viernes, 3 de junio de 2011

3º Parte - Capítulo 1

-I-

El pequeño recinto que hacía de cripta se encontraba atestado de velas de diversos tamaños, todas ellas a medio consumir. Sus débiles llamas se encontraban de tal forma que iluminaban con claridad el centro de la habitación, precisamente el altar de piedra que allí se encontraba. Altar que se encontraba ocupado con el cuerpo tieso y sin vida de la joven Margawse. Su ser frío y pálido se encontraba cubierto por un lujoso vestido de seda azul, lleno de pequeñas incrustaciones de lapislázuli y bordado con hilos de oro. Su cabello había sido trenzado y sobre sus sienes había una tiara de plata pulida, mientras que de sus orejas colgaban dos pendientes del mismo material, que centelleaban a la luz de las velas. Sus manos, dispuestas una sobre la otra sobre su vientre, lucían brillosos anillos sobre sus dedos; mientras que sus pies calzaban sandalias doradas. Pero ningún tipo de ornamento podía compararse a su belleza natural. Belleza que se había consumido junto con su vida. Ahora su rostro pálido sólo traía dolor y sufrimiento a quien lo mirase.
Detrás del círculo que formaban las velas sobre el altar, sólo se encontraba una espesa oscuridad cargada de una humedad gélida, proveniente de los gruesos muros subterráneos, que helaba los huesos y comprimía los corazones. Era realmente un ambiente triste, que sólo transmitía desesperación y muerte en el aire. 
Recostado sobre sus rodillas, un sujeto se encontraba frente al altar enteramente cubierto por una túnica oscura, dejando únicamente al descubierto sus dos manos con los dedos entrecruzados en señal de oración. Sus ojos no miraban el cuerpo sobre el altar, sino los fríos bloques del suelo. Así, aquel hombre permaneció arrodillado por largo tiempo sin siquiera moverse.
Luego, una serie de pasos acercándose rompieron con aquel silencio mortecino. Otro sujeto, también cubierto por una túnica marrón oscuro, se ubicó al lado del hombre arrodillado sin hacer caso a este. Sólo permaneció allí, de pie, contemplando a la joven sobre el altar. Al cabo de unos minutos también se arrodilló junto al otro hombre.  
–No creí que viviría para presenciar tan terrible suceso… –musitó el recién llegado.
El otro sujeto lo miró y corrió su propia capucha hacia atrás, descubriéndose el rostro. Era Golthor.
–Lo sé Edorias. Yo siento lo mismo. Es la mayor desgracia que ha sufrido la Tierra Mágica…
–Si… Ahora, con nuestra señora agonizando sus últimos días y su hija, la legítima heredera para sustituirla, aquí, muerta delante nuestro; estamos en las manos de aquel hombre impulsivo que se deja llevar por las debilidades del hombre común… –clamó Edorias con frustración en la voz.
–Eso es cierto, pero debo reconoceros que mi corazón sufre más por la pérdida de Margawse y no por la situación que ello genere…
–Mis perdones Golthor… Ahora me siento avergonzado y ya no tiene credibilidad que os diga lo mismo. Mis perdones… –dijo su compañero al darse cuenta de sus palabras.
–No tenéis porque. Al fin y al cabo, la protección y prosperidad de la Tierra Mágica es siempre lo más importante. Más que nosotros mismos –musitó Golthor, quitando de ofensa a las palabras de Edorias.
–Si… Tierra Mágica que ahora está en manos de Dawrt, auto declarado Gran Maestre interino– acoto, Edorias.
–Era de esperarse. Alguien tenía que cubrir aquella falta de autoridad…
–Si ¿Pero tan rápido y sin la aprobación del Consejo? –insistió Edorias–. Además, si la situación no cambia. Todos caeremos en la perdición. Puesto que participar de la guerra entre Thira y Gore, es lo único que significa para nosotros: perdición.
–Vuestras palabras son muy ciertas. Pero debéis tener cuidado de quien las escucha.
–No temáis por ello. Peor sería permanecer cruzados de brazos –hizo una pausa y ambos se miraron evaluando sus pensamientos, luego continuó–.  Volveremos a hablar viejo amigo, por ahora me despido –terminó diciendo Edorias, mientras se ponía de pie y se dirigía fuera del recinto.
En cuanto Edorias se diluyó entre la espesura de la oscura humedad, Golthor volvió a sus oraciones.

Octavio caminaba a paso firme  con una mirada recia, que los guardias preferían esquivar cuando lo veían pasar delante suyo. El sol ya se había ocultado y todo el castillo se encontraba en sombras y oscuridad, pero igualmente Octavio insistió a los guardias reales, que custodiaban los aposentos de su majestad, que lo dejasen entrar. Inmediatamente, uno de los soldados pidió al príncipe que aguardase unos segundos, y luego pasó a entrar en los aposentos reales, para avisar al monarca la presencia de su hijo. Luego de hacer una leve reverencia dijo:
–Mi señor, rey de todo Gore. Vuestro hijo se encuentra aquí, fuera de sus aposentos, insistiendo en hablar con vuestra majestad –sin poder decir más fue inmediatamente interrumpido.
El portón de la cámara volvió a abrirse bruscamente, dejando el paso libre al príncipe Octavio, quien entro velozmente.
–Padre. Disculpad las horas, pero necesitaba veros sin más demoras –tras decir esto se volteó hacia el guardia que allí se encontraba–. Podéis retiraros.
El guardia quedó sorprendido por la repentina entrada del príncipe, el rey aún no le había dado su permiso. Sin osar hacer nada al respecto, simplemente irguió su postura y se retiró del recinto, cerrando la puerta detrás de él.
Esta vez Alfer no se encontraba ocupando su trono, cubierto de finas telas y ornamentos… No; esta vez se encontraba recostado sobre su lecho, vestido únicamente por un camisón blanco, cubierto por sábanas del mismo color  y diversas pieles para darle abrigo y protegerlo de la incisiva humedad de los muros que, tarde o temprano, le robaría la vida. Sus pesados párpados se entreabrieron y sus labios se separaron débilmente.
–Hijo… Debéis calmar vuestro temperamento si queréis vivir más años que yo… –musitó el rey. Luego de una leve pausa continuó–. Si aún conservo la cordura podría asegurar por lo que has venido a hablar… –terminó diciendo el anciano soberano.
–Probablemente. Sé que ya hablamos de ello por la mañana, pero no podía seguir aguardando un día más para decir lo que he venido a decir –clamó el hombre.
–Os escucho… –dijo Alfer con voz tenue y débil.
–Sé que a lo largo de los años vuestra majestad ha confiado ciegamente en los consejos de los maestres de la Tierra Mágica. Pero esta vez es distinto… Creo que os estáis equivocando y gravemente –Octavio hizo una pausa esperando la respuesta de su padre, pero esta no llego; el rey permaneció callado, esperando escuchar todo lo que el joven tenía por decir–. Esta vez es distinto, porque el enemigo es distinto. Como os he dicho, Thira debe contar con el poder de las artes oscuras, el poder de la magia… Fuerzas que usará contra nosotros en cuanto recuperen sus tropas; mientras nosotros, por más que volvamos a reunir un ejército similar, nada podremos hacer contra ellos. Tal vez… Tal vez la Tierra Mágica nos ha traicionado y es ella la que provee de artes oscuras al gobierno de Thira.
–Callaos, callaos… –clamó el anciano, elevando su  tono de voz con cierto es fuerzo, al tiempo que negaba con la cabeza–. Si de algo estoy seguro es de que la Tierra Mágica no nos ha traicionado. A lo largo de toda mi vida y a lo largo de la vida de mis ancestros, la Tierra Mágica jamás se ha corrompido por los poderes mundanos.
–¿¡Entonces!? ¿Entonces cómo explicáis lo que el enemigo nos ha hecho? –clamó Octavio, con vigor y sin ocultar su enfado.
–Según como me habéis relatado los hechos de la batalla del monte Kite, lo que Thira hizo no sólo fue contra nosotros, sino también contra ellos mismos. Dieron utilidad a una fuerza oscura que no son capaces de controlar. Una fuerza que deben haber encontrado de cualquier otra forma, menos de las manos de la Tierra Mágica.  
–No entiendo vuestra necedad, padre. Es cierto que también ellos fueron consumidos en el fuego de los infiernos que ellos mismos trajeron. Pero igualmente no es posible otra fuente de tal poder que no sea la Tierra Mágica. No existe ni ha existido otra fuente de tal poder… –dijo el príncipe, al tiempo que comenzaba a caminar en círculos impulsado por el nerviosismo.
–Eso es algo que no sabemos y que debemos preguntar. Y es justamente a los sabios de la Tierra Mágica a los que recurriré para conseguir las respuestas que nos faltan…
Octavio se volvió  frustrado hacia su padre y dijo:
–¡Veis! ¡Veis lo que digo! Tenéis demasiado en cuenta todo lo que ellos hagan o digan, como si fueran parte de vuestro gobierno. ¿Desde cuándo somos una provincia de la Tierra Mágica? No veis que siempre hacéis lo mismo… ¿Y si nos mienten?
El rey se pasó la lengua por los labios para evitar que se resequen y con su tono de voz, característicamente opuesto al de su hijo, le respondió.
–Sois demasiado joven para comprender los lazos que unen a Gore con la Tierra Mágica; lazos de respeto mutuo, lazos que persiguen los mismos objetivos; el bienestar de todos. No entiendo porqué os resulta tan difícil creer que tales lazos puedan existir, sin esconder un lado oscuro o malas intenciones ¿Acaso dudáis de vuestros propios valores?
–No dudo de mis valores, dudo de los valores del resto y sólo respondo a los hechos. Thira tiene una fuente mágica de poder y de algún lado debió haber salido… –clamó Octavio, quien luego de una pausa continuó– Además… Aunque los ancianos de la Tierra Mágica no nos hayan traicionado, tampoco hacen nada para ayudarnos. Es hora de quitarnos de encima a ese par de ineptos que se negaron a ayudarnos en la guerra contra Thira. Y probablemente se sigan negando a pesar de lo que ha sucedido.
–Por favor hijo… Siempre supisteis que la Tierra Mágica sólo sigue la vía diplomática hasta agotarla por completo. Vuestras palabras ya carecen de fundamento y parecen fruto del recelo, más que de la razón –dijo el anciano monarca, sin moverse de su lecho–. Sabéis que el rey de Thira ha muerto; su heredero no es más que un niño. Si las negociaciones diplomáticas se renuevan, seguramente se dará fin a esta guerra, sin derramar más sangre.
–No padre, no me estáis escuchando. Teodeo, justamente porque es un chico hace lo que le diga el Consejo de Dagobert; la guerra no hizo más que empezar. Sois vos el ciego. Si la Tierra Mágica no ratifica su alianza con nosotros,  ayudándonos en el campo de batalla, no sólo son unos buenos para nada, sino que también confirmarían mi sospecha de que nos han traicionado. Mientras que, por otro lado, siguen endulzando vuestros oídos con consejos razonables y pacíficos, que son lo suficiente para teneros amarrado a su placer –clamó Octavio, con cierta prepotencia en sus palabras, al notar que su padre le hacía oídos sordos.
–Calmad vuestras palabras; no os olvidéis que además de ser vuestro padre soy el rey de Gore; tu rey –el monarca hizo una breve pausa prosiguió–. Gracias a la ayuda de la Tierra Mágica, la paz ahora quebrada perduró más de lo que nadie creía. Así que no hay que buscar culpas donde no las hay. Nuestro único enemigo es Thira.
–Pero… –Octavio no pudo ni siquiera terminar una oración, que fue interrumpido por su padre.
–¡No, basta de especulaciones innecesarias! –clamó el rey con un gran esfuerzo de su cuerpo, que lo obligó a toser repentinamente durante los segundos después. Octavio no dijo nada, miró fijamente a su padre mientras se recuperaba. Tras unos instantes, el monarca continuó–  Hijo…. He gobernado por muchos años y sé lo que hago…
–Sé perfectamente el tiempo que habéis portado la corona, tal vez ya sea demasiado… –Al ver que ya no tenía sentido seguir incurriendo en el mismo tema, Octavio terminó de decir tales palabras y se volteó, abandonando la habitación con la misma brusquedad con la que entró.
Inmediatamente, luego de retirarse Octavio, entró unos de los guardias para consultar al rey sobre su estado y si su majestad requería de algo antes de dormir. El monarca despidió al guardia con un simple gesto de mano, quedando nuevamente en soledad.   
Alfer, sentido por  las últimas palabras de su hijo, permaneció tendido con su semblante entristecido, aunque calmó su conciencia eligiendo creer que sólo fueron palabras fruto del enojo. Aferrándose a que su hijo terminaría entendiendo sus decisiones, el rey dejó que el peso de sus párpados cerrara sus ojos naturalmente, aguardando así hasta conciliar el sueño.
 A pesar de que la aurora del día siguiente trajo consigo los fríos vientos del este, el cielo se encontraba despejado de nubes. Sólo un eterno manto celeste se alzaba sobre los goretios al despertar plenamente, iluminado por un sol radiante que subía lentamente desde el horizonte. Ese día la princesa Dana se había levantado tan temprano como el día. Luego de dedicarle un momento de oración a Ishk en el pequeño templo del palacio, se dirigió al comedor para romper el ayuno junto con su padre. La princesa notó al monarca con un temple más apesadumbrado  de lo que acostumbraba verlo. A pesar de que inquirió al respecto, el rey calmó sus preocupaciones diciéndole que sólo se debía a una mala noche. A continuación, luego de haber terminado de comer y beber, la dama aprovechó la compañía de su padre para decirle que deseaba salir unos minutos del castillo y caminar un poco fuera de sus húmedos muros; el día era muy bello como para no hacerlo. Sin preguntas, Alfer la despidió dulcemente, procurándole que disfrute de la naturaleza como toda jovencita de su edad. Dana se despidió con la misma ternura y abandonó el recinto acompañada de su damisela principal, Beatriz, que siempre seguía sus pasos a menos que ella misma se lo negara.    
Ambas mujeres atravesaron pasillos y patios internos, charlando y riendo como dos jovencitas despreocupadas. Era poco usual ver a la princesa Dana mostrando su alegría y gracia, generalmente conservaba un semblante de serena seriedad y respeto. Pero esta vez era distinto; algo la mantenía suficientemente contenta como para hacerla olvidar de su acostumbrado comportamiento. Las dos mujeres avanzaron a paso lento, bajo las miradas serias y apesadumbradas de los guardias, creando una atmósfera de notable contraste. Atmósfera que se mantuvo hasta salir del castillo, en donde la fuerza vital de aquel majestuoso día era acorde a la vitalidad de las mujeres ,que se mostraron aún más alegres al caminar bajo los rayos del sol, que cubrían sus rostros como una cálida caricia. Sus cuerpos y ropas brillaban ante la intensa luz, expulsando todo rastro de  opacidad y humedad, características de vivir entre los gruesos muros del castillo.
Ante sus ojos se extendía un hermoso paisaje digno de contemplar. El sol apenas cubría las cumbres de las Montañas Eternas del este, tiñendo sus mantos blancuzcos de nieve pura, de un dorado radiante. Los rayos de sol, que se escurrían entre las cúspides, hacían rebosar de brillo a la Laguna Serena; al punto que cegaba la vista. Por último, la joven luz de aquel día inundaba las praderas, volviéndolas aún más verdes, hasta llegar a los imponentes muros de Herdenia. Los tejados de las casas, apiñadas unas junto a otras, resplandecían bajo la potente luz del sol.
Ambas mujeres permanecieron unos instantes contemplando aquel espectáculo de la naturaleza, como si estuviesen memorizándolo para recordarlo cuando estén nuevamente dentro de los húmedos muros del castillo. Luego, las dos damas comenzaron a descender de la mano por la pendiente que alzaba al palacio real y tenía a sus pies al resto de la ciudad, tras una muralla secundaria. En sí, se trataba de una pequeña colina. Toda Herdenia se encontraba construida a su alrededor y en parte sobre ella, pero en la cúspide de la misma sólo se encontraba el palacio real, separado del resto de la ciudad por algo menos de media legua. El espacio formado sólo estaba ocupado por escasos almacenes, molinos, cuadras y una barraca externa. El resto del espacio seguía verde y jaspeado por árboles aislados.
Pronto estuvieron fugitivas de las miradas vigilantes de los guardias de las almenas al recostarse detrás de uno de los muros de un almacén, en donde aguardaron unos segundos para recuperar el aliento, ya que se alejaron bastante en poco tiempo y el agotamiento no tardó en notarse. 
–Uf, cuanto que caminamos –clamó Dana con la voz algo agitada. Beatriz sólo asintió con la cabeza, respirando aún más agitada que su señora–. ¿Creéis que estemos lo suficientemente lejos? –inquirió Dana.
–Sí mi señora; nuestras figuras sólo deben ser puntos difusos para los que nos observasen desde el castillo; si es que nos estuviesen observando… –contestó la damisela.
–Sí, tenéis razón, me preocupo mucho. ¿No? –Beatriz volvió a asentir junto con una sonrisa en sus labios–. Pero igualmente he disfrutado de la acelerada caminata. Caminar bajo este sol es un placer, por más que mis pulmones se quejen de ello –terminó diciendo Dana, mientras soltaba una pequeña carcajada.
–Estáis en lo cierto –contestó Beatriz, manteniendo su sonrisa.
–Bueno, creo que ya recuperé el aliento ¿Seguro que no os molesta aguardarme aquí? –preguntó la princesa.
–No mi señora, en absoluto. Me distraeré juntando flores, y tal vez hasta haga una guirnalda con ellas si el tiempo me alcanza.
Dana rió.
–Trataré de no tardar tanto.
En cuanto dijo esto, Dana se puso de pie rápidamente y se despidió de su damisela con un gesto de sus manos y una sonrisa, el cual fue respondido de la mima manera. Dana continuó descendiendo sola por la empinada colina, escabulléndose entre las sombras de los árboles, por si había alguna mirada lejana sobre ella; aunque fuese improbable, prefería no correr riesgos. Sus pasos eran ligeros y rápidamente se alejó del almacén en donde había estado con Beatriz. Después de unos pasos más, Dana divisó unas ruinas de un viejo molino en desuso e inmediatamente sus pasos dejaron de ser ligeros, para convertirse en trote. Dirigiéndose en dirección a aquel molino, Dana avanzaba con velocidad y con una vitalidad rebosante sobre su rostro. En cuanto estuvo sólo a unos metros del lugar, vio a Self sentado entre los escombros. Ahora la razón de su alegría quedaba al descubierto. Pronto Self también la vio a ella y su semblante cambió, contagiándose de la misma vitalidad y contento.
            Pronto sus cuerpos se entrecruzaron en un largo abrazo y sus labios se unieron apasionadamente para no separarse, desahogando sus profundos sentimientos de añoranza y deseo. Luego, sus miradas chocaron y se perdieron mutuamente, una sobre la otra, largos segundos antes de que Dana dijera las primeras palabras.
            –¡Cuánto os he extrañado! El tiempo que pasa sin veros se me hace eterno, por más que haya sido sólo un día o apenas unas horas. Mi corazón no podrá resistir así por siempre…
            Tras decir esto, Self volvió a abrazarla tan fuerte como la primera y habló a su oído con sinceridad.
            –Lo sé Dana… Cada vez que os escucho y siento vuestra piel, mi corazón desborda del amor que os tengo.
            Como respuesta, Dana sólo se aferró con más fuerza a las ropas de su amado, sin pronunciar palabra. Al cabo de unos segundos, los brazos de ambos se fueron separando lentamente, diluyendo el abrazo pero manteniéndose unidos por las manos.
            –Ya sé que lo hemos hablado varias veces; hasta el cansancio; pero ya no sé si permanecer escondidos sea lo correcto. Temo que mi padre se entere por otra boca que no sea la mía de nuestro mutuo sentimiento –musitó Dana, sin despegar los ojos de su amado–. Además… –intentó continuar Dana; pero su propia duda la detuvo.
            –¿Además qué? –inquirió Self.
            –No se… Pero tal vez mi hermano ya lo sepa. Sus miradas y comentarios así lo hacen parecer. Lo único que me hace dudar de que así sea, es que aún no se lo ha dicho a mi padre, ni tampoco me enfrentó de forma directa con sus dudas o aciertos sobre nuestra relación… –exclamo Dana, exponiendo sus temores.  
            –No os preocupéis por ello. Ya os he dicho que si vuestro hermano, aunque sea sospechase, mi cuerpo ya carecería de vida –clamo Self.
            –¡Basta! ¡Dejad de decir eso! ¿No veis que tales palabras sólo me hacen sufrir? La sola idea de perderos es una puñalada. No lo volváis a hacer… –clamó la princesa con vigor en sus palabras.
            Self no contestó, sólo la miró por unos instantes, hasta que la mirada de ambos se volvieron cristalinas. Acto seguido, se juntaron en un breve abrazo, que Self aprovechó para susurrar a los oídos de su amada que lo perdone. Los dos sabían que Octavio sería capaz de ello. Por más que Dana obviara admitirlo, era una de las principales razones por la que ocultaban su amor. Al separarse nuevamente, Self apreció cómo el rostro de Dana se encontraba entristecido, al punto de llorar. Inmediatamente pasó su palma por la suave piel de su mejilla, devolviéndole la frescura y alegría de antes.
            –Que fácil le devolvéis la alegría a una mujer… –musito la princesa con una leve sonrisa.
            –Sólo si la amo y ella a mi –respondió Self sonriente.
            –Bastó una simple caricia para hacerme recordar…  –musitó con un tono de voz débil y dulce al mismo tiempo.
            –¿Recordar? –dijo Self1 frunciendo el seño.
            Dana no le contestó, sólo besó sus labios dulcemente y volvió a decir.
            –Quisiera estar siempre a vuestro lado, para que no haga falta recordar lo que se siente.
            Self sonrió y luego dijo:
            –Y… ¿Y vuestro padre estará preparado para saberlo? –clamó Self, reorientando el tema aunque sin cambiarlo.
            –Esa es una duda que siempre me ha perseguido, pero con el pasar del tiempo creo que sólo lo sabremos al decírselo –Dana pausó sus palabras y luego prosiguió–. Recordad que fue él quien pidió que yo dejase el confinamiento del templo de Ishk para estar a su lado. Es obvio que hasta él sabe que los días que le quedan son escasos –volvió a hacer un pausa y continuó–. Además, si llegase a morir sin saberlo, yo me veré obligada a volver a mis funciones de sacerdotisa, teniéndome que separar de vos… El sólo decirlo me tortura. No, no podemos esperar más…
            Self se abalanzó sobre ella, atrapándola entre sus brazos, y se besaron nuevamente. Poseídos por sus sentimientos e instintos se arrojaron a la hierba y sus manos comenzaron a perderse entre sus cuerpos. Al cabo de unos segundos, Dana recuperó la voluntad y se separo abruptamente de su amado.
            –No podemos… Sabéis que aquí y ahora no podemos dejarnos llevar.
            –No sé si podré contenerme.
            –Debéis... Debemos… Es sólo por unas horas. Además este lugar me pone nerviosa… Hasta aquí siento que estamos siento vigilados. Como si todo, desde las rocas hasta los pájaros, tuviesen ojos enfocados sobre nosotros…
            –Esta bien, aguardaremos a que las sombras de la noche sean nuestras sábanas –musitó Self junto con un nuevo beso.
            –Yo… Yo he venido por algo más –dijo la joven.
            Self volvió a poner expresión de incógnita frunciendo el seño.
            –Ayer, cuando os fuiste de mi habitación, quería daros algo que al final no os dí; No sabía si hacerlo.... En estas horas que han pasado sin veros, me he arrepentido  y he venido aquí especialmente para remediarlo –clamó Dana, con sutil misterio en su voz, al tiempo que sacaba de entre sus ropas un papel doblado en dos partes.
Self lo tomó sin decir nada y lo abrió lentamente. Dentro había una flor seca de tonos púrpura que jamás había visto y un pequeño verso escrito sobre el papel. El simple hecho del regalo inesperado  había conmovido a Self, que antes de comenzar a leer dirigió una mirada de agradecimiento a su amada.
–Es un pequeño poema que escribí en tiempos de soledad… Cuando aún estabais en aquella misión en el monte Kite. Al trazar sus líneas sentía que estaba más cerca vuestro, sentía cómo nuestro amor nos mantenía unidos –tras decir esto Dana tomó la mano de Self con fuerza y éste la sujetó de la misma forma, mientras ambos se miraban con ojos vidriosos. Luego Dana continuó–. En su momento no os lo di por vergüenza a mis propios sentimientos… Pero ahora sé que hubiese sido egoísta esconder mi corazón, sobre todo a quien le pertenece, a vos...
Self dejo caer una lagrima por su mejilla, provocada por la inmensa pureza del amor que su amada sentía por él. Sus palabras tenían el poder de susurrar directo al corazón…  
Luego, Self parpadeó varias veces, para evitar que las lágrimas le nublasen la vista y se dignó a leer el pequeño verso. Tras los segundos de lectura, sus manos siguieron aferradas con la misma fuerza. Al terminar de leerlo, miró a  su amada y le dijo con una voz cortada y apenas perceptible:
–Bellísima Dana… Fruto digno de un alma tan pura y hermosa como la vuestra. Desearía que el tiempo dejara de correr, para pasar la eternidad a vuestro lado…
Tras esto, ambos se juntaron en un nuevo abrazo y se besaron por largo rato, expresando su amor sin pronunciar palabra alguna. Luego, Dana cortó con aquel silencio.  
–Ahora lo entiendo…
–¿Qué? –inquirió Self.
–Que tal vez aquel verso no sea tan bello como decís. Tal vez sólo sean palabras con apenas coherencia –clamó Dana.
–No, cómo vais a decir… –comenzó a decir Self, sin poder terminar al ser interrumpido por la joven, quien le tapó los labios con la yema de sus dedos.
–Pero es bello para vos… Es bello para ambos por que nos amamos; esas simples palabras, escritas en aquel papel, están recubiertas por ese sentimiento, y es eso lo que le da su verdadero sentido. Sentido que no se lee con los ojos, sino con el corazón. Sólo entendible para dos personas… Y… Y… –Dana hace una pequeña pausa mientras Self la observaba con atenta devoción, sin la menor intención de interrumpirla–. Y creo que así es el amor… Un sentimiento carente de razón, ajeno e inentendible para cualquiera que no sea vos o yo. Por eso es tan hermoso… Porque es algo únicamente nuestro –Dana acercó una mano al corazón de Self–. Tuyo –y luego se la acercó al propio– y mío… –terminó diciendo la princesa.
Self permaneció observándola, anonadado por sus palabras. Las lagrimas que antes enjugaban sus ojos desbordaron los mismos y rodaron por sus mejillas. Dana no se lo esperaba; ante la sorpresa, acarició el rostro de su amado, secando su mejilla con la suave palma de su mano.
–¿Estáis?… ¿Estáis bien? –musitó la joven, casi instintivamente.
Self dio un suspiro y se pasó el reverso de ambas manos sobre sus parpados.
–Es que… –comenzó el joven sin poder terminar. Su garganta estaba anudada y las palabras apenas podían pasar por ella. Trató de calmarse nuevamente; tras un instante, prosiguió– . Es que… es que soy tan feliz a vuestro lado. Tan feliz aquí y ahora que ya no puedo pedir nada más en la vida. Y… y tengo miedo de no merecerlo…
Dana lo abrazó inmediatamente, apretujando sus ropas.
–Si sentís que mis palabras son sólo un espejo de vuestros sentimientos y yo siento lo mismo de las vuestras, es porque nuestro amor es merecido. Tan grande como solitario… Tan bello como único…
Ambos volvieron a sonreír, dejando nuevamente que sus cuerpos hablen por ellos, besándose y acariciándose por otro largo rato. Luego se separaron y se recostaron sobre los escombros del molino, aún tomados de las manos, para dedicarse simplemente a observar el majestuoso paisaje delante suyo. Sin decir ni hacer nada, el hecho de estar juntos parecía ser suficiente.
Al cabo de varios minutos, Self tomó entre sus manos la extraña flor que le obsequió Dana junto con el poema y se la llevó bien cerca del rostro para mirarla con detalle. Así permaneció otros largos minutos, hasta que su voz rompió con el apacible silencio.
–Aunque ya está seca, aún se distingue su beldad… Jamás había visto esta flor…
            Dana se volteó para mirarla y sonrió.
            –Y espero que esa sea la única… –musitó la princesa, al tiempo que recibía la mirada curiosa de Self. Luego prosiguió–. Os contaré... Hace mucho que la conservo y siempre la he cuidado como algo muy especial. Mi padre, años atrás, cuando yo era apenas una niña, me la entregó –Dana se queda pensando un instante y aclaró–. En realidad yo se la pedí. Una vez realizó un largo viaje y al volver trajo aquella flor. Y al verla, me encantaron su color y viveza, y se la pedí. Él me confesó que, en realidad, la había traído para depositarla sobre la tumba de mi madre; pero que seguro ella estaría mucho más contenta si me la daba a mí, por lo que me la entregó. Así la conserve dentro de un libro, por varios años, hasta que un día yo me hice la misma pregunta que vos. Jamás vi otra flor igual y decidí preguntarle a mi padre dónde la obtuvo. Para ese entonces, yo ya había decidido cumplir las funciones de sacerdotisa en el templo de Ishk; sólo faltaban tres meses para mi partida –Tomó una breve pausa y continuó–. Ahí me dijo que aquel viaje que había hecho; del cual volvió con la flor; fue a la torre del monte Iveria y me señalo a lo lejos, sobre las montañas Eternas, una pequeña mancha oscura y borrosa. Esa era la torre de Iveria. Mazmorra secreta, que sólo se usa para confinar hasta la muerte a los hombres embriagados en maldad, que han hecho especial daño a Gore y a su familia real. Y de ahí tomó la flor… Flor que sólo nace en la cima del monte Iveria… Mi padre me contó que hasta brota de los muros, pero que él tampoco la había visto crecer en otro lado.
            –¿Dónde? –inquirió Self, mirando hacia las montañas lejanas.
            Dana señaló con su brazo a una de las cúspides y Self pudo distinguir la pequeña mancha oscura, aunque lejos de diferenciar si aquello era una torre o no.
            –¿Qué ironía no? –clamó Dana, mientras Self volvía su mirada hacia ella–. Que una flor tan bella sólo crezca alrededor de una mazmorra… Donde un hombre es castigado con su sufrimiento y dolor, siendo la muerte su única posibilidad de redención, la cual aguarda en triste soledad… Luego mi padre me dijo algo que aún me conmueve… Me dijo que estas flores crecían allí porque eran fruto de los llantos de los hombres penitentes. Que sólo de la peor maldad podía surgir el mayor arrepentimiento, por eso sólo crecían allí, la peor mazmorra conocida…
Self no dijo nada, sólo apretujó sus manos entre las suyas para levantarle el ánimo, que luego de haberle contado el origen de la flor parecía haberse entristecido.
–Y como el poema era sobre una flor, decidí regalárosla –continuó Dana.
Self la besó y el rostro de la joven volvió a iluminarse con una sonrisa.
–La conservaré siempre junto a mí… Y si alguna vez nos toca estar separados,  la llevare bien cerca de mi corazón, para sentiros a mi lado todo el tiempo –expresó Self.
Tras decir esto, bajó la cabeza y buscó con la mirada entre la hierba. Estiró su brazo y tomó una flor, tan simple y común como todas las flores que inundaban aquella colina.
–Tomad… esta es para vos. Una simple flor común al resto, pero que desea estar junto a vos… Como yo…
–Desde el momento en que la tomasteis de la hierba, dejó de ser una simple flor… –susurró la princesa con una sonrisa.


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