domingo, 31 de julio de 2011

3º Perte - Capítulo 9

–IX–

El papel extendido por ambos pulgares a cada extremo lucía maltrecho y arrugado. Self, mientras hacía su guardia, la segunda luego de Alexfre, encontró el pequeño trozo de papel, doblado desordenadamente entre su brazal de cuero endurecido y las mangas de su camisa. Recostado sobre el tronco de un árbol, permaneció con éste en las manos sin dejar de contemplarlo, permitiendo que una extraña mezcla de nostalgia y angustia comprimieran su corazón dolido… Frunció los labios y se negó a llorar, pese a que sus ojos se cargaron inmediatamente de lágrimas brillosas, no dejó a ninguna caer…
–¡Self, venid! –clamó una voz masculina detrás de un grupo de árboles, a unos cuantos metros.
Alzó la vista un instante y luego la volvió a posar sobre la carta. La contempló un instante más y, luego de terminar de leerla una última vez, la volvió a doblar en varias partes y la guardó allí donde la encontró.  Luego, con la palma abierta, comenzó a frotarse el pecho cerca del corazón. Solía hacer eso de vez en cuando, cuando estaba a solas, pero esta vez no le bastó; necesitaba verla, tenerla entre sus manos. Hurgó con cuidado en su camisa y tomó de un pequeño bolsillo, oculto al reverso de ésta, aquello que ansiaba. Hacía ya tiempo que se encontraba seca y descolorida, pero sus pétalos rígidos de un violeta tenue, aún le permitían sentirse más cerca de ella. Acarició suavemente sus contornos con las yemas de sus dedos y luego la besó con delicadeza en su centro.
–¡Self, vamos! –llamó la misma voz.
Esta vez ni siquiera alzó la mirada, simplemente guardó la flor en el mismo bolsillo y cerró sus párpados, para recordar con mayor claridad aquel rostro de porcelana y cabellos dorados, con aquella mirada de fuego azulado que se hundió en su corazón desde la primera vez que la vio.
Una lágrima cayó sobre la hierba…

            Alexfre hincó sus dientes con fuerza arrancando un buen trozo de miga de su hogaza, al tiempo que miraba de reojo a la joven Margawse, quien prefería primero cortar pequeños trozos con los dedos para luego llevárselos directamente a la boca.
            –Contadme, contadme más de la ciudad mágica –clamó el joven luego de tragar apresuradamente–. Me intriga.
            –¿En serio? Es que…. No sé que contaros.
            –No sé, lo que queráis… ¿Tienen rey? –inquirió el joven, quien dio otro mordisco al pan. La chica sonrió.
            –No… La Tierra Mágica tiene otras bases de organización… Aunque se podría decir que quien ocupa la maestría posee la misma autoridad y liderazgo que un rey…
            –Vuestra madre… –acotó Alexfre. Margawse asintió–. Pero… ¿No siguen una línea masculina? O sea… ¿No debería ser vuestro padre el maestre?
            –No… El primogénito o primogénita de quien ocupa la maestría es quien hereda el cargo. La esposa o esposo de la maestre puede ser miembro del Consejo, pero no más –aclaró la joven.
            –Veo. ¿Entonces vuestro padre es uno de los consejeros? –continuó preguntando el muchacho.
            –Era… –Margawse bajo la vista, sobre la hierba.
            –Perdonadme… No pensé que…
            –Esta bien, no os preocupéis –interrumpió la chica–. Ya paso mucho tiempo y lo he superado…
            Alexfre no continuó la conversación y dio otro bocado a su desayuno. A veces es mejor hablar de menos que de más; así que un silencio repentino separó a ambos por un buen rato. Cuando por fin terminó de comer, Alexfre sacudió las migas de sus ropas, dispuesto a ponerse en pie; pero justo antes de ello, sin saber del todo porqué, decidió no hacerlo. Simplemente se mantuvo al lado de la joven compartiendo su silencio; el cual, al cabo de unos minutos, dejó de ser tal.
            –Falleció cuando tenía doce años de edad –dijo la joven, volviendo la vista a su compañero–. Para cuando nací, lord Demethrio ya era un hombre mayor… Uno de los magos más importantes y respetados de la Tierra Mágica y miembro del Consejo. Y… –Margawse pausó sus palabras dando paso a un breve silencio, el cual Alexfre respetó sin interrumpirlo; luego prosiguió con su relato–. Y… Y eso es lo único que supe de él. Siempre estaba empotrado en su escritorio, con sus libros y sus cosas…  Nunca pasaba ratos conmigo y pocas veces con mi madre. Siempre distante… Y un día simplemente nos dejó… Siempre creí que lo odiaba por tratarme como a una desconocida, pero cuando murió me di cuenta que no era así… Sufrí, lloré… Me sentía vacía… Como si una parte de mí se fuese con él…
            –Cuando se pierde a un ser querido, es eso lo que se siente: un profundo vacío… Un vacío que uno tiene que encontrar la forma de llenar si se quiere salir adelante y no vivir sufriendo… –dijo Alexfre, sin despegar su mirada de aquel brillo tristecino que lucía la joven en sus ojos carmesí–. Cuando perdí a mis padres, ya hace muchos años, me aferré a lo único que tenía. Y ella llenó todos aquellos espacios de mi corazón, en donde antes solo había dolor… Y así ambos supimos seguir adelante…
            –¿Ella? –pregunto Margawse con timidez.
            –Mi hermana –aclaró el joven.
            –Que suerte, yo siempre quise tener hermanos… ¿Es bello, no?
            –Si, es un afecto único que sólo conoce quien tiene un hermano o hermana…
            –Que lindo… ¿Dónde está ahora?
            –En Herdenia, caso con un aprendiz de herrero –Alexfre sonrió–. Tal vez hasta soy tío y aún no me entero.
            –Tal vez –Margawse, contagiándose de su compañero, dejo que sus labios sonrieran.
            –Os queda mejor… –acotó el joven.
            –¿Qué?
            –Sonreír.
            Nuevamente la joven sonrió y aparto bruscamente la mirada de los ojos de Alexfre; como si se avergonzara de ello, pero tan sólo por un instante, luego, su mirada volvió a posarse sobre ellos.
Un nuevo intervalo de silencio cortó con la conversación y, sin entender porque, Margawse se sintió aún mas incomoda que antes, por lo que terminó con él.   
            –Sabéis… Tenéis razón, con lo del vació que se siente al perder a alguien. Creo que yo lo he llenado con mi madre… La extraño tanto…
            –¿Creéis que cuando terminéis con aquello de la roca podréis volver a la Tierra Mágica?
            Margawse suspiró con tristeza.
            –No sé qué pasará cuando esto termine, pero tengo la esperanza de volver y que todo sea como antes…
            –Si los dioses lo quieren, así será –replicó el joven.
            –Que Los Tres os escuchen.
            Alexfre asintió y miró hacia el cielo.
            –Si deseáis creo que ya podríamos partir. No sea cosa de desperdiciar la mañana.
            –No, por supuesto, cuanto antes estemos del otro lado, mejor –asintió la jovencita. 
            –¡Self, venid! –gritó el joven sin dirección especifica y con la vista sobre los árboles–. No debe andar muy lejos…
            –Así lo espero… Bueno, iré a guardar esto –dijo la chica señalando los restos de provisiones sin consumir. 
            –Si, en cuanto se aparezca Self ensillare los caballos y estaremos listos.
            La joven asintió y se agachó a recoger la comida.
            –¿Y cómo estáis de la pierna? –pregunto Margawse como si recién lo hubiese recordado.
            –Mejor, mejor…
            –Se nota –continuó la joven.
            –¿Si? ¿Tanto más rengueaba ayer? –dijo Alexfre y la chica no pudo contener una sonrisa.
            –No es eso, es que hoy no parecéis enfadado conmigo así que supuse que yo no os dolía…
            Alexfre lanzó una pequeña carcajada.
            –Ah, eso… Si, tenéis razón –le dijo a Margawse, quien le sonrió una vez más y se alejó con las cosas que había recogido. Ya solo, volvió a llamar a su compañero–. ¡Self, vamos!
            <<¿Dónde se habrá metido?>>
Sin esperar a que el mismo Self le trajera la respuesta, avanzó entre los árboles hasta llegar a un grupo de arbustos, los rodeó y vio a su amigo a unos cuantos metros poniéndose en pie.
            –Ahi estabas…
            –¿Listo para partir? –pregunto Self limpiándose el polvo y restos de hierba de los pantalones de cuero.
            –Si, por eso os llamaba. Vamos, sólo falta ensillar a los caballos.
            Self asintió y ambos iniciaron la marcha.
            –¿Y Tomas? 
            –Sigue igual de mal… O hasta peor, pero insiste en que quiere cabalgar –le contestó Alexfre.
            Self bajo la vista y se concentro en sus pies al andar, pensativo, luego dijo:
            –Se volvería a caer… 
            –Seguramente… Lo mejor sería construir una camilla sencilla, tirada por uno de los caballos –Alexfre pausó sus palabras un instante y luego prosiguió negando con la cabeza–. Vaya que será testarudo… En cuanto se lo comente no quiso saber nada… Pero vamos, no veo otra forma…
            –Es que el problema de llevarlo en camilla, además de que os insultaría a vos y toda vuestra familia…
            –Eso no lo dudo –interrumpió Alexfre con una amplia sonrisa en el rostro similar a la de Self.
            –…Es que nos retrasaría varias horas… –continuó Self–. Tened en cuenta que no hay sendero alguno… El terreno es bastante desigual y hay varias raíces que sobresalen de la tierra… No sólo nos retrasaría sino que también no sería un viaje placentero para Tomas… –Alexfre no pudo contener su risa.
            –¿Y entonces?
            –Que cabalgue –le contestó Self–. Para que no se caiga, iremos uno de cada lado bien cerca de él.
            –…Ya quiero ver cuando se os caiga encima a ver qué hacéis… –bufó Alexfre.
            –Lo empujaré para vuestro lado.
            Alexfre lanzó+ una risotada.
            –¿Tenéis una idea de cuánto pesa? Se caerá igual y alguno de nosotros con él. Y con suerte nadie se romperá ningún hueso… 
            –Ya, vamos, es la mejor opción –le contestó Self–. Aparte, si lo vigilamos bien, no le daremos oportunidad a que se balancee demasiado para un lado o para el otro. Tranquilo, todo irá bien…
            –Eso espero… –replico Alexfre–. Y con lo otro… ¿Seguiremos según lo planeado?
            Self asintió.
            –Si, seguro que ya lo saben, no podemos correr el riesgo. 

            –Vamos, moved la maldita pieza de una vez –apresuró el hombre de espesa barba castaña.
            El sujeto aludido al otro lado de la pequeña mesa, también con barba pero de un tono negro y mejor recortada, lo miró dubitativo y luego miró el tablero con la misma expresión en sus ojos hasta que, por fin, tomó un peón y lo hizo avanzar.
            –¿Tanto para eso? Greydor, definitivamente estás perdiendo la habilidad –lanzó con tono burlón.
            –Mientras que no pierda la inteligencia… –replico sir Vero Greydor con una sonrisa en el rostro regordete y rosado como un cerdo.
            Su compañero lanzo un bufido notorio y se cruzo de brazos.
            –Ya veréis… –sin meditarlo demasiado tomó el único caballo que le quedaba y  lo movió en dirección noroeste desde su perspectiva. La pieza era de una madera vieja pero resistente, cubierta de una delicada capa negra de pintura descascarillada. 
            Esta vez Greydor tampoco espero mucho, tomó su alfil blanco y comenzó a moverlo lentamente hacia el hueco que había dejado aquel caballo negro. En vez de tener la vista sobre el tablero, la tenía sobre los ojos oscuros del hombre al otro lado de la meza, su capitán y fiel compañero de ajedrez por más que esto último no le gustara en lo absoluto... En fin, era lo único que se podía hacer allí, tan lejos de todo. Al ser los únicos con rango de sir, eran los encargados de aquel pequeño fortín y no podían abandonarlo como sí lo hacían de vez en cuando el resto de los hombres para ir a Dermathea, en busca de diversión: emborracharse hasta la medula, juegos de azar y mujeres, por supuesto. En realidad, nadie debía abandonar el fortín; pero era una costumbre común que se escabulleran por las noches, de a grupos de a dos o tres, hasta llegar a aquel poblado. Era un secreto a voces, pero nadie hacía nada para evitarlo. Mientras que volvieran antes del amanecer no habría problemas. Pero claro, sir Methy y sir Greydor, segundo al mando, debían dar el ejemplo y quedarse allí, en esa maldita y pequeña fortificación. Vero Greydor adoraba ver cómo se le retorcía el rostro  a sir Methy cuando caía en que nuevamente, pese a su contundente optimismo, perdía la partida. Y esta no era la excepción.
            –Bah, maldito alfil. ¡Maldito seáis vos y tu juego! –lanzó el capitán airado, que como respuesta recibió una carcajada de su compañero.
            –¡Jaque! –clamó Vero luego de la extensa risotada que le había dejado las mejillas aún mas rosadas.
            –¡Aun no me has vencido mequetrefe! –gritó sir Methy señalándolo con el dedo índice y con unos ojos amenazantes que parecían salírseles de la cara. Cuando estaban frente a sus hombres eran mucho más respetuosos entre ellos; pero cuando estaban a solas solían olvidarse de aquello y sir Methy tenía un temperamento particularmente inflamable.
            Entre risas y amenazas, sin que Methy moviera aún, alguien llamó a la puerta.
            –¡Que queréis! –clamó el capitán.
            –Mi señor, un vigía divisó jinetes aproximándose –se escuchó del otro lado.
            –¡Adelante, pasad! 
            La puerta de grueso roble, reforzada con clavos de hierro, se abrió con un débil sonido. Por el dintel cruzó un hombre de armas, ataviado con cuero viejo y oscurecido y una cota de malla de media manga y hasta la cintura.
            –Mis señores –dijo, tras una reverencia a ambos sujetos sentados a la mesa–. Terian acaba de ver a dos jinetes, pronto estarán frente a la puerta principal –terminó diciendo con la vista sólo sobre sir Jarod Methy.
            –¿Portan estandarte? –inquirió sir Methy.
            –No, pero pareciera que visten con briales azules de Gore –contestó el informante.
            –¿Pareciera? –el capitán lanzó un bufido–. Bien, que se acerquen, pero que los arqueros y guardias estén atentos. Pueden ser los traidores.
            Para cuando Jarod Methy y Vero Greydor llegaron al portón principal del Cruce Oriental, los jinetes que se les había anunciado ya se encontraban detenidos por seis de sus hombres y atentamente vigilados a la distancia por cuatro arqueros con arco y flecha en manos, aunque sin tensar.
            –Ah, caballeros de Gore –clamó el capitán Jarod al ver que efectivamente vestían con briales de Gore, de un azul mucho más oscuro y radiante que el de su brial, viejo y descolorido–. Un gusto teneros en el Cruce ¿En qué puedo serviros? –las palabras amables del hombretón de cabello y barba castaña no concordaban con las miradas cautelosas e incluso amenazantes de los guardias que le habían cortado el paso a los jinetes recién llegados.
            –¿Sois el capitán del Cruce oriental? –preguntó uno de los caballeros a caballo. Jarod Methy asintió con una sonrisa–. Venimos en busca de sir Self de Gore, tenemos una orden de arresto por alta traición ¿Me imagino que ya estaréis al tanto no?
            Methy y Greydor cruzaron miradas. 
            –Sí, ha llegado un cuervo con órdenes directas de no dejar pasar a nadie y arrestar a quien se presente como sir Self de Gore… –confirmó sir Methy–. Pero bien. ¿Qué hacéis vosotros aquí? Creo que cuento con la cantidad de hombres suficiente como para llevar a cabo esas órdenes… Ah, y si no os molesta, me gustaría saber con quién hablo, si os presentáis…
            –Sir Jerek, mi señor –dijo el mismo jinete. En cuanto Methy escuchó el nombre que quería, hizo señas con las manos a sus hombres para que se aparataran del camino y bajaran la guarda–. Llegué hasta aquí siguiendo el rastro de de sir Self, hasta la encrucijada de caminos que está a unos horas de aquí hacia el oeste; pero a partir de allí el rastro es confuso. En fin… Entonces cálculo que no ha intentado cruzar la frontera, por lo menos por aquí.
            –No mi señor, no lo ha intentado. ¿Os molestaría decirme el nombre de vuestros hombres?
            –No veo el porqué del interés, pero si os place… –clamo Jerek. Methy asintió–. Me acompaña Alexfre de Truma. En el camino aguardan dos soldados más: Dean, y Horle, vigilando el paso –terminó diciendo. El capitán pareció aún más satisfecho y tranquilizado ya que dichos nombres eran los que esperaba escuchar.
            –Bienvenidos a mi Cruce espadas de Gore –dijo el capitán con los brazos levemente abiertos. Esta vez fue Jerek quien asintió levemente.
            –Os agradezco, capitán.    
–El mensaje del cuervo vino con los nombres de los que darían arresto al traidor, así que sólo era para cerciorarse –aclaró Vero Greydor, quien había guardado silencio hasta entonces.
¿Quién supondría que Self daría con esos nombres gracias a Alexfre?
            –Veo, muy apropiado –dijo Jerek dirigiendo su mirada al hombre de rostro rosado y de torso similar a un barril.
–Vamos, está oscureciendo, os invito a pasar la noche y a llenar las barrigas con carne asada y cerveza dorada, la mejor –clamó Jarod Methy con una pequeña risa al final.
–Os vuelvo a agradecer vuestra hospitalidad, pero esta no será la ocasión mi capitán. El traidor se nos ha escabullido y no podemos darnos el lujo de perderlo. Debemos continuar.
Sir Methy lanzó una carcajada sorpresiva.
–Claro, claro –terminó diciendo luego de reírse–. Bien, pero entonces decidme en que os puedo ayudar… ¿Provisiones, caballos descansados? Sólo decidlo.
–Decidme en qué dirección queda el pueblo más cercano y si hay otro posible paso por el que hubiese intentado cruzar la frontera.
Aunque el ofrecimiento del capitán era tentador, Self quería salir de allí cuanto antes; las mentiras tienen patas cortas y no quería quedarse a averiguar qué tan cortas eran las de la suya.
            –Sí, sí, claro. Lo más cerca de aquí es Dermathea, a unas treinta leguas hacia el norte; a trote llegareis a media noche. Después otro paso… No, no hay… Este es el único, aunque… –de pronto bajó la vista y permaneció callado, pensativo–. Pasando Dermathea hay unas cuevas, antaño se decía que llegaban al otro lado, pero la verdad es  que nadie sabe bien hasta donde van, es decir… Nadie salió vivo de allí para decir hasta donde llegan –aclaró con una sonrisa amarillenta–. Puede que intentasen pasar por allí, pero si así lo hicieron podéis volver tranquilo a Herdenia, están muertos. 
            –Es la Cueva de los Condenados, allí se suelen arrojar a los ladrones y violadores que pasan por Dermathea, algunos ilusos creen que podrán salvarse y se adentran. Jamás salió ninguno. Pero la mayoría ya conoce su fama y ni siquiera lo intenta, prefieren enfrentarse al acero de los guardias que los llevaron hasta allí –acotó Vero Greydor sintiéndose obligado a aclarar nuevamente la palabras de sir Methy.
            –Bien, os agradezco la información. Hasta luego capitán –y con aquel simple saludo Self, dio un débil tirón de riendas para que su montura comience a girar devuelta hacia el camino, sus compañeros lo imitaron.
            –Hasta luego sir Jerek, suerte en la caza –terminó diciendo sir Jarod Methy con otra carcajada.
            No hubo respuesta, el pequeño grupo de jinetes se alejó lentamente, pero sin volver la vista hacia la pequeña fortaleza del Paso Oriental, que no era más que un torreón rodeado por una muralla de unos dos metros de altura con una pesada puerta de roble reforzado con hierro.
            A cada paso que se alejaban, Self recuperaba la tranquilidad y su corazón recuperaba el ritmo de sus latidos. Pronto el Paso Oriental quedó a lo lejos; al volver la vista, casi parecía del mismo tamaño de una miniatura de porcelana que entraba en la palma de una mano. 
            –Ja, cómo han caído  eh! –clamó Alexfre con notoria alegría.
            –Eso espero –contestó Self lejos del mismo entusiasmo–. Pero igual no nos ha servido de nada, se han enterado y no podemos cruzar…
            –Por lo menos sabemos dónde está el próximo pueblo. Allí averiguaremos si realmente Cruce Oriental es el único paso al otro lado… Además están aquellas cuevas…  
            –¿La de los condenados? No parecen una opción muy alentadora…
            –¿Qué? ¿Tenéis miedo? –dijo Alexfre riéndose. Self lo miró de reojo–. Vamos, ¿Qué puede haber allí? ¿Un lobo, dos lobos, tres? ¿Un oso? Sea lo que sea no será rival para dos hombres armados. Yo diría que no es tan mala opción como nos hicieron hacer creer. 
            Self negó con la cabeza.
            –No, tiene que haber otro camino más seguro. Tal vez un cruce más elevado, al norte, o al sur… No sé.
            –¿Y si no? –inquirió Alexfre.
            –Y sino… Ya no será una buena o mala opción. Será la única.
            Ambos continuaron al trote hasta llegar a una arboleda aledaña a un delgado y sinuoso camino de tierra endurecida que se abría en dos ramas. Se adentraron entre los árboles y dieron con Margawse y Tomas. La chica se alzó de un salto al oírlos y los esperaba con la espada del caballero herido en manos, cuando los reconoció la bajo inmediatamente dejando que la punta bese la hierba.
            –¿Sabéis usar eso? –acotó Alexfre con una sonrisa.
            –Espero que nunca me haga falta saberlo –replicó la joven–. ¿Y, cómo les ha ido? –terminó diciendo. Self negó con la cabeza.
            –Ya lo saben, no podremos pasar por el Cruce Oriental… Lo lamento –informó con tono desanimado.
            El rostro apacible de Margawse se transformo deliberadamente, cerró los ojos, tragó saliva y dio un profundo suspiro, para controlar su propio enojo y no dejarse llevar por el fantasma de la desesperación. Todo dependía de cruzar al otro lado de las montañas.
            –¿Y no hay otra forma? –dijo la jovencita con dificultad.
            –Puede ser –Alexfre se apresuró a contestar–. Conseguimos información sobre la ubicación del pueblo más cercano, allí además de tratar a Tomas podemos indagar sobre la posibilidad de otro camino. También nos dijeron algo de unas cuevas, que dicen que son muy peligrosas, pero que se cree que llevan al otro lado –dichas palabras parecieron traer un respiro a la joven, quien alzó la vista hacia él y luego hacia Self buscando la confirmación.
            –Sí, pero esas cuevas tal vez sean tan peligrosas como dicen, lo mejor es averiguar si hay otro camino más seguro, aunque tengamos que perder algunos días de viaje… –aclaró Self, aunque él también prefirió omitir el nombre de aquellas cuevas.
            –Tiempo…. Tiempo es lo que no tenemos… –dijo la joven con la vista baja.
            –Lo siento Margawse, de veras… Si no fuera por mí ya estaríais del otro lado… –se sinceró Self.
            <<O muerta…>> Pensó la chica.
            –No digáis eso sir –aunque sabía que las palabras de Self pudiesen ser ciertas, confiaba en él–. No sé qué sería de mi si no fueseis vos quien me acompañase, ni tampoco quiero averiguarlo.
            –Bueno… –intervino Alexfre–. Creo que ya no hace falta que estemos aquí, Dermathea no está muy lejos, pero si no nos vamos, ya mismo terminaremos durmiendo de vuelta en un bosque… 
            –Sí… –afirmó Self, alzando la vista sobre las copas de los árboles. Ya no se veía el sol y el cielo se tornaba más azulado minuto a minuto.
            –Tomad, esto es vuestro –dijo la muchacha, al tiempo que le ofrecía a Self un bulto de tela azul: la capa de los caballeros de la guardia real.
            –Ya no creo que me sea de utilidad, sólo nos traería problemas si alguien me viese con eso… –pensó un poco sobre sus palabras y luego continuó–. Dádmela, y la de Tomas también.
            La joven le alcanzó las dos capas y Self, ante las miradas curiosas de sus compañeros, las depositó entre las raíces de uno de los robles que crecía en aquella arboleda. Luego de esconderlas casi en su totalidad, tomó un buen puñado de tierra del suelo y la esparció sobre la tela hasta que no hubo rastro de aquel azul brillante.
            –Listo… –se sacudió las manos una contra la otra–. ¿Cómo esta Tomas?
            –Sigue sudando… La fiebre no parece bajar –contestó Margawse, señalando al veterano recostado semiconsciente a unos  metros.
            Alexfre se acercó y se agachó para tocarle la frente.
            –¿Tomas, me escucháis?
            –Sí… –Tomas respiraba con dificultad y no podía centrar la mirada en Alexfre–. La cabeza se me parte… Dadme un mazazo y ya…
            –Está caliente como el acero en la fragua y suda como hielo bajo el sol… –aclaró el joven mirando hacia Self y Margawse. Se secó el sudor de la mano contra sus ropas. 
            –Revisadle la herida… –sugirió Self.
            Alexfre corrió con cuidado la camisa de lino de Tomas allí donde la cota de mallas rota ya no cubría el hombro. La carne alrededor de la herida estaba oscurecida, acercó la nariz y también pudo percibir el hedor del corte.
            –Está empeorando… Tenemos que darnos prisa.
            –¿Está negra, no? Dejadme aquí… Ya no vale la pena… –balbuceó el hombretón de barba jaspeada.
            –Tranquilo, hay un pueblo a unas treinta leguas –lo tranquilizó Alexfre, aunque sabía que de poco serviría; el hombre cargaba con los años de la experiencia y había más verdad en sus palabras de la que quería reconocer.
            –Si llegamos a tiempo… –terminó diciendo el veterano.


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