miércoles, 25 de mayo de 2011

2º Parte - Capítulo 9

–IX–

Un hombre robusto se hallaba sentado pesadamente sobre un fino sillón de tapizado rojo; se encontraba con la vista taciturna y perdida en el bailar de las llamas que desprendían los leños que lo mantenían caliente aquella noche fría y dura. He ahí al rey de Thira sentado seriamente, aplastado por la noticia que a sus oídos habían llegado: Su hermano, general en jefe de los ejércitos de Thira, sir Arnulfo, había muerto en el campo de batalla brutalmente, por su propia mano e ingenuidad. Dagobert sabia con detalles lo que había sucedido hacia tan sólo dos días en el descampado rocoso del monte Kite. Sabia la forma en la que había perdido más de tres cuartos de todas sus fuerzas, al igual que su enemigo… Así, el rey de Thira permaneció largo rato, mientras la noche seguía su rumbo.
            Súbitamente, el portón de la cámara en la que se encontraba se abrió lentamente, despidiendo un chirrido insoportable. Dagobert ni si quiera alzó la vista, como si no lo hubiera escuchado o no le importase. La puerta terminó abierta de par en par, pero sólo las sombras se encontraban bajo su capitel. Ningún soldado de su guardia se hizo presente para hacer algún anuncio, ni tampoco ninguno de sus capitanes o consejeros. Sólo las sombras allí se encontraban, las sombras de una noche fría que se había escurrido entre los muros húmedos de la fortaleza de Khoriet, el baluarte más preciado del rey.
            Al cabo de un instante, las sombras parecieron cobraron vida y forma al acercarse hacia el rey; lentamente, contagiando con su oscuridad aquella cálida habitación. Dagobert seguía perdido y desinteresado por lo que sucedía. Con un ánimo rendido; ni siquiera se inmutaba. Las sombras resultaron no ser tales, sino dos hombres cubiertos en largas túnicas negras, con los rostros cubiertos por anchas capuchas del mismo color.
            Las lánguidas figuras se acercaron al rey sin que sus pies resonaran sobre los bloques de piedra, tan sutiles como las sombras que antes parecían. Se acercaron hasta ubicarse justo en frente del monarca, quien ahí sí levantó la mirada, para perderla nuevamente en el interior de aquellas capuchas negras. 
            –Decidme, rey de Thira ¿Sabéis a lo hemos venido? –musitó uno de los hombres encapuchados, con un tono de voz similar al soplar del viento.
            Dagobert se hallaba totalmente apesadumbrado. La fuerza y brutalidad acostumbradas de su personalidad se encontraban totalmente extirpadas de su ser,  dejando sólo un hombre temeroso que comenzó a sudar al escuchar estas palabras, sin saber que contestar. Permaneció mirando fijamente aquella oscuridad del interior de las capuchas, en donde no se podía distinguir rostro alguno, sólo oscuridad. Y tal vez, ese fuese el reflejo de sus almas, que en ese momento no dejaba de mirar.
            –Vuestro hermano nos ha traicionado…. –balbuceó nuevamente el hombre de negro.
            –¡No! Mi hermano no quiso…
            –¡Callad! –Interrumpió al rey sin dejarlo terminar–. No cuestionéis los hechos, rey Dagobert. A vuestro hermano se le encomendó encontrar y cuidar la gema… Y él, corrompido por el poder de lo que traía en manos, intentó usarla…
            –No había intención de traicionaros en su ser… –dijo Dagobert I.
            –Eso no es de nuestra incumbencia, simplemente lo hizo. Osó usar el poder que sólo le corresponde a Él, nuestro señor.
            –A pesar de que la roca se ha recuperado, su poder se ha extinguido  y ahora sólo es lo que aparenta: una roca –clamó la otra persona encapuchada, con un tono similar al de su compañero.
            –Por ello, vuestro hermano ha de ser castigado debidamente –terminó diciendo el otro hombre.
            Dagobert quedó pasmado ante tales palabras, ya que no comprendía su sentido ni razón.
            –¿Castigado? ¿La muerte no es suficiente castigo? –clamó el rey, aturdido.
            –No si no fue otorgado por nosotros, y tampoco es castigo al no saber porqué la recibía… ¿Entendéis? –musitó uno de los hombres de negro.
            Dagobert no contestó.
            –Es por ello que alguien debe recibir la justa condena por sus pecados… –clamaron las voces nuevamente, a la par.
            Dagobert despabiló su rostro repentinamente y su frente comenzó a brillar por el sudor que manaba de su piel.
            –Aguardad, a donde queréis llegar… –clamó el rey a duras penas y con palabras tartamudeadas.
            –Él llevaba vuestra sangre, sangre que nos ha traicionado –dijo uno de los visitantes, al tiempo que sujetó velozmente al robusto rey por los hombros, mirándolo fijamente con sus ojos oscuros que solo despedían muerte. Mientras lo miraba, comenzó a balbucear entre dientes palabras en idiomas desconocidos, al igual que sus significados.
            Dagobert se echó hacia atrás tratando se zafar su cuerpo de aquellas garras oscuras, pero sus fuerzas lo habían abandonado y apenas podía moverse.
            –¡No! Esto no es lo que habéis prometido…. ¡Ustedes son los traidores! ¡Malditos! Maldi…
Su garganta perdió el habla y su voz quedó muda. Su corazón se estremeció y por sus ojos cayeron lágrimas de desesperación e impotencia. El discurso  recitado por el extraño terminó, y éste soltó a su víctima. Ambos hombres cubiertos de túnicas negras se alejaron, mientras observaban los efectos. Dagobert sujetó su garganta,  tratando de impedir que el fuego que sentía que pasaba por ella alcanzase su pecho y entrañas. Luego se levantó bruscamente de su sillón, pero sin poder caminar, por lo que volvió a caer al suelo. Su cuerpo se encogió nuevamente a su posición fetal y luego de convulsionar descontroladamente, dejo de moverse; ya sin vida.
–Sólo le somos leales a Él, nuestro señor –terminaron diciendo las figuras negras mientras volvían a perderse entre las sombras.

Esa misma noche otro hombre, y en otro lugar, también se encontraba en su cámara sin poder conciliar el sueño. Aunque en vez de encontrarse apesadumbrado e ido, se encontraba ansioso… Sus ojos permanecían bien abiertos y apenas parpadeaba,  observando una y otra vez los objetos de su habitación, la cual recorría  de lado a lado sin cesar. Sus pies no dejaban de caminar y sus sentidos se mantenían atentos, aunque sin razón. Con las manos cruzadas por la espalda, dio vueltas alrededor de los cuatro muros de su cámara, sin detenerse y sin aparentar cansancio por ello. Así estuvo las primeras largas horas de la noche. Pensante, pero a la vez corrupto por las ansias.
Una terrible noticia traía a su mente en vilo. Margawse, heredera de la maestría de la Tierra Mágica, había sido atacada en su viaje al templo de Ishk por despiadados bandidos. Aunque estaba bien protegida por su guardia personal, los bandidos fueron demasiados y sorprendieron a la compañía en un ataque veloz y sangriento. O por lo menos esas fueron las palabras de Mertrend y Urilia, las dos únicas sobrevivientes de aquel incidente. Las cuales trajeron con ellas, hacía tan sólo unas horas, los cadáveres de sus compañeras y el de su señora: Margawse. Cubiertas por sangre y lágrimas, trajeron la peor noticia en la historia de la Tierra Mágica. Noticia que fue recibida de la misma forma que fue expresada, con lágrimas e increíble tristeza. Cuando esto sucedió, el sol ya se había puesto y la noche recién nacía, por lo que se procuró no divulgar la noticia hasta el día de mañana a primera hora. Ergo, aún su madre no sabía la terrible noticia que habría de recibir al despertar. La sola idea de su posible reacción perturbaba y entristecía la mente de cualquiera que lo pensase. Era lo único que no merecía escuchar aquella gran mujer que vivía sus últimos días de agonía y dolor.
 Aquél sujeto seguía nervioso y pensante, sin poder lograr que su mente descansase ni siquiera el mínimo tiempo posible. Entre rondas silenciosas alrededor de su habitación, esperando a que la noche pasara, siguió cavilando sobre el día que le esperaba. Súbitamente, el portón de su cámara sonó tres veces y luego quedó en silencio. Sin sorpresa ni asombro, el hombre se acercó y él mismo abrió la puerta, dejando pasar a quien la golpeaba.  Un sujeto de apariencia sombría y sencillamente vestido con ropas de cuero, agradeció con un gesto de su cabeza y dio los primeros pasos ingresando a la habitación. Ya dentro cerró la puerta detrás de sí y sacó de entre sus ropas un pequeño bulto; parecía ser alguna cosa cubierta por un paño de seda.
El hombre, dueño que aquella habitación, lo miró fijamente a los ojos, y luego al objeto que traía el visitante entre sus manos. El sujeto con apariencia de simple mensajero asintió con la cabeza en cuanto fue observado, y luego estiró sus brazos, entregando lo que traía. Acto seguido, el otro sujeto tomó el bulto entre sus manos y despidió rápidamente a quien lo trajo.
Luego de una situación extraña y teñida de una complicidad muda, aquel hombre volvió a encontrarse sólo en su habitación, pero con aquella nueva pertenencia entre sus manos. Se acercó hasta un pequeño escritorio de roble y la depositó allí, mientras  le daba la vuelta al escritorio y se sentaba sobre una fina silla tapizada. Ahora su cuerpo estaba detenido y su vista poseída por aquel objeto, aún envuelto en el paño de seda. Con las manos cruzadas sobre su barbilla permaneció observando con mirada expectante y casi desquiciada aquella cosa por largo rato, hasta que la paciencia se le agotó y la contemplación llego a su fin. Lentamente estiró su mano derecha y comenzó a correr los pliegues del paño con sumo cuidado, hasta dejar al descubierto lo que antes se ocultaba. Su rostro no pudo evitar deformarse, mostrando una sonrisa lasciva. Sobre el escritorio se encontraba una gema. Una gema color verde oscuro… Aquel hombre mostró admiración y asombro al verla, pero no porque le significara una sorpresa inesperada, todo lo contrario. Nuevamente su ojos permanecieron imantados a aquella roca, iniciando un nuevo periodo de contemplación y admiración, que solo aumentaban su eterno regocijo.  Ansioso, la tomó en sus manos y se la llevó más cerca del rostro, para poder admirarla con mayor detalle y detenimiento. Pero, al cabo de unos segundos, su rostro abandonó toda satisfacción y felicidad, para sustituirlas por desprecio e ira. Inmediatamente tomó aquella roca con fuerza y la arrojó despiadadamente contra el muro, haciéndola estallar en cientos de fragmentos. Luego se giró y golpeó varias veces continuas la tabla de roble del escritorio, con un enojo descontrolado. Tras varios golpes sus manos se calmaron y se las llevó ambas al rostro, cubriendo la ira que aún lo desfiguraba.
Al cabo de unos minutos, los bruscos sentimientos se calmaron y el sujeto volvió a adquirir un semblante pasivo y pensante. En su cabeza comenzaron a girar cientos de explicaciones casi improbables, pero posibles. El sentimiento de la traición presionaba su corazón y ahogaba sus ideas en un mar de dudas y conjeturas.    
            Impulsado por sus instintos, sólo algo deseaba comprobar. Inmediatamente, salió de su cámara y se adentró en los oscuros pasillos de la Tierra Mágica, apenas iluminados por los candelabros adosados a los húmedos muros de piedra. Aquel hombre caminó largo rato, sólo escuchando sus pasos descendiendo hasta llegar a los sótanos del palacio; que en vez de estar ocupados con mazmorras, estaban ocupados por las criptas de todos los maestres de la Tierra Mágica. Allí se encontraba el cuerpo de Margawse, vigilado por una docena de guardias mientras terminaba de ser aseado por dos doncellas. En cuanto estuvo enfrente del cuerpo, las doncellas primero le negaron verlo y le pidieron que se fuese. Pero aquel sujeto insistió, haciendo mención de su gran afecto por ella y entonces las doncellas cedieron, teniendo en cuenta que además no tenían autoridad alguna sobre aquel sujeto.
            He ahí, aquel hombre se encontraba frente a frente con el cuerpo de Margawse,  yaciendo inerte sobre una simple mesa de piedra. Luego de contemplarla por unos instantes, aquel sujeto posó su mano sobre la mejilla de Margawse, sintiendo su piel helada y suave. Sus dedos acariciaron varias veces su rostro. Después se inclino para besar su frente y, luego de ello, abandonó el lugar.

Fin de la segunda parte


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