jueves, 19 de mayo de 2011

2º Parte - Capítulo 8

–VIII–

Tres meses fueron los que pasaron desde que el rey de Gore, Alfer III, recibiese las noticias del inicio del asedio sobre la fortaleza de la Marca Norte. Tres arduos meses de persistente entrenamiento y gleba constante.
A poco de enterarse, el rey mandó heraldos a cada pueblo y ciudad de su reino, sin importar las distancias; comunicando a todos la situación de urgencia en que se encontraban las tierras de Gore. Satisfactoriamente centenares de hombres respondieron al llamado y, tras las primeras tres semanas, comenzaron a acudir a las puertas de Kirkhia para enlistarse. Rápidamente el número de cadetes aumentó enormemente y, con presteza, se convirtieron en soldados de Gore dispuestos a defender su patria. Pero el tiempo pasaba y la necesidad de partir apremiaba. La Marca Norte cada vez estaba más débil y de escasos recursos como para continuar resistiendo. Los últimos quince días antes de partir, el príncipe Octavio ordenó a varias escuadras de soldados recorrer los centros de población más grandes y forzar a enlistarse a campesinos, con la edad y fuerza suficientes como para levantar espada y escudo.
            En el otoño de 2148, la mayor hueste reunida por el reino de Gore desde hacía ocho años partió desde las puertas de Kirkhia hacia Yurkea; formada por alrededor de diez mil hombres. Mayoría simples soldados de infantería y, en menor medida, arqueros; lanceros; caballería; físicos (o curanderos); técnicos; etc. Entre la caballería se encontraban los comandantes de aquel ejercito, siendo el mismo príncipe Octavio el líder como general en jefe de los ejércitos de Gore. Como sus tenientes, tenía a los nobles más importantes de Gore: sir Velterio y su hijo Máximo; sir Meredio; sir Marcos; sir Felias y sir Neredio entre otros tantos. Todos ellos magníficos caballeros, que secundaban a Octavio con el resto de los títulos de mayor jerarquía dentro del ejército.
            La marcha se volvió tediosa desde el principio. La mayor parte debía ir a pie y la distancia por recorrer superaba las ciento cincuenta leguas. Los gritos de dolor y quejas constantes no tardaron en volverse un sonido tan común como el viento entre los árboles. Durante las noches los tormentos aún eran peores; los físicos iban y venían atendiendo las quejas de los soldados y cadetes, que siempre rondaban el mismo  malestar relacionado a la ardua caminata. A ello se le sumaban las quejas de los que no podían dormir por los constantes quejidos.
La hueste inició su marcha en formación de columna liderada por los altos mandatarios del ejercito. En el medio los más novatos o campesinos forzados a enlistarse, y en la retaguardia los soldados veteranos. Formación que buscaba impedir la deserción de sus filas. Pero al cabo de unos días de marcha dicha formación se alteró. Muchos notaron que en el centro de la columna se concentraban las mayores quejas y hasta se hablaba de complotar para lograr una deserción masiva. Por esto se decidió intercalar a los novatos con los veteranos, para evitar que hablasen de más y para que se quejasen menos de sus pesares.
 Con el pasar de los días, las quejas referentes a dolores aumentaban. Hasta varios jinetes se quejaron del malestar que le provocaba la silla de montar. A los cinco días, Octavio decidió aligerar el malestar de sus soldados disminuyendo las horas dedicadas a la marcha. Ese tiempo sería utilizado para realizar ejercicios militares; desde el uso de la espada y escudo hasta el buen manejo del caballo. A muchos novatos tales ejercicios les salvarían la vida más tarde, mientras que para los veteranos servía como entretenimiento para pulir técnicas. La medida fue tomada con gusto; lo que redujo las quejas y el temor al campo de batalla que arrastraban los pobres campesinos, obligados a luchar sin el menor entrenamiento previo.     
            Al llegar a Urthia la hueste repuso suministros y energías; ya que esa noche pudieron comer y beber más distendidos que las noches anteriores. Igualmente el ejercito descansó en un campamento fuera de la ciudad, puesto que está demás decir que tantas personas no cabían allí. Sólo los más nobles caballeros comieron y durmieron en la hostería de Urthia agasajados como tenían de costumbre, pero que en época de campaña se volvía algo muy valiosos y apreciable. Por la mañana, varios cadetes y campesinos habían abandonado sus tiendas. Cuando los capitanes y comandantes se percataron de ello, enviaron pequeñas cuadrillas para que buscasen a los desertores tanto dentro de Urthia como en las afueras de dicha ciudad. Algunos fueron capturados y otros pudieron mantenerse prófugos. A los arrestados se los ejecutó inmediatamente, en el centro del campamento y delante del resto de los soldados para que sirviese como medida de ejemplo, por si alguno tenía la misma idea.
Al día siguiente, partieron acompañados por una mañana limpia y clara, aunque de aire frío. Por suerte el clima otoñal ayudaba a hacer el viaje algo más ameno. Los planes del rey habían calculado que lograrían liberar la Marca Norte del asedio antes del invierno.
Continuando la marcha, fueron cuatro días los que tuvieron que pasar para que la hueste alcanzase las orillas del río Then, que por suerte era de escaso caudal y no hacía falta puente para cruzarlo. Aunque por las dudas, el ejercito aguardó a que sean las horas en que el sol estuviese bien alto para cruzarlo, para que las aguas no estuviesen tan frías. Y así lo hicieron; los hombres a caballo apenas  contactaron con la corriente, pero los hombres a pie tenían las aguas hasta la cintura.
Aún faltaban cincuenta leguas hasta Yurkea, las cuales fueron recorridas en seis días más. Al llegar a destino, gran parte de la compañía sintió alegría y regocijo por haber terminado tan ardua marcha; aunque también sintieron temor, ya que eso  significaba que la hora de la lucha y del derramamiento de sangre se acercaba inminentemente.
En la ciudad fortaleza, el ejército de diez mil hombres se unió con otros tres mil que aguardaban allí desde hacía tiempo. Entre ellos, la mayoría de los pueblerinos del monte Kite. Rápidamente el príncipe Octavio fue puesto al tanto de la situación por sir Teremas, al mando de Yurkea en ese momento. El escenario era desolador, pero a la vez predecible: Las tierras entre Yurkea y la Marca Norte habían sido víctimas del pillaje por bandidos enemigos. Por suerte, la mayoría de los pueblos ya habían sido abandonados antes de ello, al recibir el aviso de la de la marquesa Tynide, pero obviamente ya no podrían volver. Todo había sido saqueado y quemado. Mientras tanto, la fortaleza central de la marca seguía acosada por el asedio del enemigo. Ese mismo día Octavio redactó al secretario de su guardia personal una carta dirigida a las fuerzas de Thira, apostadas frente a la fortaleza de la Marca Norte, incitándolas a desistir el asedio y retirarse inmediatamente a su territorio. Al día siguiente, un emisario salió en cuanto amaneció con dicha carta hacia el monte Kite, hasta llegar al campamento enemigo. Por la noche, el emisario volvió habiendo cumplido su misión, pero con una rotunda negativa por parte de las fuerzas enemigas. Respuesta predecible, por lo que no se alteraron los planes seguir.
Para ese entonces Self aún estaba en Yurkea ya totalmente recuperado de sus lesiones, por lo que fue reclamado por el príncipe Octavio para que cumpliese sus funciones como miembro de la guardia real y lo acompañase en la batalla, defendiéndolo en todo momento. Self acató lo que Octavio tenía para decirle y se despidió. La charla entre ambos fue corta y formal; aunque Self mantenía cierto grado de confianza con el rey Alfer, no lo era así con su hijo. El joven sentía cómo la mirada del príncipe se le clavaba en su ser con rencor y desprecio. Tal vez sólo era su impresión ya que no había razón para ello, pero no podía evitar sentirse vigilado. La sola idea que fuese por sospechar de su relación con Dana lo perturbaba. Pero no; no podía ser eso… Si sabía o sospechaba algo ¿Por qué no mandar colgarlo sin más? El hecho de seguir vivo era suficiente razón para creer que el príncipe no sabía nada al respecto; ya que conociendo su temple, muerto estaría si alguna vez se enterase.
Al día siguiente partirían, por lo que debían descansar bien por la noche. Pero fue la mayoría la que no pudo hacerlo. El temor, nervios y la adrenalina que provocaba el momento de la batalla aproximarse, fueron suficiente razón para evitar que los párpados se mantuviesen cerrados. Entre los soldados que no pudieron dormir, se encontraban Self y Alexfre; quienes mantuvieron una extensa conversación mientras la noche maduraba. Luego, cuando Alexfre logró conciliar el sueño, Self aún seguía divagando entre sus pensamientos, entre los cuales la imagen de Dana se le aparecía una y otra vez.  No sólo eran los meses sin verla y todo lo que la extrañaba, sino más bien el temor a jamás volverla a ver. Al día siguiente su vida estaría nuevamente en peligro y no podía dejar de pensar en la última vez que estuvieron juntos… En la última vez que la abrasó, besó o sus miradas se encontraron. No podía dejar de pensar que esas veces podrían haber sido las últimas. Tratando de alejar el pesimismo de su mente, se concentró en el día de mañana, para dar lo mejor de sí y defender a su patria, a Gore. Sus ojos se fueron cerrando e imágenes de él en el campo de batalla comenzaban a aparecérsele delante, hasta que se diluían y volvía a aparecer Dana; de una mirada y sonrisa tan bellas que hubiera jurado que era real, que estaba ahí, a su lado. Entre imágenes y pensamientos encontrados, Self se terminó durmiendo pocas horas antes del alba.
La aurora del nuevo día anunciaba una mañana fría y de vientos fuertes. El gran ejército de Gore comenzó a alistar su equipo con presteza y en pocos minutos fueron llamados a formar. Al poco tiempo sir Neredio pasó revista a la hueste, recorriéndola de punta a punta con su corcel negro. Luego de dar el visto bueno, el príncipe Octavio salió de su tienda de campaña portando una lujosa cota de malla de doble capa de anillos de hierro y con un diagrama sencillo del blasón de Gore sobre su centro, trabajado en anillos de latón. Además traía grebas de hierro, guantes de placas y hombreras del mismo material. Sobre su cabeza tenía un yelmo con cresta y visera móvil, que significaba la terminación de una armadura acorde a la sangre real de Octavio, dándole un porte único a su temple. Sin más, se dirigió a su caballo; el cual se encontraba engualdrapado en blanco y azul, los colores de Gore. Octavio se ubicó en la delantera de una inmensa columna de soldados e inicio la marcha secundado por sus tenientes y los portadores del estandarte real; los cuales alzaban en alto el blasón de Gore, que se ondeaba al viento a cada paso que avanzaban.
Pronto la hueste adquirió un ritmo estable con el que llegarían a la Marca Norte en unos dos días más. El corazón de los hombres estaba inyectado en adrenalina y sumergido en una confianza ciega en el potencial de sus compañeros. Sentimientos entendibles, ya que cada soldado que mirase hacia atrás o hacia delante se encontraba con una columna humana que no parecía tener fin ni principio. Y tanto Self como Alexfre no sentían lo contrario. El primero se encontraba entre la escolta personal de Octavio; mientras que Alexfre se hallaba perdido entre las filas de soldados; pero ambos sentían cómo el éxtasis de la batalla los iba envolviendo poco a poco, ahuyentando el miedo que alguna vez tuvieron.
La marcha fue tan agotadora y engorrosa como antes de llegar a Yurkea, nada más que en ese entonces no hubo queja alguna. Todos estaban completamente concentrados en la batalla que tendrían que enfrentar en pocas horas, la mayoría ansiosa y excitada por comenzarla, algunos temerosos porque significase el fin de sus días. Pero todos pensando en ello, en la batalla.
            Pronto llegaron a los pequeños pueblos ubicados sobre el monte Kite. Fue ahí cuando para algunos el ánimo menguó, mientras que para otros se tornó lleno de ira. Sobre todo para los que alguna vez vivieron allí. Entre gritos de bronca y sollozos ahogados, la hueste avanzó en un páramo de completa desolación y destrucción. Lo que antes eran pequeños pueblos dedicados a la minería, ahora eran sólo restos de chozas quemados y desparramados; nada había quedado en pie.
            Se acercaba la noche y las ruinas de los pueblos destruidos eran el mejor lugar para acampar; pero antes de hacerlo, Octavio envió varios grupos de exploradores para investigar los alrededores, por si había alguna cuadrilla enemiga asentada cerca. Luego de unas horas las dudas fueron disipadas; todos los grupos de exploradores volvieron anunciando que la zona era segura y libre de enemigos. Inmediatamente Octavio solicitó la presencia de sus tenientes y les indicó que organizaran las tropas para acampar antes de que caiga el sol y así lo hicieron.
            Esa era la noche previa al combate. Aunque la ansiedad hacía difícil la conciliación del sueño, la mayoría trató de conseguirlo y soñar con sus mujeres e hijos, soñar que los veía y abrazaba una vez más…
            Self, luego de comer una sopa rancia distribuida por los cocineros de campaña, intentó encontrarse con Alexfre, con el fin de tener una última charla y agradecerle por su amistad, ya que tal vez no se volverían a ver. Aunque recorrió el campamento por largo rato, no pudo dar con su amigo; la cantidad de hombres era demasiada y sólo la casualidad los hubiese juntado. Resignado, volvió a su tienda para descansar y ver, entre sueños, a su amada; la cual también tal vez no volvería a ver. Entre lágrimas y una angustia muda, permaneció pensando en ello.
            El nuevo día había llegado. Self despertó acurrucado con la armadura puesta y abrazándose así mismo, mientras temblaba levemente por el frío. Los gritos y rasqueteo de los metales lo despabilaron con presteza. Al salir de la tienda vio cómo la gran hueste se formaba a toda prisa. La masa de soldados era tal, que al moverse así, daba la impresión de estar presenciando el océano bajo el castigo de una tormenta. Rápidamente, los caballeros montaron y los soldados alzaron sus lanzas, moviéndolas de un lado al otro, como si fuesen la corriente de la marea.
            Uno de los capitanes del ejército, sir Máximo específicamente, se le acercó y ordenó inmediatamente que se preparara para partir. Self, con gesto de sorpresa, preguntó a que se debía tanta prisa. Fue ahí que Máximo le informó que exploradores  de Gore salieron junto con el alba, para recorrer el camino que nos separaba de la Marca Norte y detectar al enemigo. Al volver, anunciaron que el enemigo evidentemente nos había detectado, ya que aguardaba en el llano que separa al monte Kite de la fortaleza asediada, con todo su ejército de frente hacia nosotros y listo para actuar. Esto significaba, no sólo que habían perdido toda posibilidad de sorprender a las tropas de Thira, sino que también el enemigo había elegido el terreno de batalla y ya se hallaba apostado listo para el combate. Tras escuchar sus palabras, Self tomó sus armas y montó velozmente para unirse a la escolta de su señor.
            La gran hueste comandada por el príncipe Octavio, levanto campamento lo más rápido que pudo, antes que el sol alcance las horas de mediodía. Ya listos, iniciaron la marcha hacia el llano en que los esperaba su mortal enemigo. Batalla que no sólo dirimiría o no el asedio de la Marca Norte; sino que también, de esa batalla, dependía el destino de todo Gore. Si llegasen a perder, seria la condena para Herdenia y todo su reino. Octavio sabía eso; sabía que podía ser el salvador del reino de su padre o su mayor decepción. 
            Pronto llegaron al campo de batalla. El escenario de por sí era imponente. El horizonte ya no se veía dividido por los límites entre el cielo y la tierra, sino por una eterna franja escarlata, como una herida abierta y sangrante sobre los campos de Gore. La imagen encogió los corazones de cada uno de los que la presenciaron y sólo rogaron que el enemigo se sintiese igual, al ver los briales azules de ellos dividiendo las nubes grisáceas del rocoso terreno.
            Rápidamente Octavio, sin dejarse intimidar, impartió órdenes a diestra y siniestra; organizando la posición de su gran hueste para el combate. En pocos minutos la compañía se dividió en tres grandes sectores: soldados a lanza y espada al centro, arqueros en el frente y por último la caballería en la retaguardia. Los tres grupos se posicionaron intercaladamente, para que uno pudiera avanzar o retroceder cambiando la posición, según fuese necesario. Pronto estuvieron formados y listos. La distancia que los separaba del enemigo era tan sólo de unos cincuenta estadales o un poco más.
            Sin esperar, los arqueros de Thira comenzaron a tomar posiciones para lanzar la primera gran descarga de proyectiles. La acción del enemigo fue inmediatamente divisada y Octavio ordenó lo mismo a sus arqueros. Sólo faltaba la orden de ambos líderes enfrentados para comenzar el ataque. El breve instante que separó el pensamiento de la voz de los labios fue eterno. Como si el espacio y tiempo se hubiesen frenado, el viento se detuvo y las nubes dejaron de moverse. Repentinamente ambos generales alzaron sus brazos y gritaron la orden de fuego, que fue inmediatamente obedecida.  El cielo ya gris se termino de oscurecer, cubierto por dos inmensas nubes negras. Los proyectiles en el aire se cruzaron y chocaron entre sí, dejando caer en el centro del campo los restos de flechas sin destino; mientras que las que siguieron su curso cayeron sobre la gran masa de hombres que se cubrían como podían con sus rodelas de hierro y madera.
            Al cabo de unos segundos, las nubes grises volvieron a ser visibles, y ambos bandos ya tenían varios cadáveres que cargar. Los briales azules se habían manchado con la sangre propia o la del compañero, al igual que las fuerzas de Thira que camuflaban la muerte y dolor bajo sus túnicas rojas.
            Sin más, los arqueros de ambos bandos volvieron a cargar municiones, esperando la orden de sus líderes que no tardó en llegar. Nuevamente el cielo se oscurecía y los proyectiles caían sobre los hombres, trayendo muerte y desesperación. Los muertos y la sangre aumentaron nuevamente, pero en cuanto pudieron los arqueros volvieron a preparar sus armas. Por tercera vez, los proyectiles alcanzaron el cielo y cayeron como la muerte sobre un anciano. La tierra que antes sólo estaba cubierta por hierba seca y piedras, ahora se hallaba teñida de sangre.
            No hubo una cuarta descarga; ninguno de los dos bandos tenía las fuerzas como para lanzarla o recibirla una vez más. Es así que los arqueros que quedaron, tomaron rápidamente a los heridos que podían ponerse en pie y se los llevaron con ellos detrás de las filas de infantería.   
            Inmediatamente, Octavio ordenó el avance de los soldados, poniendo en primera fila tres hileras de lanceros y el resto de los hombres que se ubicasen detrás y usen espadas. La gran hueste comenzó a avanzar a trote lento; mientras, sus enemigos hacían lo mismo y a la misma velocidad. La distancia entre ambos bandos comenzó a reducirse notablemente, hasta que estaban tan cerca que podían distinguirse las caras unos de otros. Fue ahí que la marcha de trote se cambió por una brutal corrida acompañada con gritos furiosos y ensordecedores. Las hileras de lanceros chocaron y los cuerpos atravesados volaron por los aires, por la velocidad del envión de las armas y de ellos mismos. Pronto la sangre cubrió sus rostros, y el fragor de las armas chocar se convirtió en fondo constante, sólo interrumpido por los gritos de ira o agonía.
            Los guerreros de ambos bandos permanecieron peleando; mientras los líderes se resguardaban detrás de las filas de caballería, hasta ese momento sin ni siquiera moverse. Self tenía la gracia de estar entre éstos, sin separarse de Octavio; a quien debía proteger. Pero a la vez, su ser rebalsó de angustia al ver a sus compañeros morir, e impotencia al no poder ir a ayudarlos. Pero la tristeza fue mayor al recordar que Alexfre sí se encontraba entre el fragor de la batalla.
            El tiempo seguía corriendo y daba la sensación de que los briales azules comenzaban a ser mayoría entre las togas de  rojo sangre. Octavio se percató de ello perfectamente, y su rostro se vio invadido una leve sonrisa, que era sólo una pequeña muestra de su regocijo interior y satisfacción propia.
            Las tropas enemigas, viéndose superadas, dieron la media vuelta y corrieron soltando sus armas hacia la propia caballería, para esconderse detrás de sus filas. Ahora los gritos ya no eran de combate, sino de socorro. Acto seguido; el general enemigo tomó una decisión cruel extirpada de toda bondad, probablemente fruto de la ira que le causaba ver a su propia infantería correr como cobardes. Fue así que ordeno arremeter con ellos y contra los soldados de Gore toda la fuerza de su caballería. Los caballeros hincaron el galope a toda marcha y se llevaron estampados los cuerpos de sus propios compañeros que corrían hacia ellos buscando protección. Los cuerpos volaron por los aires y fueron aplastados por los herraduras de su propia bandera.  Ya no tenían donde correr; los hombres simplemente quedaron petrificados sobre el suelo, sin entender razón ni sentido a tales hechos y así, quietos, fueron atropellados por la caballería.
            En cuanto Octavio vio esto, ordenó la retirada de sus tropas a pie y el avance de la caballería a trote veloz, dejando suficiente espacio como para que no pasase lo mismo con sus soldados de infantería, que regresaban mucho más ordenados que sus enemigos al huir.
            Fue ahí, cuando ambas caballerías se encontraban frente afrente, cuando lo inesperado e inexplicable se abrió paso. El general enemigo alzó su puño hacia delante, pero no empuñando su espada sino… Nada, o por lo menos nada que sobresaliera de su puño cerrado, cubierto por el pesado guante de placas. Octavio lo vio a lo lejos y se extrañó por ello, pero siguió la marcha. De pronto, el puño del general de Thira comenzó a brillar… Sí, a brillar. A cada paso que avanzaba brillaba más y despedía destellos de luz inexplicables. Octavio se sorprendió aún más, pero ya nada podía hacer al respecto. Self también observó esto y también se sorprendió de gran manera; en lo único que pensó en ese momento fue en alcanzar al general antes que lanzara aquella extraña magia que traía en manos.
            Pronto el puño de aquel sujeto brilló a tal punto que su luz opacó a la del sol, cegando a quien la mirase fijamente. Inesperadamente, el cielo cubierto de nubes se revolvió en sí mismo, sin razón alguna y a gran velocidad, éstas comenzaron a descender sobre el brillo cegador en forma de espiral, hasta alcanzarlo. Todos los hombres, tanto enemigos como amigos, frenaron su marcha; poseídos por lo que sus ojos presenciaban, perdiendo toda conciencia y voluntad. El espiral tragó al general junto con el objeto luminoso y se volvió similar a un huracán. El vendaval de nubes comenzó a girar con más y más fuerza, hasta convertirse en una verdadera tempestad. Los soldados a pie y a caballo allí presentes dieron la media vuelta y comenzaron a huir, presionados por el intenso temor infundido en sus almas por aquel huracán aparecido de la nada. Mientras que los que podían se escabullían, el huracán seguía creciendo y se movía con mayor fuerza, alzando por los aires a los  cadáveres y soldados que aún no habían corrido lo suficiente para alejarse de aquel monstruo de la naturaleza. Las nubes, envueltas por círculos de cadáveres a su alrededor, siguieron avanzando y creciendo, tragando todo a su paso.
            Octavio; Self y los que podían; huían a toda prisa del lugar, con el corazón en sus manos por la desesperación que les causaba tal escenario. Es en eso que Self ve no muy lejos el cuerpo de Alexfre ensangrentado, corriendo con dificultad de lo que sus ojos veían. El caballero gritó su nombre para que éste se voltease, pero no fue escuchado, por lo que decidió desviar su camino y llegar hasta él. Se puso en frente de Alexfre y detuvo su montura; su amigo lo reconoció de inmediato y no dudo ni un instante en subirse detrás.
            Pero lo peor aun no sucedía. El huracán  de nubes y cadáveres comenzó a llamear, incendiándose por completo y convirtiéndose en la verdadera furia de los infiernos; arrastrando todo lo que alcanzaba a su centro, convirtiéndolo en cenizas. La masa de nubes rojizas y fuego descontrolado, giró a una velocidad que confundía la percepción y luego creció descomunalmente, como si  estuviese inhalando todo el aire de su alrededor. Al lograr este límite de brutal crecimiento, en su centro se volvió a apreciar aquel brillo, similar a la luz del sol. Al verlo nuevamente, todos los hombres creyeron que era el anuncio del juicio final de los dioses, que habían decidido consumir las almas de los mortales para su eterna purificación. Es más, algunos hasta dejaron de huir…. Sólo permanecieron quietos esperando ser arrastrados por aquella aberración ardiente. Súbitamente, el brillo cegador dejó de emitir luz, hasta desaparecer. Las nubes llameantes se volvieron negras; el fuego se extinguió; y el huracán dejó de girar, dejando de ser tal.
Luego de unos instantes, las nubes se disiparon y volvieron al cielo. Esta vez, en lugar de cubrirlo de gris, lo cubrieron de un negro tan oscuro que parecía como si la noche hubiese apuñalado al día por la espalda; tomado su lugar sin permiso o aviso alguno. Inertes, cubrían la tierra que fue escenario de la destrucción y del caos. Los hombres sobrevivientes aún no podían comprender lo que habían presenciado; aún la voluntad no les volvía al cuerpo y sus pechos aún parecían estallar por el latido descontrolado de sus corazones temerosos. La mayoría ni siquiera osó moverse; sólo permanecieron atontados mientras sus estómagos pujaban sobre sus gargantas, obligándolos a vomitar hasta que sus cuerpos estuviesen vacíos, impulsados por el asqueroso olor a muerte, putrefacción y carne incinerada que reinaba aquella tierra llena de sangre hervida y cadáveres carbonizados.  
Aquel día, no hubo victoria alguna.

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