domingo, 3 de julio de 2011

3º Parte - Capítulo 5

–V–

El sol ya había descendido, y parte de él ya se encontraba arropado bajo el horizonte. La tenue luz del día era aún más débil que de costumbre, al haber sobre el cielo un grueso manto impenetrable de nubes grises que cada tanto crujía y emanaba destellos de luz, anunciando una pronta tormenta. 
Sobre la tierra embarrada y bajo la vista del cielo, una pequeña figura cruzaba a pie la última legua que la separaba de la Ciudad de los Muros de Plata. Con la postura encorvada y con el paso lento, el cansancio que sufría tal sujeto se volvía obvio ante quien lo observase. Probablemente tras largas jornadas de caminata, aquella figura envuelta en una gruesa capa de cuero marrón con capucha llegaba a su destino.
El brillo plata de los muros que identificaba a dicha ciudad sólo era una falsa ilusión provocada por el reflejo de una laguna; cuanto más cerca estaba, tal brillo se diluía hasta desaparecer, dejando a la vista simples muros de piedra como todos los demás, aunque inmensos e imponentes como pocos. Un gran número de soldados recorría el adarve de la muralla, mientras que otro número similar se hallaba apostado frente a la gran poterna que permitía el paso al interior de la ciudad. Los gruesos barrotes de hierro se encontraban levantados, dejando circular debajo a una gran cantidad de personas que se amontonaban tanto para entrar como para salir, siendo uno de los lugares predilectos de los mendigos para ejercer su profesión.
El sujeto cubierto en cuero marrón cruzó el arco de entrada, esquivando los carruajes y la muchedumbre hasta llegar a la calle principal de la ciudad, la cual no era de tierra, como en la mayoría de las ciudades, sino que estaba cubierta por un sinfín de adoquines grises. A su alrededor, la muchedumbre no disminuía; seguía siendo tan espesa como debajo de la poterna, abarcando con su mirada los múltiples puestos comerciales pertenecientes a enérgicos mercaderes de voz impetuosa que no dejaban de intentar vender sus productos a quien pasara por su lado, siendo mismo el sujeto envuelto en cuero marrón victima de sus interesados discursos. Además de  gente interesada en comprar y gente interesada en vender, había varios mendigos y sujetos de mirada misteriosa asechando a quien descuidara su bolsa de monedas; a la vez, soldados caminaban entre la muchedumbre tratando de visualizar a dichos sujetos, para tenerlos vigilados ante cualquier eventualidad.
Tras varios pasos sobre los adoquines de la calle principal, el sujeto bajo capucha y capa, llegó a una zona de calles más estrechas y menos transitadas, logrando algo de alivio ante la primera impresión de la gran ciudad. A cada paso, las casas y los comercios sobrepuestos uno al lado del otro se asimilaban cada vez más a los de cualquier ciudad del reino; incluso los manchones de orines en las paredes y el incesante mal olor a desechos de todo tipo.
Sin dejar de mover sus pies, continuó avanzando hasta alcanzar los sólidos muros de una segunda muralla, ubicada al final de la calle central. Esta era mucho menos resistente e imponente que la muralla principal de la ciudad; pero poseía las características necesarias para cumplir correctamente su función de muralla secundaria. Justo delante suyo, una poterna de unos tres metros de alto por unos dos de ancho se encontraba con los barrotes de hierro clavados sobre el suelo, junto con dos soldados apostados a los costados, con largas alabardas sobre sus manos.
Tras un veloz movimiento, ambos hombres apuntaron sus armas hacia el sujeto encapuchado.
–Deteneos, nada tenéis que hacer aquí. Volved sobre vuestros pasos si no queréis ser arrestado –clamó uno de los guardias.
El sujeto a quien iban dirigidas tales palabras hizo caso inmediato a estas y luego dijo:
–Mis perdones, mi intención no era alarmaros. Soy Nelida, sacerdotisa del templo de Ishk –clamó una suave voz femenina, al tiempo que se echaba la capucha hacia atrás, dejando al descubierto sus gráciles facciones–. Y he venido para solicitar una cita con vuestra señora y princesa Dana del reino de Gore.
Los guardias cruzaron sus miradas y luego uno de ellos tomó la palabra.
–¿Qué prueba traéis de que no son mentiras vuestras palabras?
La joven sacerdotisa esperaba tal pregunta, puesto que inmediatamente sacó de entre sus ropas un papel enrollado sobre sí mismo, sellado con la marca de Ishk, que entregó al guardia. Ambos soldados observaron el pergamino, fingiendo saber la procedencia de tal sello, el cual tras unos segundos fue entregado a otro guardia, que se encontraba del otro lado de los barrotes de hierro, para que lo llevase a comprobar con quien correspondiese. La muchacha aguardó allí por largo tiempo, hasta que la confirmación llegó y los barrotes se alzaron, permitiéndole el paso.

Los pétalos acariciaban su piel y su piel a acariciaba los pétalos, confundiéndose en una mutua suavidad. Tal era la sensación que sentía la noble princesa al acomodar las flores de su jardín privado, en el cual solía estar cada vez que tenía la oportunidad, ya que siempre decía la paz y libertad que le provocaba aquel espacio verde, en comparación al agobiante ambiente dentro de los muros del palacio. En ese entonces Dana se encontraba, como de costumbre, junto con su damisela; acomodando las flores y pequeñas plantas, para mantener aquel lugar tan bello como los ojos que lo apreciaban.
A pesar de que el sol ya se estaba ocultando y nubes oscuras cubrían el cielo, la princesa seguía prefiriendo estar allí afuera que en su habitación; pero Beatriz no tardó en convencerla de lo contrario, al escuchar el crujido de las nubes grises anunciando un aguacero. Ambas se pusieron de pie y se dirigieron hacia una pequeña portezuela de hierro adornada con hojas y flores del mismo material; pero antes de que estas abandonasen el pequeño jardín fueron interceptadas por un soldado, cubierto con la armadura y túnica de la guardia real, que se acercó a ellas desde la misma portezuela a la cual se dirigían.
            –Mi señora… –clamó el hombre, al tiempo que se inclinaba hacia la princesa.
            –Decid –contestó la joven.
            –Vuestro hermano desea veros cuanto antes.
            Dana y su doncella se miraron mutuamente; algo asombradas por tal requerimiento, puesto que Octavio no solía tener interés en hablar con su hermana. Tras unos instantes la dama accedió.
            –Guiadme hasta él.  
            Los tres sujetos, el guardia y las damas, abandonaron el jardín para adentrarse en los oscuros y húmedos muros del palacio, recorriendo largos pasillos adornados con tapices, hasta llegar a la sala en donde el joven príncipe se encontraba recostado sobre un fino sillón recubierto en satín rojo; pero éste no estaba solo. Dana entró a la sala junto con su damisela, mientras el guardia se quedó fuera, frente al portón. Al entrar, una joven envuelta en telas y cuero marrón le hizo una solemne reverencia, poniéndose de rodillas ante ella.
            –Mi señora.
            –Podéis levantaros –se apresuró a decir Dana, quien luego enfocó su vista hacia su hermano, esperando la razón por la que fue llamada; por lo que Octavio tomó la palabra, pero no dirigiéndose hacia su hermana, sino hacia la otra joven allí presente.
            –Lo que me habéis dicho lo podréis repetir ahora.
            La joven alzó la vista hacia los penetrantes ojos del hijo del rey y luego hacia la joven princesa.
            –Mi señora, soy sacerdotisa del templo de Ishk y he venido hasta aquí especialmente para veros y deciros las palabras que la suma sacerdotisa quiere que lleguen a vuestros oídos. Mi viaje ha sido largo y agotador; en él he perdido a mi escolta; por favor, dejadme hablar con vuestra merced –clamó la joven.
            Dana se mantuvo con mirada recta y seria, a pesar de que la presencia  de una sacerdotisa de Ishk le trajo sorpresa y nobles recuerdos sobre su reciente pasado.
            –Os escucharé todo lo que tengáis que decir –clamó Dana, y luego de una breve pausa agregó–. Y también lamento la pérdida de vuestra compañera o compañeras en el largo viaje que habéis hecho; lo que tenéis que decirme debe ser de gran importancia y urgencia para haber corrido tales riesgos.
            –Lo es mi señora, lo es…
            Sin que ninguna de las damas pudiese continuar con la conversación, Octavio, empujado por la duda las interrumpió sin reparo.
            –¿Acaso vuestra escolta estaba formada por mujeres? Era de esperar que fueseis atacadas…
            Dana miró a su hermano y rápidamente le contestó, volviendo más amena su ignorancia.
            –Mi querido y noble hermano, en el Templo de Ishk sólo hay mujeres y no suelen confiar en los hombres y mucho menos confiarles su seguridad, entenderías porqué…
            Octavio sólo miró con fijeza a su hermana, sin responder.
            –Pero os advierto que aquí no hay mujeres que puedan hacer de vuestra escolta para volver al templo de Ishk, y tampoco os dejaré abandonar Herdenia sin protección. Por lo que seréis acompañada por miembros de la guardia real. Si yo confío en ellos, vos también podréis hacerlo y os garantizo que tendréis la seguridad necesaria para llegar sana y salva de regreso a vuestro hogar –continuó Dana, dirigiendo sus palabras a la joven sacerdotisa que aguardaba de pie frente a ella.
            –Si a vuestra merced así le place, así se hará –contestó la sacerdotisa, sin mostrar oposición alguna.
            –Bien… Decidme entonces las palabras que habéis traído para mí –continuó Dana expectante.
            La joven la miró a ella y luego a Octavio, para luego decir:
            –Disculpad mi señora, pero lo que debo deciros sólo vuestros oídos deben escuchar.
            La princesa miró de reojo a su hermano y éste a ella. Luego de unos segundos, Octavio hizo un ademán con las manos mostrando indiferencia y completó diciendo:
            –Pues bien, podéis ir a donde deseéis para estar a solas.
            Dana alejó su mirada de su hermano para reposarla sobre la sacerdotisa. a la cual llamó inmediatamente.
            –Venid, seguidme.
            La mujer hizo caso inmediato y ambas mujeres abandonaron aquella sala seguidas por Beatriz, para dirigirse velozmente a otra sala mucho más pequeña, que se encontraba  en la otra punta del pasillo que transitaban. El mismo guardia que había guiado a Dana desde el jardín, siguió desde lejos al trío de mujeres y aguardó detrás del portón, que estas cerraron para estar a solas dentro de aquel pequeño recinto.
            Ya solas, Beatriz preguntó:
            –Mi señora ¿Yo también debo dejaros?
Dana miro nuevamente a la sacerdotisa, la cual sólo respondió asintiendo con su mentón. Sin esperar a que Dana dijese nada, Beatriz volvió a hablar.
–Aguardaré aquí afuera –clamó la joven doncella junto con una reverencia, y luego pasó a abandonar la sala para aguardar en el pasillo junto con aquel guardia apostado en la puerta.
            –Bien, decid –se apresuró Dana.
            La sacerdotisa bajo su mirada, inclinando la cabeza y dijo:
            –Disculpadme mi señora, debéis perdonadme pero era la única forma…
            –¿Disculparos? ¿De qué debería disculparos? ¿Acaso habéis cometido alguna falta? –clamó Dana sin entender.
            La joven sacerdotisa, de ojos castaños y pelo oscuro como la noche sin estrellas, volvió a mirar a la joven princesa y luego pasó su palma derecha sobre sus ojos lentamente. En cuanto su mirada estuvo descubierta, nuevamente dos llameantes esferas de brillante escarlata reemplazaron el color castaño que antes tenían sus ojos. Seguidamente, Dana se  echó hacia atrás, sorprendida por tal espectáculo; llevándose las manos a la boca para que su sorpresa no le juegue una mala pasada.
            La princesa reconoció inmediatamente a Margawse; no sólo por la fama del color de sus ojos, sino también porque ella misma había presenciado su nacimiento, cuando era tan solo una niña hace ya catorce años, en el templo de Ishk. Jamás olvidaría aquella bebé de cabello oscuro y ojos carmín. Pero lo que la llenaba de sorpresa no fue la muestra del poder de su magia, sino el hecho de que, según las ultimas noticias de la Tierra Mágica, debería estar muerta…
            –No hace falta que digáis nada, se lo que os preguntáis y os responderé.   
            Dana aguardó en silencio a que Margawse continuase, con el corazón exaltado y el pulso nervioso.
            –Entiendo que por vuestra reacción ya habéis recibido la noticia de mi supuesto fallecimiento –Dana asintió lentamente sin parpadear– y es justamente por ello que me he hecho pasar por alguien que no soy, para llegar hasta vuestra merced.  Como debéis saber, mi madre está gravemente enferma y no está en condiciones de presidir a la Tierra Mágica como Gran Maestre, por lo que yo, como su hija y única heredera, debería cumplir con tal función. Pero es sabido que aún soy demasiado joven para tal cargo, por lo que el ilustre Consejo ha electo un regente de tal poder, hasta que yo cumpla mis veinticinco años… –clamó la joven.
            Dana escuchó con suma atención, aunque tales palabras aún no le significaban nada en relación a su presencia en aquella sala. Sin intentar fingir entendimiento no dudó en preguntar.
            –Pero… ¿Por qué fingir vuestra propia muerte?
            –Por esto –clamó Margawse, al tiempo que sacó con presteza de entre sus ropas una brillante gema verde.
            Sin significar más que una joya para sus ojos, la princesa seguía sin entender; pero antes de que pudiese volver a preguntar Margawse continuó:
            –Sé que sólo aparenta ser una simple joya, pero os puedo asegurar que no lo es. Hace años que la Tierra Mágica investiga sobre la leyenda de las cinco gemas primordiales. la cual sé que habéis oído, porque fuisteis sacerdotisa de Ishk.
            Las facciones de Dana volvieron a mostrar sorpresa, al comprender lo que la joven heredera de Tierra Mágica le estaba mostrando.
            –¿Acaso…? ¿Acaso esta joya es…?
            –Sí, es una xiremei.
            Perpleja por tal confirmación Dana se esforzó por no perder la voz, y respiró hondamente antes de volver a hablar.
            –Explicadme…. ¿Por qué portáis tal objeto ante mí? –clamó la princesa con nerviosismo, sin poder lograr comprender la situación en la que se vio envuelta.
–Os diré todo mi señora. Mi madre siempre tuvo un don que a pocos reveló. Sus sueños no son simples divagues de su mente agotada, sino que son pequeños fragmentos de un destino posible. Un día, sin más explicaciones que las que os daré ahora, me dijo que quien ocupe la maestría en un futuro no seré yo, sino otra persona que atentará contra mi vida e intentará hacerse con el poder de las gemas primordiales para su propio beneficio –Dana volvió a exaltarse por tales palabras, pero guardó silencio y continuó escuchando–. Entre sollozos y palabras de amor, me despedí de mi madre y  no volví a verla, emprendiendo el duro viaje que hasta aquí me ha traído –Margawse hizo una pequeña pausa para luego seguir con más fervor al tiempo que se arrodillaba ante Dana                                    –. Mi señora, creedme. Yo he confiado en mi madre ciegamente tanto por su juicio inquebrantable como por el amor que le tengo. Os ruego que me creáis y me ayudéis, mi madre jamás se ha equivocado y no se está equivocando ahora. Es fundamental que logre lo que me ha encomendado.  
            Dana no respondió y dejo que su mente busque aceleradamente las palabras correctas al tiempo que ayudo a ponerse en pie a Margawse.
            –No… No sé que responderos… Lo que me decís es… Lo que me dijisteis debe ser escuchado por mi padre y no por mí. Él sabrá cómo actuar –clamó Dana indecisa y sin lograr una mejor respuesta que esa, aún nerviosa y temblorosa por lo que acababa de escuchar y ver.
            –¡No mi señora, sólo vos podéis ayudarme! –respondió Margawse con vigor.
            Dana aguardó nuevamente silencio y luego de unos instantes dijo:
–¿Por qué? ¿Por qué habéis recurrido a mí? Aún me tiemblan las rodillas con todo lo que me habéis dicho y no sé de qué forma podría ayudaros…
            Margawse guardó la gema nuevamente entre sus ropas y luego respondió.
            –Perdonadme mi señora por poneros en una posición que os incomoda, pero he recurrido a vuestra merced porque sabía que me reconocerías al verme y creerías mi historia por haber sido sacerdotisa de Ishk. Debéis comprender que en mi situación no puedo ni debo confiar en nadie más… Vuestro hermano o el rey pudieron ser advertidos negativamente y considerarme simplemente como una loca a la cual apresarían sin más. Y no sólo eso… En realidad vuestro padre y rey, más allá de que creyese o no mi historia, no debe saber de mi presencia ni lo que he venido a hacer, ni él ni nadie más –tras una pausa continuó–. Es por eso que os pido encarecidamente que no repitáis las palabras que os dije y que os voy a decir a nadie más que a vuestra conciencia por mas confianza que tengáis en las personas que os rodean –terminó diciendo la joven de cabello oscuro y ojos carmesí.
            –Me estáis pidiendo algo que no podré cumplir. Si la Tierra Mágica ha sido corrompida mi padre debe saberlo y actuar según corresponda, no puedo ocultarle tal información.
            Margawse se acercó a Dana velozmente y la tomó de la mano a modo de suplica y continuó diciendo:
            –Mi señora, os lo pido. Por más que alertéis a vuestro padre, el rey, de nada serviría. Aún no hay pruebas que respalden cualquier tipo de intervención y lo único que lograríais es desvelar mi situación poniendo en riesgo mi misión.
            Dana apretó las manos de la joven heredera de la Tierra Mágica y luego las soltó al tiempo que respondió.
            –¿Cuál es vuestra… misión?
            –Debo cruzar las tierras desoladas de Doria, reino olvidado de los dearin, en  donde los últimos enanos pasan el resto de sus días. Ellos sabrán cómo proteger a la gema y qué hacer con ella, para evitar que el mal se adueñe de su inmenso poder –respondió Margawse.
            –¿Enanos? ¿No han dejado ya de existir? –inquirió Dana, con cierta sorpresa al escuchar el nombre de aquella raza legendaria.
            –Así lo creía yo también, hasta que mi madre me aseguro lo contrario; por lo que confío ciegamente en que me reuniré con ellos.
            –Vuestra confianza y amor por vuestra madre no tienen límites, espero que no os equivoquéis…  –continuó Dana.
            Margawse no le respondió, sólo la miró fijamente y luego asintió con la cabeza. Tras unos instantes de silencio volvió a preguntar:
            –¿Me ayudaréis?
            Dana mantuvo el silencio y se mostró dubitativa ante el ruego de la joven, hasta que, luego de elegir las palabras adecuadas, clamó:
            –Aunque eligiera ayudaros, aún no me habéis dicho cómo hacerlo, porque según lo que me contáis nada puedo hacer además de poner al tanto al rey.
            La expresión del rostro de Margawse dejó de lado la desesperación para llenarse de vigor, al notar la predisposición de la princesa en ayudarle en su cometido.
            –Mi señora, lo único que tendríais que hacer sería firmar los documentos que me permitiesen el paso por la Cordillera Infranqueable. Sin dichos papales jamás podría llegar a destino.
            Dana asintió.
            –¿Y luego? ¿Qué haré sabiendo todo lo que me habéis dicho? No puedo quedarme de brazos cruzados, así nada más…
            –Sí, es lo que debéis hacer. Como os he comentado, nadie debe enterarse de que estoy viva, y mucho menos de a donde me dirijo; por lo que debéis actuar con normalidad y atenta a los que os rodean –contestó Margawse.
            Dana se volteó y bajó la cabeza.
            –Pero mi padre confía plenamente en la Tierra Mágica, si ésta ya no es lo que era, mi padre y todo su reino estarán en peligro. No puedo simplemente no hacer nada... –clamó la princesa, con preocupación en su voz.
            –Os entiendo, mi señora. Pero también debéis entender el grado de importancia de las gemas supremas… Todo el mundo conocido estaría en peligro si mi misión fuese puesta en riesgo… –Margawse hizo una pausa y luego siguió–. Pero podéis actuar a favor de vuestro padre con sabios consejos que seguro sabrá apreciar. Ahora que sabéis la corrupción de la Tierra Mágica, aconsejad a vuestro padre alejarse de ella en lo que pudiera. 
            –Y sino… –Dana dejo aquellas palabras para continuar con otras–. ¿Cuánto es el tiempo que necesitáis para poner a salvo la gema? –terminó diciendo la princesa, al tiempo que se volvió nuevamente hacia Margawse.
            –El tiempo que me lleve dar con los antiguos enanos de Doria. Ellos pondrán a salvo la roca y podréis advertir a vuestro padre de lo sucedido, y actuar para que yo recupere mi lugar en Tierra Mágica para devolverla a su verdadero camino –dijo Margawse, con seguridad en sus palabras.
            Tras unos largos segundos de silencio, Dana volvió a hablar:
            –Os ayudaré.
            Margawse cayó arrodillada al suelo, y lagrimas de desahogo rodaron por sus mejillas. La joven heredera aguardaba aquellas palabras con ansias, ya que de ellas dependía su destino. Dana inmediatamente se agachó para ayudar a levantarse a la joven Margawse, la cual recibió la ayuda al tiempo que le agradeció a su oído varias veces.
            Ya ambas mujeres repuestas y de pie, continuaron con su conversación.
            –Le diré a mi padre que os facilite una escolta para que os devuelva al templo. Y aunque no os dirijáis allí, dicha escolta será la misma que os acompañe hasta las tierras de Doria. Como os he dicho enfrente de mi hermano, son de mi suma confianza. Siendo de tal importancia vuestro cometido, ya sé quien deberá acompañaros. Con él estaréis a salvo, eso os lo puedo asegurar –clamó Dana con decisión y claridad.
            Antes de que Margawse pudiese agradecerle nuevamente, ambas fueron interrumpidas por un fuerte trueno; el cual vino seguido de varios más, junto con el constante sonido del agua caer. La tormenta había comenzado.
            –Bien, ahora debéis descansar lo más que podáis. Que si la tormenta no es fuerte, mañana podréis partir. Si así lo deseáis…
            –Sí, cuanto antes mejor –confirmó Margawse.
            –Entonces os prepararé los aposentos continuos a los míos, junto con mis doncellas; en donde podréis dormir con tranquilidad y comodidad. Yo me ocuparé de prepararos todo lo que necesitéis para mañana. La joven asintió en forma de agradecimiento y luego pasó nuevamente su mano derecha por su rostro, para que sus ojos vuelvan a esconder su verdadero color. Acto seguido, ambas mujeres abandonaron aquella sala.
Ya fuera, se encontraron con la recia mirada del guardia y con  Beatriz. Dana solicitó a su damisela que acompañase  a la joven sacerdotisa hacia sus aposentos, para que coma y descanse debidamente. Beatriz y la sacerdotisa comenzaron a caminar en dirección norte del pasillo, mientras que Dana lo hizo en dirección contraria, hacia la habitación de su padre, seguida por el guardia que estaba apostado en la puerta.
            La charla duró poco. Su padre, agotado, con más ganas de descansar que de escuchar; aceptó con presteza los pedidos de su hija, considerándolos justos y adecuados a la situación. Luego de ello, Dana se dirigió inmediatamente a sus aposentos, en donde mandó llamar a un miembro de la guardia real para informarle de su nueva misión.
            Tras escasos minutos, uno de sus guardias golpeó su puerta, quien luego de tener el permiso de pasar, anunció:
            –Sir Self de Gore –clamó el guardia, que inmediatamente se retiró del recinto.
            –Mi señora –clamó Self en cuanto entró, al tiempo que realizaba una correcta reverencia hacia la princesa.
            Dana contestó a la reverencia inclinando su mentón, y luego pidió al caballero que se aproximase. Ya lejos de la gruesa puerta y separados sólo por un paso, Self tomó la palabra.
            –Dana, la alegría que me produce veros es siempre inmensa, pero vuestro llamado me ha dejado extrañado –clamó, mientras sutilmente tomaba de la mano a la princesa, acariciando sus dedos suavemente; sin desprender su mirada de los ojos de su amada.
            –Y razón tenéis de ello, mi señor… –Self, algo sorprendido,  aguardó a que la princesa se explicase con más detalle–. La razón por la cual os he llamado con tal urgencia no son mis deseos; va mas allá de nosotros, y mismo de Gore. Os debo encargar una misión de gran importancia, que sólo os confiaré si estáis de acuerdo en seguirla y en llevarla a cabo. Si no es así, decidlo y libre quedareis de ella –clamó Dana, con una seriedad inquebrantable en el tono de su voz y en la expresión de sus facciones. Sabía que él era el hombre ideal para ello, pero tampoco quería dejarlo partir.
            <<Unos días; serán sólo unos idas y volverá –se convenció la princesa>>.
            –Mi señora, llevaré a cabo cualquier misión que me encomendéis; sea cual fuese y sin importar sus riesgos. Por el amor a vuestra merced y en honor a  mis votos como caballero, aceptaré siempre lo que me encomendéis de buena gana, a pesar de que el peor castigo esté sólo en aceptarla, ya que significa que debo alejarme de vos… –clamó Self con firmeza y convicción, aguardando expectante las siguientes palabras de la princesa.
             Dana inclinó la cabeza y llevó su mirada a un costado, al tiempo que sujetó con fuerza las manos de Self.
            –Del mismo castigo he de sufrir y aún con más dolor, por la culpa que tengo al ser yo quien os pida tal tarea… Pero os puedo asegurar que si no fuese de tal importancia jamás os pediría que os alejaseis de mi lado.
            –Lo sé… –dijo Self, mientras levantaba suavemente el mentón de su amada con la punta de sus dedos, trayendo nuevamente su mirada de ojos brillosos hacia él.  Lentamente ambos acercaron sus labios hasta encontrarlos. Luego, abrazados, Dana cerró los ojos y recostó su rostro sobre su pecho. Así permanecieron por largo rato sin decir palabra alguna, arropados por un silencio de paz y tranquilidad.
            –No soporto esto… –clamó Dana.
            –¿Qué?
–Tener que escondernos así… Sin poder mostrar nuestro amor ni vivirlo como corresponde…
–Yo tampoco… Prometedme que si vuelvo de la misión que me encomendaréis le diremos todo a vuestro padre de una vez por todas.
Dana levanto su cabeza del pecho de Self y sorpresivamente lo hizo a un lado.
–Cuando volváis.
A Dana le brillaron los ojos nuevamente y, sin más, volvió a abrazar a su amado, escondiendo sus lágrimas en el calor de su pecho.
Tras otros minutos de largo silencio, Dana se dignó a encomendarle la importante misión que ya le había anunciado…


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