domingo, 17 de julio de 2011

3º Parte - Capítulo 7

–VII–

El tomo sobre el escritorio de roble era pesado, grande y viejo. Su lomo tenía el doble de grosor que un libro común y sus páginas eran dos veces más largas y anchas. Sobre la tapa de cuero cocido, un pentagrama de plata opaca y oscurecida por los años anunciaba su procedencia. Características clásicas de la serie “Orígenes”; los libros escritos en la Tierra Mágica cuando aún no se llamaba así. Frutos del conocimiento y sabiduría del primer gran maestre y sus primeros consejeros; sin duda una colección invaluable datada de hace más de ocho siglos. 837 años si se quiere ser más preciso, cuando las bases y fundamentos de la Tierra Mágica fueron establecidos en la reunión que hoy se conoce como “Primer Consenso”. Lo que allí se dictó, está ahora en aquellos volúmenes.
Sus hojas amplias, amarillentas y carcomidas, eran tratadas con delicadeza por los dedos temblorosos y arrugados de un anciano que leía su contenido con atención inusual. Deteniéndose en cada palabra, cada punto, buscando en aquellas líneas un sentido más profundo del que una simple lectura podría dar. Por años había leído y enseñado el contenido de aquellos tomos, muchas citas aún las conservaba en la memoria. Pero aquella noche, bajo la turbia luz de las velas, Edorias necesitaba volver a leer buscando en aquellas líneas algo más que historia, buscando que aquellos preceptos recarguen su espíritu de la fuerza de voluntad necesaria para hacer lo que estaba a punto de hacer… Simplemente tenía que asegurarse de que ello era lo correcto. Sus manos, escuálidas y de articulaciones deformes, temblaban al cambiar de pagina mientras que sus ojos oscuros y de parpados flácidos, apenas parpadeaban. Su mente estaba totalmente sumida en aquellas palabras.
La noche de luna creciente iba madurando con las horas, al tiempo que las velas que alumbraban su lectura se iban extinguiendo. Pronto debería levantarse para encender unas nuevas. Una de las pocas razones por las que abandonaba su pupitre de madera lustrada, del cual pocas veces se había movido desde hace casi dos días. Manteniendo una lectura constante, Edorias había engullido los dos primeros tomos de la serie “Orígenes” y ya estaba acabando el tercero y último.  Su pupilo, Domike, un chico de catorce años, le traía comida y le mantenía informado de cualquier eventualidad en el palacio y, siempre que podía, le insistía en descansar sus ojos pero el anciano se negaba, necesitaba estar preparado…
De hecho, no llegaría a terminar el tercer volumen, ya casi era la hora pactada: “tras la quinta vela consumida luego de la puesta del sol, esa será la hora”.  Quedaba poco, las llamas débiles apenas danzaban sobre un botón de cera, pronto se extinguirían. Cerró el grueso tomo con cuidado, se masajeó los ojos un par de veces con los nudillos y luego se puso la capucha de su túnica de lana. Levantarse de aquel pupitre fue una tarea bastante difícil, había permanecido demasiado tiempo sentado y el frió húmedo de los muros había hecho lo suyo sobre sus delgados y viejos huesos. Rengueando, mientras sus músculos recuperaban una circulación fluida, se acercó hasta la puerta de su cámara, la abrió con cuidado para evitar que rechine y paso al otro lado. Sin cerrarla, dio un último vistazo contemplativo a su habitación y echó a andar sobre los oscuros y fríos pasillos del palacio, hasta salir al patio sur. La noche era más fría de lo que pensaba, una brisa gélida lo abrazó y un repentino escalofrío recorrió su espina. Se frotó las manos con el calor de su propio aliento y siguió caminando. Sus oídos sólo escuchaban el sonido de sus pasos y a las brisas danzantes cantar sobre sus orejas con cada ráfaga de aire helado. Sus ojos, sólo veían el movimiento de su débil sombra aferrada a los adoquines grisáceos. Estaba solo, completamente solo. Pronto llegó a una verja de hierro oscurecido que daba a una empinada y larga escalera, que bordeaba uno  de los muros del palacio hasta llegar a su base. Sin más, comenzó a bajar por ella. Al llegar al último peldaño, una pequeña portezuela de madera húmeda y carcomida se encontraba en frente suyo; la cruzó. Nuevamente se encontraba dentro del palacio; en las ruinas subterráneas sureste. El frío allí era más dañino. La brisa igual soplaba entre los largos y oscuros pasillos llevando consigo una humedad mortecina, mucho más penetrante que en el resto del palacio habitado.
Pronto llegó a la intersección de dos oscuros y fríos pasillos en donde se detuvo. Los bloques de piedra oscuros, llenos de moho y hongos, marcaban el paso de largos años, aunque aún parecían lo suficientemente resistentes como para seguir manteniéndose por varios siglos más. Edorias ya había estado allí, pero una sola vez. Hacía años, cuando se realizó una recorrida total del palacio para comprobar sus cimientos, él era una de las personas seleccionadas para la inspección. Era un lugar oscuro y olvidado; fuera de esa vez, nadie osaba entrar en aquel lugar; por miedo o por qué razón, escapaba a su conocimiento; simplemente nadie lo hacía. Era el lugar indicado para estar a solas y era un buen lugar para realizar un encuentro clandestino.
Allí aguardó sin saber cuánto tiempo exactamente, simplemente el suficiente para que la sangre se le hiele y la humedad pusiera a prueba la resistencia de sus rodillas. A pesar de que era el lugar y la hora indicada, seguía solo. La impaciencia le carcomía los nervios, pero su mente se esforzaba por repasar todos aquellos puntos que quería comunicar, junto con la mayor cantidad de razones posibles que los respalden para poder convencer a cualquiera que hiciese falta.
Para evitar el frío comenzó a caminar en círculos al tiempo que, de tanto en tanto, calentaba sus manos, capturando con ellas las pequeñas nubes de vapor de su aliento. Así permaneció hasta que, por fin, una sombra se despegó de los muros y se acercó a él tomando la forma de la silueta de una persona encapuchada.
-Saludos mi señor, disculpad la tardanza –instó el encapuchado, con voz serena.
-Saludos, Meroveo ¿Todo está bien? ¿Por qué estáis aquí solo? Mejor dicho… ¿Por qué estáis aquí?  -clamó Edorias con cierto enojo, mientras abrazaba su pecho apretando sus palmas fuertemente bajo sus axilas.
-Sé que no hacía falta que viniese, pero sentí que debía venir; disculpadme si he hecho mal, pero sentí que era mi deber estar presente.
Edorias suspiró molesto.
-¿Es que no sois conciente de todos los riesgos que corréis al estar aquí? ¿No fueron suficientes mis advertencias? –su voz era severa, el frío parecía afectarle el humor.
-Soy conciente al igual que vos mi señor, y por mi compromiso con la Tierra Mágica es que estoy aquí.
-Está bien… No tengo ganas de seguir discutiendo, quedaos, pero ya hablaremos después. ¿Dónde está el resto del consejo? ¿Les habéis avisado a todos? –dijo el anciano, al tiempo que miraba a sus alrededores buscando entre las sombras.
-Le he avisado a quien debía mi señor –prosiguió Meroveo, manteniendo la calma de su voz.
Sin intenciones de contestar, Edorias centró su atención en el débil sonido de pasos aproximándose, tan suaves como un susurro. Pronto, entre las sombras amorfas, distinguió varias figuras acercándose a ellos. Todas ellas encapuchadas. Pero rápidamente notó algo raro  en aquellas personas, eran altas, casi tanto como Meroveo y, por supuesto, mucho más que él mismo y que la estatura promedio de un anciano…
-Ah, parece que ya están todos –dijo el joven encapuchado.
Edorias mantuvo su silencio, simplemente aguardó a tener más cerca al resto de los sujetos. Todos mantenían las cabezas gachas, escondiendo sus rostros bajo la tela de sus capuchas; evitando mirar otra cosa que no sea el suelo. Pero para el anciano no era necesario que se le oculten de tal forma, de sus barbillas tampoco colgaba ninguna barba de cabellos blanquecinos o grisáceos. En un instante se olvidó del frío, de la humedad, de la oscuridad, de sus libros y hasta de lo que había ido a hacer allí, sólo una cosa ocupaba su mente. Miró a Meroveo directo a los ojos, sin siquiera pestañar; impasible e inexpresivo. El joven allí presente le mantuvo la mirada, hasta que la serenidad de su rostro se quebró al apretar sus labios con fuerza.
-Debisteis haber conservado tus palabras.
El anciano dio un paso hacia atrás, lentamente, y luego se volvió para echar a correr, pero no llegó a hacerlo. Otras tantas figuras encapuchadas lo esperaban a sus espaldas. Una de ellas empuñaba una espada corta de reluciente acero, inclusive en la oscuridad de aquella noche brillaba con pequeños destellos blanquecinos.
Un fuerte golpe en la nuca lo derribó al suelo; sintió cómo la sangre le recorría una oreja y caía sobre los adoquines. Su vista comenzó a nublarse hasta que se desvaneció dejando sólo oscuridad. 


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