño y bellísimo jardín interno, repleto de flores exóticas que llenaban el aire de extraños pero agradables aromas. El problema de cruzar aquella ventana, era que se encontraba a más o menos tres estadales sobre el jardín de flores. Luego de comprobar que nadie rondaba bajo suyo,  Self estiró su brazo derecho sobre la parte exterior del muro, hasta alcanzar una gruesa enredadera que cubría prácticamente todos los bloques de grisácea piedra. Con paciencia y habilidad comenzó a descender sin rasgar sus ropas o su piel.
            Al llegar al manto de hierba oscura, caminó sobre ella con los sentidos alertas por más que supiese que nada ni nadie había a su alrededor. Lo único que se podía percibir era el ruidoso cantar de los grillos, razón por la cual la princesa Dana eligió su habitación, solía decir que escucharlos le ayudaba a dormir. Al recordarlo, Self dejó escapar una leve sonrisa, para él eran insoportables… Aunque para el caso, ocultaban más que bien el sonido de sus pasos. Tras cruzar el jardín, llegó al final de la terraza en donde éste estaba plantado. En el borde de ésta, una larga escalera de piedra descendía otros tantos estadales bordeando los muros de piedra del palacio.  Sobre la base de dicha escalera, una gran verja de hierro cerraba su acceso. Para cruzarla, Self saltó directamente de la escalera hacia el suelo, sin descender hasta la verja. Salto que a más de uno le provocaría una lesión segura. Bordeó el muro unos cuantos pasos hasta llegar al patio de armas. Ya sin peligro de ser visto, se dirigió a sus aposentos.
            Las semanas que llevaba haciendo lo mismo varias de sus noches fueron tantas que se convirtieron en meses sin apenas darse cuenta. Estaban comprometidos, sí; pero ese era un secreto que sólo ellos anidaban. Ambos sabían que no podrían seguir así por toda la eternidad; no sólo por la incomodidad de llevar el peso de las apariencias a cuestas; sino también por los riesgos que conllevaba. Si Self llegaba a ser visto, sólo el cadalso le esperaría. Más de una vez decidieron de palabra moderar sus encuentros a escasas veces mensuales, en lugares alejados del palacio a ser posible; pero nunca llegaron a cumplirlo. La mejor y única solución real, era decir la verdad ante el rey; pero el temor a una reacción adversa atormentaba a la princesa, sobre todo por el mal estado que llevaba a mal traer a su padre; la misma razón por la que había vuelto al palacio hacía unos meses. Además, no sólo él podría reaccionar a disgusto; también su hermano que, conociéndolo, desaprobaría su amorío sin lugar a dudas. Nadie de la familia real aceptaría que la heredera al trono se case con alguien que no poseía sangre noble, por más noble que sea su corazón. 
            Al entrar a su modesta habitación, se recostó sobre su cama en pos de descansar las pocas horas de la mañana que podía aprovechar. Pero ni sus ojos se cerraron ni su mente descansó; diferentes pensamientos sobre Dana o sobre sus sueños presentes no lo dejaban dormir. Siempre trató de ocultarlo frente a la princesa, pero la desilusión que tuvo al no encontrar su pasado en Herdenia seguía pesándole. Aún recordaba como si fuese ayer los días que deseaba entrar en esta ciudad como si allí estuviesen todas las respuestas a sus preguntas. Ahora no sólo vive en Herdenia sino que forma parte de la guardia real… Honor del cual esta inmensamente orgulloso y el cual respeta haciéndolo valer día a día. Por otro lado nada pudo conseguir con ello en cuanto a encontrar su hogar. Todavía no podía entender el significado del blasón de Gore en sus sueños, símbolo que ahora llevaba en el pecho todos los días. Simplemente era una imagen en su cabeza que se repetía con frecuencia. Aunque, también, tenía muy claro que el presente que vivía era seguro, mejor que cualquier pasado imaginable. Dana estaba en lo cierto; tal vez había llegado la hora de dejar de intentar recordar… En Herdenia no encontró su pasado, pero sin duda encontró un futuro. Más no podía pedir.
            Permaneció así mientras su vista se entretenía observando cómo el color y la intensidad de la luz variaba con el paso del tiempo. Luego, sin esperarlo, llamaron a su puerta pidiendo por su nombre. Self se levantó y fue a ver el porqué de ello.
            –Mi señor, nuestro señor el rey reclama vuestra presencia en la sala del trono en cuanto podáis ir –dijo un joven escudero que, a ojos de Self, era aún muy chico para tal oficio.
            –Entiendo; en un momento parto hacia allí; gracias por el mensaje –terminó diciendo Self, ocultando su sorpresa tras una expresión de constante serenidad.
            El escudero asintió con la cabeza y partió por donde vino. Self cerró la puerta e inmediatamente se dirigió hacia su armadura apostada en partes sobre sostenes en el muro. Tal vez una persona de menor rango (o de superior) podía ir vestido normalmente, pero justo él no podía hacerlo. La armadura completa e impecable era la única forma en la que un caballero de la orden de Deriven, miembro de la guardia real, se podía presentar ante su rey.
            Self caminó por el largo y amplio pasillo central, adornado a sus costados con infinidad de tapices y finos candelabros, aparentemente, hechos de oro macizo. Al final del camino se podía ver la gran puerta de cedro, tallada en su totalidad, que daba a la sala del trono. De un estadal de ancho y dos de altura, la puerta misma infundía temor, avisando sobre la majestuosidad de la persona que se hallaba detrás. A sus costados, cuatro guardias, dos a cada lado, se hallaban apostados  portando largas lanzas adornadas con plumas en sus puntas. Todos vestidos con la armadura completa que dictaba el protocolo para su función. Mucho más vistosa a los ojos, pero mucho más incomoda y rígida que las armaduras utilizadas por Gore para el combate. En el caso de Self, éste llevaba una cota de malla sobre el torso, cubierta por una túnica azul con el blasón de Gore en el pecho. En sus brazos llevaba resistentes guantes de placas y en sus piernas grebas de hierro que cubrían sus polainas de grueso cuero. En su cabeza, un yelmo abierto en el frente y bastante liviano de llevar.
            Al llegar al frente del portón, los cuatro guardias lo saludaron con un movimiento de cabeza, cosa que Self respondió de la misma forma. Inmediatamente después, dos de ellos empujaron lentamente un lado del gran portón cada uno. Ambas partes comenzaron a crujir a cada centímetro que se alejaban una de la otra. En frente suyo la gran sala se hacía presente. El rey, Alfer I, imponía su poder sentado sobre su trono dorado desde la otra punta de la sala a todo Gore, desde hacía más de dos décadas.
A su lado vio a alguien con quien no esperaba encontrarse. La princesa Dana se hallaba de pie al lado del monarca, esperando la llegada del joven al igual que su padre. Bajo el pesado metal Self comenzó a sudar repentinamente, maquinando en su mente la cantidad de posibilidades por la que podría haber sido citado. Bajo la luz de los inmensos ventanales construidos sobre el muro izquierdo de la sala, avanzaba sobre las baldosas de mármol, completamente iluminado o totalmente cubierto por las sombras, según pase justo bajo un ventanal o tras el espeso muro que separaba un ventanal de otro. A pesar de caminar a paso normal, la inmensidad del recinto hacía que pareciese eterno llegar hasta el trono. Cosa que siempre lo puso nervioso al entrar en aquella sala. Lo único que lo tranquilizaba un poco era escuchar el sonido pesado y firme de sus botas pisar los amplios baldosones inundando todo el lugar, ya que era el único ruido del recinto. Sin saber muy bien el porqué, lo hacía sentir más seguro.
Self miró fijamente a Dana, quien le respondía la mirada aunque sin expresión alguna en su rostro. Al acortarse las distancias, ambos dejaron de mirarse. Self pasó a mirar al rey aunque no a los ojos, sino mas bien a su rostro, pero con la vista desenfocada; sin mirar nada en especial. Ya a pocos pasos de distancia se detuvo en seco y, luego de desaflojarselo, se quitó el yelmo y se lo puso bajo el brazo derecho; posteriormente se arrodilló  sobre su pierna derecha e inclinó la cabeza. 
–Su Majestad –dijo.
–De pie –dijo un segundo después el rey, acompañando sus palabras con un leve gesto de sus dedos alzándose. Su tono de voz era bajo y entrecortado, aunque entendible si no había ningún otro sonido que lo perturbase.
Self se puso en pie y miró a la princesa.
–Mi señora…
La dama sólo asintió con la cabeza e inmediatamente después el hombre volvió su vista al rey, que a pesar de su fuerza interior se notaba cómo su cuerpo estaba agotado de sobrellevar una larga vida. La piel agrietada por el tiempo, los cabellos descoloridos hasta la blancura, la espalda encorvada y los ojos caídos, cubiertos por pesados párpados que apenas se podían abrir, dejaban la imagen de un hombre  anciano viviendo sus últimos días.
–Como sabéis, la guerra contra Thira exige la vida de muchos hombres de Gore… –pausó un poco sus palabras y continuó–. Es por eso que necesito que prestéis vuestros servicios en investigar una pequeña gruta cerca de uno de los pueblos al pie del monte Kite –terminó diciendo el rey, esforzando su garganta.
–Partiré en cuanto lo desee, su Majestad –contestó con firmeza. Tranquilizando su mente al ver que las palabras del rey no apuntaron a donde temía en un principio. Aunque, por otro lado, las palabras que había recibido tampoco eran muy alentadoras.
La princesa también desconocía lo que su padre le acababa de decir; por lo que detrás de su rostro sereno, su corazón mostró gran sorpresa y congoja. El monte Kite estaba a pocas leguas de uno de los puntos de enfrentamiento fronterizo contra Thira. Si el ejército enemigo vencía, los pueblos del monte Kite serían los primeros en caer bajo su dominio. Aunque, en principio, no habría por qué temer; Gore estaba defendiendo bien su territorio.
–Sé que no es función de la guardia real; pero sois un hombre que ha probado su lealtad y ganado mi confianza. Lo que allí fue descubierto parece ser de suma importancia, según los adeptos de la Tierra Mágica –dijo el rey que, tras hacer una pausa, continuó–. Hoy viajaréis a Kirkhia, en donde seréis proveído de soldados de la orden de Deriven, que os acompañarán en la tarea. También seréis mejor informado de los pormenores de vuestro recado –terminó diciendo Alfer con cierta agitación en los pulmones. Dana se percató del esfuerzo de su padre por el sólo hablar, por lo que puso su mano sobre su hombro para calmarlo, mostrándole su afecto, aunque inconscientemente, también le estaba demostrando lástima. 
–Así será.
–Podéis iros –exclamó el rey
Self asintió con la cabeza y se puso en pie.
–Su Majestad, mi señora –dijo sin más y dio la media vuelta para marcharse.
–Bien aventurado seáis sir Self de Gore –dijo Dana, temiendo no poder despedir a su amado en otra oportunidad.
Como no tenía un apellido que recordar, cuando lo nombraron caballero por haber salvado la vida de la princesa, le dieron un nombre más completo; como se hacía a la antigua, usando el lugar de procedencia; el cual, en su caso, tampoco era muy claro. “De Gore” fue la mejor solución.
Self, que ya había caminado un par de pasos hacia el portón, se volvió inmediatamente.
–Gracias, mi señora –terminó diciendo, mientras miraba fijamente a la princesa, deseando que pudiera leer en su mirada las mil palabras de amor  que no podían decir sus labios en ese momento. El también sabía que no podría despedirse luego; nada podía hacer al respecto. Tras unos instantes, dirigió sus pasos nuevamente hacia el portón.


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