domingo, 24 de julio de 2011

3º Parte - Capítulo 8

–VIII–

La noche era calma y fría; la brisa soplaba en dirección contraria a sus pasos, inundando sus pulmones de aire renovado y, por suerte, la luz pálida de la luna era suficiente como para permitir avanzar al paso entre las gruesas raíces de los árboles.
            –Alexfre. ¿Puedo hablaros? –dijo Self.
            Bastó que su amigo simplemente asintiera para que inmediatamente espoleara su caballo, alejándose al trote hacia las sombras que los antecedían.
–Con vuestro permiso –clamó Alexfre dirigiendo su mirada al resto de sus compañeros que, sin esperar respuesta, siguió al joven caballero.
Sir Tomas y Margawse mantuvieron la misma marcha. Sea lo que fuese que Self le tenía que decir a Alexfre, quería hacerlo a solas.  Desde que partieron de aquel claro, la muchacha había guardado silencio y mantenía la vista baja, siempre sobre las crines de su caballo. Hacía poco que había dejado de ser una niña y aún era demasiado joven para ver tanta muerte a su alrededor, o por lo menos eso deberían pensar Self y el resto de ella. Y no se equivocaban, tenían toda la razón. Desde su décimo tercer día del nacimiento que se había mostrado siempre segura y responsable ante cualquier reto. “Muy adulta” era el concepto con el cual era calificada asiduamente por sus profesores y tutores. Y por lo menos sus curvas no decían lo contrario.  Pero ahora…. Ahora era distinto.
“Ya no soy una niña, podéis confiar en mí”. Solía decirle a su madre. Pero en ese momento, cabalgando en la noche hacia una tierra desconocida, lo único que quería era volver a ser una niña, pasar la mitad del día con su madre y la otra mitad riendo con sus amigas o estudiando en su cómoda habitación, repleta de cojines forrados en satín, en una de las torres de Tierra Mágica. En su hogar.
Cuando su madre le advirtió sobre el duro camino que debería enfrentar, ella simplemente la abrazaba entre lágrimas y asentía todo lo que le decía. No sólo para conformar a Martinique, sino porque realmente se creía capaz de cumplir el cometido que se le estaba otorgando y volver…. Volver antes de que su madre la abandonara para siempre… Pero ahora, con la voluntad diezmada, dudaba. Ya no sabía si sería capaz de seguir adelante. Primero perdió a Merithila, a su guardia y a Noelia, su amiga… Y ahora a sir Jeffer, que a pesar de que apenas lo conocía había muerto por su culpa. El recordar sus rostros aún tan vívidos en su mente provocó que volviese a llorar en silencio, dejando caer gruesas lágrimas sobre el lomo de su caballo. No podía evitar sentirse culpable. Si no hubiese sido por ella seguirían vivos.
–Ya… Dejad de lloriquear, que me enferma.
Margawse ni siquiera miró a Tomas, sólo se enjugó las lágrimas nacientes con los dedos y siguió con la vista baja.
–Sí, estaba enojado, pero vamos, que ya se me ha pasado; así que podéis dejar de llorar –continuó Tomas con dudosa veracidad un rato después. Aunque siguiese estando enojado prefería negarlo con tan sólo hacer que la muchacha parase.
–Os agradezco sir Tomas, pero no es por eso que estoy triste… –musitó la joven con voz suave y entrecortada.
–¿Y entonces qué? ¿Tenéis demasiado barro en el pelo? ¿Se os ha roto una uña? ¿Se os ha perdido la muñeca de trapo? ¿Qué otras cosas pueden hacer llorar a una niña? –clamó el hombre con tono fuerte y burlón, dejando de lado respeto alguno por olvido o intención.
Margawse alzó la vista y lo miró fijamente.
–No soy una niña, sir Tomas –dijo con un tono más firme y sin entrecortar las palabras.
–Bien, entonces dejad de lloriquear –bufó Tomas.
–¿A caso los adultos no lloran? –dijo la joven.
–Sólo las maricas y los cobardes –respondió el hombre.
Lo había conseguido. Tomas logró enfadar lo suficiente a Margawse como para que las lágrimas dejasen de caer. Sólo quedaban viejos surcos sobre su rostro, que pronto se secarían con la brisa.
–¿Y sir Jeffer no merece que lo lloréis? –dijo la joven tras una pausa en la cual buscó las palabras más hirientes.
Tomas la miró fijamente y guardó silencio, serio e inexpresivo como una roca. Tras unos instantes sonrió y dio un bufido al tiempo que giraba la cabeza a modo de negativa.
–A los muertos no se los honra con lágrimas.                           
–Pero perder a alguien querido trae tristeza, y la tristeza lágrimas… –musitó Margawse.
Tomas volvió a mirarla con fijeza por unos instantes, luego continuó:
–¿Llorabais por sir Jeffer? Si es así podéis ahorrártelo. Apenas lo conocías. Además ya os dije que os perdonaba por sugerir “partir inmediatamente”…
Una nueva pausa entrecortó la conversación, hasta que  Margawse decidió continuarla.
–Sí, pero no es sólo por sir Jeffer. Muchas… muchas personas que me ayudaron a que hiciera este viaje han muerto... Por mi culpa –terminó diciendo la joven, sin despegar su mirada tristesina de las crines de su caballo.
Tomas volvió a guardar silencio por un instante, con cierta sorpresa ante la declaración de la joven; aquella muchacha parecía tener demasiados secretos.
–¿Sois alguien conocida no? Importante…
Margawse lo miró de reojo.
–Si no lo fuerais no hubieseis ocultado vuestro nombre… Teméis ser reconocida –Tomas rió y echó una carcajada, hasta que el dolor que le subía del hombro al cuello le contrajo los músculos del rostro y lo obligó a dejar de reírse–. Seré viejo, pero no tonto –siguió diciendo el hombretón, al tiempo que se masajeaba el hombro herido–. Escuchad, ya me diréis quíen eres, eso no importa ahora. Lo que sí tengo para deciros, es que estoy seguro que no habéis obligado a nadie defenderos o a ayudaros en vuestro “viaje”, así que no debéis sentir culpa.  
La joven sabía que estaba en lo cierto, pero eso no le quitaría seguir pensando lo contrario…
–Y otra cosa, si estas personas fueron importantes para vos… Haced valer sus muertes –siguió diciendo Tomas–. Que no sean en vano.
Margawse asintió lentamente manteniendo la vista hacia Tomas, pero sin mirarlo exactamente, ida. En su cabeza se detonaron decenas de recuerdos y al cabo de un instante se sintió avergonzada por a no sentirse capaz… Nuevas lágrimas brotaron de sus ojos carmesí.
–¿Y ahora qué demonios os pasa? –espetó el veterano, quien continuó maldiciendo entre dientes.
–Tengo miedo sir Tomas… Tengo miedo de no poder…
–El miedo precede al valor… Así que vais por buen camino –terminó diciendo el hombre, mostrando una gran sonrisa de dientes amarillentos que se asomaban entre la espesa barba jaspeada.
Margawse se lo quedó mirando y se corrió las lágrimas con ambas manos hacia los costados del rostro.
                                                     
–¿Entonces no se os había indicado la razón? –preguntó Self, angustiado.  
–No… Simplemente sir Jerek se presentó en los barracones para seleccionar un grupo de soldadosm para arrestar a un capazul por alta traición. Todos se exaltaron, el nerviosismo se sentía en el ambiente. Pregunté quién era y me dijo vuestro nombre –Alexfre pausó sus palabras–. Primero me asusté, no sabía cómo podía ayudaros… Hasta que me di cuenta de que lo único que podía hacer era ofrecerme como voluntario, para ver qué era lo que pasaba cuando dieran con vos. No se ofrecieron muchos voluntarios más, a nadie le gusta ir detrás de un caballero goretio y menos aún si es un capazul… Cuando me enteré de que las órdenes eran directas del príncipe Octavio la razón era obvia. Por lo menos para mí, que sabía de vuestras aventuras con nuestra señora la princesa…
Self se sobresaltó y puso su mano izquierda sobre el hombro de su compañero, mirando a sus ojos con fijeza.
–No son aventuras, lo sabéis… –murmuró.
Alexfre respondió la mirada.
–Como queráis… Es una relación indebida… ¡Maldición! –frustrado, se golpeó un muslo con el puño cerrado–. Siempre os dije que os costaría la cabeza… pero no, nunca me escuchasteis…
–¿Qué pasó con ella? ¿Está bien?
–¿No me escuchasteis? os  matarán…
–Decidme cómo está Dana –reiteró Self, haciendo caso omiso a la preocupación de su compañero.
–Está bien… –clamó Alexfre aún tenso y guardó silencio por un instante, la mirada de Self aún se encontraba sobre él, expectante, luego continuó–. Nuestra señora la princesa estaba de lo más bien, evidentemente no se había enterado de las ordenes de su hermano. Poco antes de que partiéramos se mostró en los patios centrales, paseando con sus damiselas como si nada fuera. No os preocupéis por ella…. A los miembros de la familia real no se les corta la cabeza –el sarcasmo de la última frase era latente.
–Si le llega a ocurrir algo…
–¿Qué? ¿Qué haríais? –lo interrumpió Alexfre de forma tajante.
Self se sujetó la cabeza con ambas manos y los dedos entrecruzados, exprimiéndose las sienes enfurecido.
–Tranquilizaos, ella se encuentra bien –siguió el soldado.
–¿Y cuando Dana se entere? –inquirió Self nervioso.
–No sé, pero eso lo debéis saber mejor vos que yo. La conocéis mucho mejor… Pero algo es seguro, por más que se enfade con nuestro señor el príncipe, jamás le reconocería los cargos por los que os han mandado apresar…
–Pero Octavio no le creerá… –murmuró Self.
–Eso es lo de menos, la princesa seguirá a salvo.
Self guardó silencio, pensativo. Ambos continuaron la marcha al paso bajo la pálida luz de la luna, escuchando sólo el sonido seco de los cascos de sus caballos y el de las hojas de los árboles que iban y venían con cada ráfaga de viento.    
–Volveré –clamó Self al cabo de unos minutos–. Cuando termine la misión que he jurado cumplir, volveré a Herdenia…
–¡Os habéis vuelto loco! Os colgarán en el patíbulo sin pensarlo –lanzó Alexfre con vigor.
–No… –Self dudó por unos instantes–. Seré juzgado por la autoridad del rey. Alfer  no me colgará…
–No Self… No será así, si Octavio desea mataros podéis estar seguro de que lo hará, buscará la forma –dijo Alexfre.
Self no contestó.
–Y si nos atrapan, a mí también… –continuó el joven de cabellos oscuros con un tono más apesadumbrado.
–Vamos… Que no he sido yo quien os haya obligado a algo. Además podéis volver a Herdenia y decir que me he escapado y que sois el único sobreviviente. Os creerán –respondió Self.
–Por supuesto que no me habéis obligado, lo volvería a hacer si fuese necesario. Y aunque pudiese volver ahora mismo, no lo haré… –dijo Alexfre.
–¿Por? –Self lo miró intrigado–. Ya me habéis ayudado increíblemente, me salvasteis la vida, no hace falta que os sigas arriesgando, cabalgando conmigo. Vos lo dijisteis, si nos atrapan…
–Os acompañaré hasta que crucéis las montañas, ahí por lo menos estaréis a salvo de persecuciones…
–Gracias… Pero...
–Y no hace falta más –Interrumpió Alexfre–. Además, creo que así funciona la amistad ¿No? –terminó diciendo con una amplia sonrisa, al tiempo que le ofrecía su mano enguantada.
Por un momento Self  dejó de lado sus pesares y, sin darse cuenta, él también comenzó a sonreír y aceptó la mano de su compañero con un fuerte apretón. Ambos continuaron al paso sobre la noche, hasta que una voz interrumpió su silencio. El nombre de Self resonó tres veces. Era Margawse. Los dos caballeros se volvieron inmediatamente y se dirigieron hasta donde se encontraban ella  y el veterano herido. Ninguno estaba sobre su montura.
–Se cayó. Estaba de lo más bien y de repente cayó del caballo –clamó la joven, arrodillada junto al pesado cuerpo del hombretón. Self y Alexfre también dejaron sus monturas y se acercaron hasta ellos.
–Tomas. ¿Estáis bien? –preguntó Self.
–La cabeza me da vueltas… –el tono de Tomas era débil–. ¿Qué paso…?
–Os caísteis del caballo –no hubo respuesta, luego Self dirigió su mirada a Margawse.
–Está ardiendo, mirad, tocad su frente –señaló la jovencita inmediatamente. Self le hizo caso y comprobó que estaba tan caliente como agua en su hervor.
–¿Fiebre? –inquirió Alexfre, quien observaba a unos pasos y de pie, sujetando las riendas de su caballo.
–Sí, y muy alta –confirmó Self–. Así no podrá seguir montando. Tendremos que parar. 
–¿Aquí? –consultó ingenua la joven de ojos rojizos.
–No nos queda otra opción, pesa demasiado como para que lo movamos a un lugar mejor, además aquí no está tan mal –terminó diciendo, al tiempo que miró atento a su alrededor, comprobando sus palabras.
A pesar de cómo se sentía, Tomas no pudo evitar sonreír.
–Es que tengo los huesos pesados.
–No me cabe duda –Self dio una palmada en el hombro sano del veterano.
Alexfre se adelantó y tomó las riendas del resto de los caballos y los llevó a todos hasta una gruesa raíz que sobresalía de la tierra casi por completo en uno de sus tramos. Primero comprobó su dureza dándole una firme patada, y luego se agachó para atar las riendas firmemente a la madera. 
 –Pero hace mucho frío… ¿Prenderemos un fuego, no? –Preguntó la joven, abrazándose a sí misma.
Self no le contestó inmediatamente. Prender un fuego siempre era riesgoso, y si podía evitarse era mucho mejor; pero aquella noche era realmente fría y la brisa soplaba con fuerza entre las hojas oscuras de los árboles.
–Sí… –anunció
–Gracias. Me estoy helando…
En cuanto Self se disponía a levantarse, una mano lo tomó con firmeza por la manga.
–¿Seguro? ¿No habrá más? –inquirió Tomas.  
–Tranquilo, Alexfre me dijo que eran sólo ellos.
La manga se desprendió de los gruesos dedos y Self se levantó en busca de ramas y  hojas aptas para el fuego. Segundos después apareció Alexfre, junto con la silla de montar del caballo de Tomas. 
–Os traje la silla, seguro que es más cómoda que la tierra dura –se agachó y miró a Margawse–. Vamos, ayudadme –la chica no le contestó pero sí le hizo caso. Ambos levantaron con cuidado a Tomas, lo suficiente como para ubicar la silla de montar justo debajo de su nuca. 
–Deberían herirme más seguido, todos te tratan mucho mejor… –Tomas sonrió y también guiñó un ojo. Alexfre y Margawse también sonrieron ampliamente, mostrando casi todos sus dientes; ambos parecían tener la dentadura completa, cosa que no se podía decir de sir Tomas, quien lucía más de un hueco oscuro entre su sonrisa amarillenta.
La alegría pareció esfumarse de los rostros de los más jóvenes al encontrarse sus miradas. Tras un instante, Alexfre se puso en pie y se alejó. Margawse dudó un momento y luego lo siguió.
–Aguardad… –clamó, pero el joven no pareció escucharla–. Alexfre… –volvió a decir tras un segundo, pero el soldado siguió caminando–. Esperad… –ya no hacía falta que se detuviese, Margawse ya lo había alcanzado.
–¿Qué?
–¿No me escuchabais? –clamó con el seño fruncido. 
–¿Qué necesitáis? –respondió el joven.
–¿Seguís enojado conmigo, no? –sin vueltas.
–Aún me duele… –Alexfre se llevó la mano derecha al muslo herido y se palmeó suavemente.
Repentinamente la chica notó una sutil pero perceptible cojera en el caminar del muchacho. ¿Siempre caminó así desde que lo hirió y ella no se dio cuenta, o comenzó a hacerlo en ese momento para que sintiera culpa? Le quedaría la duda.
–Ya os he dicho varias veces que lo sentía grandemente… –Margawse ya no sabía que decirle.
–Lo sé, y no hace falta que lo sigáis haciendo –el joven hablaba sin mirarla directamente a los ojos.
–¿Entonces no aceptáis mis disculpas?
–Sí, las acepté, pero me duele igual.
Margawse se mantuvo en silencio por un instante, pensativa, luego continuó.
–¿Y cuando os deje de doler ya no estaréis enfadado? –preguntó Margawse, buscando la mirada esquiva del joven.
Alexfre se detuvo y la miró. Los ojos de la joven seguían tan vivos a la luz de la luna como en pleno día. Bellísimos.   
–Me lo pensaré.
Margawse sonrió y se volvió para dirigirse nuevamente hasta el viejo Tomas. Alexfre no; sólo se quedo allí parado, observando alejarse a la joven.
Al cabo de unos minutos Self volvió cargado con ramas bajo los brazos y las lanzó a un metro del lugar en donde Tomas se encontraba recostado. Se agachó junto a la madera y tomó un trozo de pedernal de la pequeña bolsa de cuero que llevaba en el cinturón y luego la daga de su bota. Margawse, sentada a unos pasos, miraba expectante, frotándose los brazos; aguardando el fuego que ahuyentaría el penetrante frió de la noche.  Primer intento: Nada… Tampoco al segundo ni al tercero. Las chispas brotaban de la piedra al chocar contra el acero, pero no parecían ser suficientes como para encender la madera. Self dio un suspiro y luego volvió a probar varias veces más con mayor ímpetu, pero los resultados fueron los mismos. Los ojos de los demás, fijos en sus manos, convertían a la situación  en más frustrante de lo que en realidad era.
–¿Son buenas esas ramas? –dijo sir Tomas, pidiendo una con un gesto de su mano extendida.
–Eso creía hasta ahora… –dijo al tiempo que le entregaba una. Tomas la olfateó como un perro a un árbol antes de orinar. 
–Está algo vieja. Tiene un poco de humedad…
–Sí, y las hojas también. Pero de noche no se ve demasiado bien como para encontrar algo mejor… –se excusó Self.
–Debe ser por el rocío, no debe faltar mucho para que amanezca –acotó Alexfre.
–Entonces mañana no sólo estaré afiebrado, sino que también estaré resfriado… Grandioso… –pronunció Tomas, molesto.
–A ver… Dejadme intentarlo –dijo Margawse con una sonrisa confiada.
Self alzó las cejas con cierta sorpresa, pero al cabo de un instante se encogió de hombros y le ofreció la daga y el pedernal.
–No me hacen falta, sólo alejaos un poco por las dudas –rechazó Margawse, quien se dispuso a extender las manos con las palmas abiertas sobre el montón de ramas secas.
Self entendió inmediatamente lo que intentaría hacer y se apartó apresurado unos pasos hacia atrás. Margawse cerró los ojos y comenzó a murmurar palabras apenas audibles, sin ningún significado para los presentes. Antes de que Alexfre o Tomas pudieran preguntarle qué demonios estaba haciendo, una llama anaranjada como el sol emanó de las ramas secas y se alzó hacia el cielo, alcanzando el metro de altura. Todos  echaron instintivamente la cabeza hacia atrás y luego permanecieron anonadados, con la vista fija en la llama; mientras ésta descendía lentamente hasta convertirse en el cálido fuego esperado por Margawse. 
–Que los dioses se apiaden… –murmuró sir Tomas.
–Eso fue…
–Magia –interrumpió la joven al sujeto de cabellos oscuros.
Self no dijo nada, sabía de sobra lo que había sido aquello, lo que no entendía era porqué lo había hecho…
–Sentaos por favor, hay algo que quiero comunicaros… –continuó la joven. Self y Alexfre acataron de inmediato–. Tomas, sé que antes me he negado a deciros mi nombre, y si, teníais razón. Pero ahora no tiene sentido seguir ocultándolo. Habéis permanecido leales a la misión  que se les ha encomendado en el más difícil de los momentos… No puedo seguir engañándoos. Tampoco a vos, sir Alexfre… –los hombres allí presentes se miraron unos a otros. Self, por dentro, se preguntaba si le confesaría algo que ya no supiera–. Mi nombre completo es Margawse D’eredoth Shonen, hija de Demethrio Shonen y Martinique Shelia Shonen. Soy la heredera a la maestría de la Tierra Mágica –Alexfre frunció los labios, sus sospechas habían quedado confirmadas. Sir Tomas dejó de parpadear por un instante, perplejo.
–Pero han llegado noticias… –dudó por un instante, pero se decidió por terminar la frase–. Deberíais estar muerta… –dijo el veterano herido sin terminar de comprender aquello.
–Lo sé, necesitaba ganar tiempo y a la vez confirmar que… –Margawse se detuvo un momento– hacía lo correcto…
–¿Tiempo para qué? ¿Confirmar qué? Disculpadme, pero no os entiendo nada –clamó Alexfre.
La joven dio un profundo suspiro; sincerarse parecía mucho más difícil de lo que había creído.
–¿Conocéis el mito de las gemas de la creación? –preguntó Margawse, mientras buscaba algo entre sus ropas.
–Son sólo cuentos para niños, mi señora… –acotó sir Tomas con una voz débil y pausada.
Alexfre asintió, aunque no quedó claro si a la pregunta de la joven o a la declaración de Tomas.
–La Tierra Mágica nunca lo creyó así –la dama arrojó con fuerza un objeto brilloso hacia Alexfre, quien gracias a sus reflejos pudo tomarlo entre sus manos antes de que le diera en la cara. Inmediatamente sintió un leve calor sobre las palmas, suave y reconfortador. Al abrir las manos en forma de capullo la vio, ahí estaba, una hermosa y radiante roca verdosa, con un brillo innato incesante. El mismo brillo se reflejó en los ojos del muchacho, quien ni siquiera se atrevió a parpadear.
–¿Ésta es…? –dijo Alexfre sin despegar la vista de la roca.
–Sí, es una de ellas –le confirmó la chica.
De repente y sin razón, un miedo profundo le recorrió el cuerpo de pies a cabeza y se obligó a apartar la mirada bruscamente, al tiempo que volvía a ocultar aquel brillo posesivo en la oscuridad de sus manos cerradas. 
–Tomadla, no me la volváis a dar –Alexfre extendió el brazo y devolvió la roca a la joven de inmediato.
Margawse le ofreció la piedra a Tomas.
–No, no. Alejadla de mí, guardadla. Que los dioses se apiaden si estáis en lo cierto… –la frente sonrojada del veterano comenzó a sudar.
La joven guardó la roca entre sus ropas sin intentar dársela a Self, quien observaba y escuchaba en silencio.
–Y vos… ¿Lo sabías…? –los ojos azules de Alexfre se clavaron en los de Self, apremiando la respuesta.
–Sí –ya no había razón para ocultarlo si mismo Margawse lo confesaba.
–Por los dioses… –murmuró Tomas.
Alexfre comenzó a mirar los ojos de la joven y a los de su amigo, sin reposarse demasiado en ninguno de ellos. 
–Pero… si todo aquello de la leyenda es cierto… ¿Por qué…? ¿Por qué estáis aquí y lleváis una?
–Por que la Tierra Mágica ya no es segura… ni para mí ni para las gemas divinas… –clamó Margawse, con una mirada seria y penetrante sobre los ojos del joven soldado. Alexfre continuó mirándola sin entender–. Os explicaré… todo… –con estas palabras Margawse inició un largo discurso sin pausa alguna, en el cual contó a los allí presentes todo lo referente a aquella gema, desde que su madre le advirtió el peligro que corría hasta cómo huyó de la Tierra Mágica y cómo es que había llegado hasta Herdenia; todo.  Incluso lo que creía que había sucedido en la batalla del monte Kite. Fue ahí que Self pidió la palabra y también sincero sus experiencias, contando lo que le había sucedido en una gruta del mismo monte y cómo había encontrado y perdido otra de aquellas rocas. Para cuando ambos terminaron de hablar, los rostros de Tomas y Alexfre mantuvieron la misma expresión: Ojos bien abiertos y la boca entrecerrada, mudos. Digiriendo las palabras reveladas en un lapso de profundo silencio hasta que sir Tomas decidió darle fin.
–Mi señora… ¿Por qué nos contáis esto ahora?
–Porque… Porque no quiero que la gente que me rodea arriesgue sus vidas sin ni siquiera saber porqué… Si queréis ayudarme, que sea bajo su propio juicio, sabiendo la verdad… Por eso, os libero. Os libero de su misión de escoltarme más allá de las Infranqueables. Es mi misión, la cumpliré sola si es necesario…
–No lo será –clamó Self con vigor–. Cuando salí de Herdenia juré por… –“jure por amor” pensó, pero no podía decirlo–. Mi honor, y por mis preceptos de caballero que os escoltaría hasta donde hiciera falta. Y lo haré.
–Gracias sir Self… –Margawse tenía los ojos brillosos nuevamente, pero no de tristeza.
–Además… Cuando comprendí vuestro verdadero fin, me di cuenta que… Que es más importante que cualquier otra cosa… –Self hubiese deseado creer firmemente en sus palabras, pero la imagen viva de su amada en sus recuerdos lo hacía sentir extrañamente culpable.
–Pero entonces... La de fuego... La tienen los thirianos y la podrían volver a usar. Podrirán atacar… Herdenia… –Alexfre se sujetó la cabeza con la vista fija en el suelo–. A mi hermana…
–Esperad, tranquilizaos, vuestras familias están a salvo... Las gemas sólo se pueden usar una vez… –se apresuró a decir Margawse. Alexfre le clavó la mirada–. Es como un ciclo, según los avances en la investigación sobre las gemas en la Tierra Mágica, así es como funcionan… O sea, al ser usada una, no recupera su poder a menos que todas vuelvan a ser usadas o… O que estén todas juntas…
–¿Y si os equivocáis? –inquirió el joven.
–No… –la chica negó con la cabeza–. Eso no es posible…
–¿Y si Thira encuentra otra, qué? ¿Ahí que hacemos? Tengo que volver, tengo que sacar a Efedra de ahí –el joven comenzó a andar, pero en cuanto pasó por al lado de Margawse ésta lo detuvo por el brazo.
Al oeste el viento mece las llamas. Al este la tierra cruje y, sobre ella, el agua cae. Todo bajo los ojos de la vida y la muerte, testigos que se posan sobro todo, sobre todos. –recitó la jovencita.
–¿Qué? –Alexfre se volteó para mirarla.
–Es un fragmento de uno de los libros de los Dearin. No hay más gemas ni en Thira ni en Gore, las gemas del oeste ya fueron descubiertas…
–El mago que os he dicho que me acompañó en Kite me dijo lo mismo –agregó Self. Alexfre lo miró dubitativo, como si fuese a decir algo pero sin encontrar las palabras.
 –Dioses… Todo esto… Todo lo que habéis dicho… –sir Tomas dio un largo suspiro–. Eres muy valiente, Margawse… Todo lo que habéis sufrido para llegar hasta aquí, todo lo que habéis abandonado… Un sacrificio enorme… Y lleváis una carga aún mayor… Si no os ayudaría no sólo sería un cobarde, sino también un verdadero estúpido… Os ayudaré a tener esa cosa a salvo mientras tenga las fuerzas mi niña –esta vez la joven no pareció molestarse en absoluto–. Sería un honor.
Alexfre asintió.
–También os acompañaré.
Margawse miró a los hombres con sus ojos carmesí cargados de lágrimas y tras dedicarle una sonrisa temblorosa a cada uno comenzó a llorar de alegria.


No hay comentarios:

Publicar un comentario