domingo, 10 de julio de 2011

3º Parte - Capítulo 6

–VI–

Por la mañana siguiente, Margawse se encontraba ataviada con ropas de montar y lista para partir, aguardando frente al ajimez de su habitación mientras observaba con la vista perdida el lejano horizonte, dejando divagar su mente a través de aquella delgada línea que une el cielo con la tierra, tras un sin fin de recuerdos y añoranzas. Sobre todo, poder volver a vivir en paz en la Tierra Mágica con su madre.
            El sol recién se alzaba cuando alguien golpeó a su puerta. Margawse volvió de sus pensamientos e invitó a entrar a quien fuese que tocaba. La puerta se abrió y una damisela la cruzó, quien tras una reverencia anunció:
            –La princesa Dana.
            Margawse se arrodilló e inclinó su cabeza con presteza, al tiempo que oía los suaves pasos de Dana entrando en sus aposentos hasta llegar enfrente suyo.
            –De pie, joven sacerdotisa –clamó la princesa.
            Margawse hizo caso y aguardó expectante.
            –Tomad, esto es lo que me pedisteis –dijo Dana, al tiempo que llamó con un gesto de manos a la damisela que la acompañaba, la cual ofreció a la joven sacerdotisa unos documentos sellados con el blasón de Gore en cera.
            El rostro de la joven se llenó de satisfacción y luego de tomar los documentos abrazó a la joven princesa, con efusividad y sin pensar.
            –Mis perdones, mi señora. Disculpad mi atrevimiento –clamó Margawse tras un instante, al tiempo que se alejó de Dana y volvió a inclinar su cabeza en señal de arrepentimiento.
            Dana sonrió y disculpó a la joven, a la cual invitó a que se yerga nuevamente. Luego dijo:
            –Ya he hablado personalmente con el líder de vuestra escolta y lo puse al tanto de gran parte de vuestro cometido –Dana notó cómo las facciones de Margawse comenzaron a mostrar preocupación,  por lo que inmediatamente después agregó–. Y no os preocupéis, es de suma confianza.
            Margawse sólo asintió. 
            Dana caviló unos segundos y, sin otra cosa que decir, anunció:
            –Si ya estáis lista, los caballos y vuestra escolta están preparados en el patio de armas, aguardando a su merced.
            –Lo estoy mi señora.
            Bastaron estas palabras para que ambas dejasen aquella habitación para dirigirse al patio de armas, acompañadas por un guardia que se encontraba apostado fuera de los aposentos, y una doncella.
            Mientras Margawse avanzaba a la par de la princesa, Dana caminaba con la vista al frente y recta, sin intenciones de mirar o hablar con nadie; obviando mostrar indicios de la razón de su indiferencia. Más allá de que de una princesa se tratase, Margawse percibió una frialdad totalmente ajena a la impresión que le había causado Dana la noche anterior. Sin nada que hacer al respecto, sólo caminó a su lado, esperando llegar a destino.
            El trayecto duró unos minutos, en los cuales sólo el sonido de los pasos se escuchó retumbar entre los oscuros y húmedos pasillos del castillo. Al llegar al arco que hacía de entrada al patio de armas, Margawse percibió el fresco aire de la mañana acariciar su piel e inundar sus pulmones, dejando atrás aquella pesada humedad de los bloques de piedra. Justo delante de las damas, a menos de diez estadales, tres hombres se encontraban de pie junto a sus cabalgaduras, enfundados en los briales característicos de Gore, portando pesadas y brillosas cotas de malla y largas espadas en sus cintos de cuero. Además, había un cuarto caballo sin dueño visible.
            En cuanto estuvieron a escasos metros de ellos, éstos se arrodillaron en dirección a la princesa e inclinaron su cabeza hacia el suelo.
            –De pie, caballeros de Gore.
            Los eludidos hicieron rápido caso, aunque permanecieron con la vista baja; a acepción de uno, quien no aparataba sus ojos celestes de los de la princesa; que respondía de la misma forma.
            –Sir Self. Como os he informado ayer por la noche, vuestra misión es escoltarla a ella, una sacerdotisa de Ishk, hasta su templo sagrado.
            –Mi señora –pronunció Self débilmente a Margawse, al tiempo que hacía una reverencia con la cabeza en su dirección. 
            –Nuevamente os pregunto ¿Aceptáis de buena gana la tarea, jurando cumplirla bajo vuestro honor? –clamó Dana, con el fin de tranquilizar a la joven Margawse.
            –Si, mi dama y señora. Yo y mis compañeros cumpliremos con la tarea, según nos ha encomendado vuestra majestad –clamó Self con voz firme y clara, sin despegar los ojos de su señora.
            –Entonces no hay nada más que decir –dijo Dana que, luego, continuó diciendo en dirección a la sacerdotisa–. Podéis partir cuando deseéis y estad tranquila, que estáis en buenas manos.
            Margawse asintió y luego dijo:
            –Me honra haberla  conocido, su majestad… Espero que lo que os he anunciado no os traiga abatimiento sino fuerza. Que gracias a vuestra ayuda no habrá de que temer.
            Dana asintió y dijo:
            –A mí también me alegra haberos recibido en mi casa. Vuestras palabras serán valoradas y guardadas como corresponde. Y estoy segura de que los dioses bendicen vuestra vuelta. La de todos.
            Margawse sonrió. Acto seguido, Self invitó a la dama a montar su corcel, ofreciéndole su ayuda para la tarea. Luego, el resto de los hombres también montaron.
            Self dirigió su mirada a la bella princesa y haciendo alusión a las últimas palabras de ésta dijo:
            –Espero que también contemos con la bendición de su merced.
            Dana se acercó hasta el caballo de Self y acarició sus crines suavemente.
            –Por supuesto que contáis con mi bendición, caballero; al igual que vuestros hombres.  
            Tras decir esto último, ambos se miraron con firmeza; con el fin de atesorar esa última mirada para recordarla por las noches que fuesen  necesarias hasta que el destino les permitiese estar nuevamente juntos, sin necesidad de recuerdo alguno. Así permanecieron hasta que Self se vio obligado a espolear su caballo e iniciar el trote de la compañía.
            Las monturas se alejaron de la princesa lentamente, hasta llegar a la poterna central. Al cruzarla, Margawse sintió un fuerte peso y temor, mientras que Self sólo añoraba el momento de volver junto a su amada. En un rápido movimiento, el joven caballero volteó su mirada para ver a lo lejos la figura de la princesa, aún inmóvil en el centro del patio de armas, observando a la compañía partir.
            Tras alejarse de la poterna, ésta dejó caer sus pesados barrotes de hierro, sellando la entrada. Ya fuera del castillo, comenzaron a descender la empinada colina hasta llegar a la Puerta Sur de la ciudad, mucho menos concurrida que la Puerta Norte;  por lo tanto más apta para pasar sin problemas ni retrasos entre las gentes de Herdenia. 
            Ya en las estrechas calles de tierra sólo mendigos los observaban pasar. Aún era demasiado  temprano y sólo aquellas personas que, sin importar la hora, estaban en la calle, se acercaban a ellos en busca de limosna o tan sólo a mirar o incluso hasta desear suerte a los hombres de Gore en misión. Margawse, que recién había conocido la famosa ciudad el día de ayer, se detuvo a observar con detenimiento la belleza de sus casas y almacenes que, al estar cubiertos por la luz tenue y azulina del amanecer, parecían dar una extraña sensación de paz y tranquilidad; totalmente opuesta a la sensación que le había provocado la Herdenia que había visto al llegar el día anterior, abarrotada de una multitud chirriante y molesta.
Pronto las callejuelas de tierra quedaron atrás al cruzar el arco sur de la ciudad, el cual estaba vigilado por un puñado de soldados con alabarda que inclinaron su cabeza en gesto de saludo, dejando pasar a la compañía inmediatamente para volver a descansar sus ojos. Self y el resto no tardaron en dejar a sus espaldas las majestuosas murallas plateadas que envolvían Herdenia, las cuales lucían permanentemente vigiladas desde lo alto de sus adarves y torres fortificadas.
Ya fuera de la gran ciudad, la compañía siguió la ruta que bordeaba las murallas para llegar al camino sureste, el cual llevaba al templo sagrado de Ishk. A lo lejos, el sol se terminaba de alzar sobre las cristalinas aguas de la Laguna Serena otorgando, como cada mañana, un espectáculo asombroso para los ojos de quienes pudiesen presenciarlo.
Tras cabalgar largo rato en un sumo e incomodo silencio, Self acercó su montura hasta Margawse, dejando atrás a los otros dos caballeros.
–Sé que estáis nerviosa, pero no temáis –se aventuró a decir el hombre, al tiempo que la dama se volteó bruscamente para observarlo con cautela–. Sé quién eres y cuál es vuestra misión, mi señora; la princesa Dana me lo ha contado. Y, como habéis oído, he jurado acompañaros hasta que la llevéis a cabo.
            Las facciones de Margawse no pudieron evitar mostrar la sorpresa que le provocaron tales palabras, pero a la vez una sensación de alivio y desahogo tranquilizaba a su corazón inquieto.
            –La princesa Dana os ha contado… ¿todo? –inquirió la dama conservando la cautela.
            –Sé que a donde vais no es a Ishk y que lo que portáis no es una simple joya –contestó Self sin dudar.
            –Veo… Pero ahora mi temor es que os haya contado demasiado… –clamó Margawse, casi como si hubiese pensado en voz alta. Luego de una pausa continuó–.  Decidme sir Self ¿Qué es lo que sabéis sobre la gema que llevo? Y por favor… Hablad con sinceridad.
            –No hace falta que me lo pidáis, con sinceridad os contestaré.  Sé que es algo antiguo y de un gran poder mágico… Hace unos meses se me encomendó una misión de exploración en una gruta; sobre el monte Kite; a la cual fui acompañado por un investigador de la Tierra Mágica. Lo que allí encontramos fue una roca amarillenta, protegida por un monstruo mágico al cual sólo yo he sobrevivido…
            Margawse, que escuchaba con atención, no tardó en hacer la pregunta obvia.
            –¿Y la gema?
            –No la volví a ver, simplemente se desvaneció de aquel lugar.
            –Pero alguien más la encontró… –clamó Margawse en voz baja, casi en un tono inaudible, como si hablase sólo para sí.
            –Disculpadme, pero a qué os referís –dijo el joven.
            –¿Recordáis la batalla que aconteció en aquel mismo lugar? ¿Fue por ese entonces, no?
            Self primero asintió y luego dijo:
            – Sí. Yo estuve ahí.
            –Bendecido por los dioses debéis estar. He oído que muy pocos sobrevivieron.
            –Muy pocos… –clamó Self con seriedad. 
            –Entonces debéis recordar bien lo que allí ha pasado…
            La mente del caballero se vio invadida por imágenes grotescas de aquél funesto suceso que aún guardaba en la memoria. El simple recuerdo le traía malestar y tristeza.
            –¿A dónde quiere llegar vuestra merced? 
            –Lo que habéis visto ese día fue claramente una magia muy poderosa, eso no cabe duda; pero no fue una magia producto de la mano del hombre, sino de algo más allá, de algo divino –tras una pausa siguió–. Sir Self, alguien utilizó la gema que vos habíais encontrado días atrás, ese es el verdadero poder de una gema sagrada.
            Self pareció dubitativo, sin saber que contestar ante tal declaración, luego de unos segundos inquirió:
            –¿Cómo podéis estar segura de ello?
            –Porque os puedo afirmar que no existe magia alguna que el hombre domine capaz de alcanzar semejante poder.
            Aunque lo que Self sabía de magia era poco y nada, le creyó inmediatamente ¿Acaso podía haber algo peor que lo sucedió aquel día? Igualmente repreguntó:
            –Cómo… ¿Cómo es que sabéis lo que allí ha pasado, si no estuvisteis presente? ¿Tan segura estáis de lo que decís? 
            Margawse lo miró por un instante, sintiendo cierta ofensa al ver que Self no le creía.
            –Las noticias de aquella batalla llegaron a todos los rincones… Los relatos de lo que sucedió en el campo de batalla son unánimes, invariables. Pero como vos también estuvisteis ahí, os puedo preguntar si es mentira que aquel día negro un tornado de fuego consumió a miles de hombres de ambos bandos ¿Es falsedad entonces?
            –No, no lo es…
            –¿Me creéis entonces?
            –Os creo, simplemente que no estoy acostumbrado a recibir tales afirmaciones de alguien tan joven. 
            –¿Estáis insinuando que no soy lo suficientemente madura? Os recomiendo que dejéis esas ideas de lado sir Self; puesto que a pesar de mi edad, he sido educada bajo los preceptos de la Tierra Mágica, para algún día gobernar a la misma y… –el tono de la joven comenzó con vigor, pero de repente se ahogó en el silencio.
            Self sonrió, tratando de contener una pequeña risa debajo de sus labios.
            –Ya os dije que sé quién eres, podéis hablar sin cuidado, pero si no queréis que mis hombres también lo sepan, os voy a pedir que cuidéis vuestro tono. Y sí, seguramente vuestra educación es muy superior a la mía, la cual apenas consta de saber leer y escribir; así que por favor, perdonad a vuestro humilde servidor– terminó de decir Self con una pequeña reverencia.  
            Margawse no pudo evitar sonrojarse.
            –Perdonado estáis –clamó la joven, quien luego agregó–. No hace falta que me digáis lo que debo hacer sir Self; justamente por ello dejé repentinamente de hablar...  –se excusó Margawse–. Por cierto… ¿Son leales vuestros hombres?
–Están bajo mis órdenes en esta misión por que la princesa así lo quiso, pero en realidad son mis compañeros diarios; los conozco. Sí, lo son mi señora; darían la vida si hiciese falta, para cumplir con la misión que se les encomendó: escoltaros a donde vayáis –clamó.
            Margawse no contestó, pero la expresión de su rostro parecía satisfecha con tal respuesta. Luego agregó:
            –Antes dijisteis que sabias que no iba a Ishk, pero… ¿Sabéis a donde voy en realidad?
            –Sólo sé que debo escoltaros mas allá de las Montañas Infranqueables, hasta una ciudad lejana. La princesa Dana me comentó que vos me contarías el resto.
            –Y lo haré, sólo que antes quisiera que me dijeseis cuanto es lo que falta para llegar al cruce que nos dejará del otro lado de la frontera de Gore –clamó la jovencita.
            –Serán más de cien leguas, más o menos… Si dormimos por las noches tardaremos unos tres días en llegar.
            Margawse se alteró levemente y dijo con vigor:
            –Por favor, debo pediros que no descansemos por las noches y, si es posible, aceleremos la marcha también. Sé que os parecerá extraño, pero no me sentiré segura hasta que estemos del otro lado…
            –¿Acaso teméis que os sigan?
            –No creo que me hayan seguido hasta Herdenia, pero de seguro deben estar buscándome…
            –La noticia de que la heredera de la Tierra Mágica murió llegó con presteza a las tabernas de las ciudades…  No creéis que… –Self no pudo continuar, la dama que lo acompañaba lo interrumpió.
            –Fingir mi muerte sólo me ha servido para tener un par de días de ventaja y llegar hasta aquí, antes de que sea demasiado tarde…
            –¿Demasiado tarde?
            –Sí… Seguro que Dawrt mandó asesinos por todo Gore: a Herdenia, a Ishk y a cualquier otro lugar…
            –¿Dawrt es como se llama el hombre a quien teméis? –inquirió.
            –Sí… Es el hombre que ahora lidera la Tierra Mágica y de quien debo alejar esta gema… Mi madre así me lo ha revelado…
            Unos segundos de silencio cortaron la comunicación, luego Self la reanudó.
            –¿Por qué fuisteis primero a Herdenia? ¿No era mejor opción ir en serio al templo sagrado de Ishk?
            –No… Por más que las sacerdotisas me den su protección, lord Dawrt hubiese hallado la manera de capturarme. Además…. De nada me sirve permanecer encerrada en un templo, por más seguro que éste fuese. Tengo una misión que cumplir y mi destino está detrás de aquellas montañas –clamó la joven, señalando a lo lejos la cordillera de las Montañas Infranqueables.
            Sin más que decir, la compañía continuó a trote veloz por el camino de tierra, bordeado por infinidad de hileras de pinos, robles y abetos, que crecían grandes y frondosos alrededor de los abundantes arroyos que descendían de la, aún lejana, Cordillera Infranqueable.
            El sol ya había alcanzado su cúspide y lentamente comenzaba a descender, indicando que el medio día se diluía en las primeras horas de la tarde. En ese momento la compañía abandonó el camino hacia el sur, para inmiscuirse entre las arboledas aledañas, siguiendo la dirección este. Ruta que los llevaría hasta el cruce fronterizo en no más de un día y medio, si no descansaban durante las noches.
Luego de varias horas de cabalgar sin descanso, Self ordenó al resto detener la marcha. Justo delante suyo se encontraba un arroyo de agua cristalina, y la sed y el hambre se hacían sentir en todos los allí presentes. Rápidamente Self dio el visto bueno para que todos bajasen de sus monturas, para comer algunas provisiones y beber de aquel arroyo, del cual también se saciaron los agotados caballos.
Aunque se suponía que el descanso debía ser breve, Margawse no pudo evitar sentirse nerviosa e intranquila; por el simple hecho de no estar avanzando hacia las montañas. Sin embargo, su cuerpo agradecía de sobremanera aquellos minutos de respiro. La joven no estaba acostumbrada a cabalgar por tanto tiempo y eso se hacía sentir con un fuerte dolor en su delicada espalda.
Self rápidamente percibió la intranquilidad de la dama y se acercó hasta ella para calmarla.
–Aprovechad en comer y beber, que pronto seguiremos la marcha –clamó.
–Sí, pero por favor, no nos demoremos más de lo que sea necesario –dijo Margawse algo molesta. 
–No os preocupéis mi señora, sé lo que debo hacer. Os aseguro que es mejor parar la marcha unos minutos de reposo que cabalgar agotados. Aún nos quedan muchas leguas por delante como para no descansar en ningún momento.
Dicho esto, Self se alejó hacia el arroyo, en donde sus hombres se encontraban bebiendo cerca de los caballos, para amarrar a estos últimos a las raíces más cercanas al torrente de agua. Margawse, luego de retirar algunas provisiones de la bolsa que traía su caballo, prefirió permanecer algo más alejada, y se dispuso a recostarse bajo la sombra de un fresno, acomodando su cuerpo entre las hendiduras del árbol.
Así pasaron los minutos sin que nadie se preocupara por contarlos, tomándose el tiempo que hiciese falta para recuperar las fuerzas, hasta que Self, quien no tardó demasiado en comer y beber lo suficiente como para seguir la marcha, se acercó nuevamente a Margawse para anunciarle que él y sus hombres ya estaban listos para reanudar el viaje. Pero al llegar hasta ella y verla recostada con los parpados cerrados, dormida, no quiso despertarla y se volvió nuevamente hasta el arroyo. Si dormía era porque lo necesitaba, o por lo menos así lo entendía él. Él y sus compañeros aguardaron a que despertase, sentados sobre la hierba a  unos pasos del arroyo, del que fluía incesante agua cristalina.
–Sir Self, ¿Os ha dicho la jovencita a dónde vamos y qué tan lejos? –inquirió uno de los hombres allí sentados.
–No, sólo sé que es tras la frontera de la Cordillera Infranqueable.
Los tres caballeros ya sabían que su destino era cruzando la frontera, pero el no saber el “que tan lejos” de ella los ponía algo nerviosos. La misión se les fue asignada esa misma mañana, al ser despertados en las barracas por el propio Self, junto al capitán de la guardia real, quien los eligió por ser buenos hombres y, por sobre todo, leales. Pero a decir verdad, no fue demasiada la información que recibieron, mejor dicho, fue bastante escasa. Simplemente se les apareció anunciando que necesitaba dos hombres para una importante misión, de la cual se obviaron los detalles en todo momento, probablemente porque ni el mismo capitán de la guardia los sabía.
Self no solía hablar demasiado con sus compañeros, los miembros de la guardia real, pero los conocía muy bien a todos. Cualquiera podría haber sido ideal para la misión. Lo que aquellos dos caballeros no sabían, era que Self los sugirió a su capitán por algo más que por su valor y lealtad. Sir Jeffer era un hombre maduro, de unos treinta y pico de veranos, casado pero sin descendencia. Su mujer, una residente más de Herdenia, no pudo jamás concebir, al punto de creer estar maldita o algo así. Sir Jeffer siempre hablaba de eso y se apenaba por no tener hijos. Igualmente su amor parecía ser puro, puesto que jamás la dejó por ello.  En cambio, sir Tomas nunca se había casado y por la edad que tenía, probablemente nunca lo hiciese. Ya estaba alcanzando los cincuenta y, a pesar de ser un excelente guerrero, se consideraba viejo como para tener que soportar a una mujer y sus caprichos. Ambos excelentes espadachines, de corazón puro y noble, como todos los miembros de la guardia real, sólo que el resto, o eran más jóvenes o tenían familias numerosas que proteger y mantener. Self sabía que la incertidumbre de aquel repentino viaje significaba también riesgos y peligros, es por ello que escogió a los dos hombres con menos años por delante o una menor cantidad de seres cercanos que los llorasen si no volviesen… En un principio creyó que lo que hacía era lo mejor, sin embargo, el hecho de haber juzgado y especulado con la vida de otros, le dejó un malestar que aún le agobiaba.
–Dicen que tras la frontera se encuentran las ruinas de civilizaciones olvidadas… –comenzó a decir sir Jeffer, atemorizado–. Y que sus espíritus siguen vagando sobre sus tierras…
–¿Acaso teméis a los muertos? Me extraña de un hombre maduro y tan versado en las armas –clamó Self inmediatamente después.
–No le temo a los muertos… Sino a sus espíritus. Ellos no pueden ser atravesados con el filo de mi hoja… –se defendió.
–No sé que habrá detrás de aquella cordillera, pero os aseguro que no son espíritus…
Sir Tomas, quien escuchaba atento, trataba de contener su risa.
–¿Y de que os reís? –acusó sir Jeffer.
–Debéis dejar de ir de taberna en taberna… Las historias de vagabundos y borrachos  no os hacen bien –clamó el veterano, acompañando sus palabras con una notable sonrisa.
Jeffer lo miró sin saber si sentirse ofendido o no por ello, por lo que mantuvo su rostro inexpresivo; Self sonrió levemente.
–Nadie cuerdo se animaría a cruzar la frontera, y aunque existiese alguien, no lo dejarían: Gore cerró el paso ya hace muchos años. Así que nadie sabe realmente cómo es del otro lado, y si la magia existe, también pueden existir los espíritus, por lo que os voy a pedir que no me tratéis como a un loco. Bien que vos elegiríais cualquier lugar antes que la frontera como destino –clamó vigorosamente Jeffer, apuntando sus palabras a su veterano compañero de batalla.
La risa de sir Tomas se redujo notablemente hasta casi desaparecer, aunque pareció esforzarse por evitar que esto pasase simplemente por orgulloso.
–Vamos, dejad esas historias.
–Cierto –interrumpió Self–. Todo saldrá bien. Detrás de aquellas montañas sólo debe haber ruinas, bosques, praderas…. Nada más.
–Ojala tengáis razón… ¿Pero y si hay algo más? –clamó Jeffer, insistente.
–Esperemos no ir demasiado lejos como para averiguarlo –continuó Tomas, aún riendo.
–Y si hay algo más… ¿Acaso importa? Nuestra misión es clara y haremos todo lo que esté en nosotros para cumplirla ¿cierto? –clamó Self, recordándoles el cometido por el cual estaban allí.
–Sí –se escuchó a coro por parte de los dos caballeros.
–A propósito –dijo Tomas, al tiempo que miraba la posición del sol–. ¿No sería tiempo de ir despertando a la jovencita?                                                   
Self y Jeffer también alzaron sus vistas, comprobando el tiempo que había pasado.
–Sí –anunció el primero–, iré a despertarla para que podamos continuar.
–No creo que haga falta –dijo sir Jeffer, quien estaba justo en frente de Self y Tomas, teniendo su marco visual en dirección contraria.
Self se volteó y a sus espaldas observó a Margawse, a unos metros, acercarse hacia ellos lentamente.
Los tres hombres se pusieron de pie y pronto estuvieron frente a frente con la joven.
–Me alegra que halláis descansado lo suficiente, mi señora –dijo Self antes que todos.
–Sí… Yo simplemente quería recostarme un rato, pero parece que me he quedado dormida… ¿Pasó mucho tiempo? –preguntó la joven, como si sintiese cierto arrepentimiento por haber dejado que sus ojos descansaran.
–No os preocupéis por el tiempo, necesitabais dormir y recuperar energías para el largo trecho que aún nos queda.
Por como lo dijo, Margawse sintió que si, había pasado mucho tiempo. Inmediatamente la joven miró el sol y comprobó que estaba más cerca de la línea del horizonte de lo que hubiese deseado, y que ya lucia un color más pálido que en la mañana: corrían ya  las horas de la tarde.
–Mi señora; nos encontramos todos aquí; frente a frente; dejadme que os presente a los caballeros que han aceptado la misión de escoltaros –exclamó Self,  haciendo un ademán hacia los dos hombres que allí lo acompañaban.
–Con gusto.
–Él es sir Jeffer de Turmalina –clamó Self, indicando a quien correspondía.
–Mi señora –clamó el caballero aludido.
Margawse asintió con la cabeza.
–Y él es sir Tomas del Valle.
–A sus órdenes –dijo sir Tomas.
Margawse volvió a asentir y luego dijo:
–Os agradezco haber aceptado escoltarme; yo soy… –repentinamente se detuvo y luego de un instante continuó–. En realidad no importa quién soy. Disculpadme que no os diga más de mí que lo que ya sabéis: soy sólo la joven a la que debéis escoltar…
Ambos hombres se miraron frente a frente sin entender porqué no les dijo su nombre, pero nada podían hacer al respecto, así que sólo asintieron con un gesto de cabeza. En realidad nunca les había importado cómo se llamaba, pero ahora que se les había negado saberlo, no pudieron escapar a la curiosidad que ello les provocaba. 
Sir Tomas comenzó a acariciarse su espesa barba negra jaspeada con blanco y, tras unos segundos, se excusó:
–Con vuestro permiso. 
Tras recibirlo con un simple gesto de Self y de Margawse, sintiéndose ambos eludidos por el petitorio, sir Tomas se alejó hacia unos arbustos a, probablemente, orinar.
–Sir Jeffer, preparad los caballos que ya partiremos –anunció Self.
–Sí, inmediatamente –clamó el caballero, al tiempo que se alejaba hacia los animales.
Fue entonces cuando Self desvió su mirada de forma casual hacia uno de los tantos charcos de agua semi estancada, cercanos al arroyo. El agua vibraba sutilmente una y otra vez…
–¿Os encontráis bien? –preguntó la joven al ver el rostro ido del muchacho.
Self no contestó. Acto seguido se agachó e inclinó su cuerpo lo suficiente como para dejar su oreja derecha pegada contra la hierba. Confirmando sus sospechas se levanto con presteza.
–Alguien se acerca. Escondeos. 
–¡¿Qué?! –se sorprendió la muchacha.
–¡Rápido, escondeos detrás de algún árbol! –insistió Self, con los ojos bien abiertos.
La joven quedó paralizada por un instante, observando el cuerpo inquieto del joven, pero luego hizo caso; se alejo rápidamente hacia las gruesas raíces del árbol en que había descansado hacía tan sólo unos minutos, agachándose entre las hendiduras y cubriéndose el rostro con los brazos.
–¡Tomas, Jeffer! –clamó Self, con los sentidos alerta y los músculos tensos como los de una pantera, al tiempo que el sonido de las herraduras golpeando la tierra a trote veloz se comenzaba a escuchar con claridad.
Pronto los dos caballeros estuvieron a su lado. Sin necesidad de palabras de por medio, en cuanto divisaron a los jinetes aproximarse entre los árboles y arbustos, los tres desenvainaron sus armas al unísono; acentuando el característico sonido metálico que ello produce. Cuatro, eran cuatro los jinetes cubiertos en capas de cuero que en un instante los habían rodeado. Ninguno de ellos portaba estandarte o signo que los identifique, sólo estaban vestidos de un cuero marrón, similar al color de sus monturas.
Inquietos como presas, los tres caballeros juntaron sus espaldas y alzaron sus espadas esperando el inminente ataque. Pero no, nada sucedió, sólo eran observados fijamente por los jinetes de forma instigadora, probablemente esperando lo mismo que ellos: el primer ataque. Tras un instante de silencio, Self tomó la palabra.
–¿Qué es lo que queréis? –clamó el hombre, con tono rígido y mirada penetrante hacia el jinete que estaba justo enfrente suyo.
–Daros un comunicado, sir Self de Gore.
Self se mantuvo en silencio por un instante, al ver que sabían quién era él; luego dijo:
–¿Quiénes sois?
El jinete aludido se quitó la capucha y luego corrió su capa con ambas manos hacia atrás, dejando a la vista su brial: Azul, con un dragón en vuelo de color blanco en el centro del pecho. Tanto Self como sus compañeros quedaron anonadados al verle.
–Caballeros de Gore en misión –anunció el jinete. 
Sin volver a envainar sus armas, los tres caballeros de pie bajaron sus espadas hasta el suelo, pero manteniendo la guardia de sus sentidos. Para empezar, de por sí era extraño que caballeros de Gore escondiesen su origen bajo capas de cuero, por lo  que fue razón suficiente para mantenerse alerta.
–Yo soy sir Self. Decid lo que tenéis que comunicaros y volved por donde habéis venido –clamó, aún tenso.  
Antes de recibir la respuesta, notó que entre los jinetes se encontraba uno, aún encapuchado, que lo miraba con especial fijeza y que, a pesar de no poder distinguir bien su rostro, parecía algo nervioso; casi tanto como él. Cosa extraña, puesto que su posición era la de cazador y no la de presa.
–Sir Self, os anuncio en nombre de su majestad, el príncipe Octavio, que estáis bajo arresto. 
Tales palabras presionaron sobre su pecho, haciéndolo respirar con fuerza para controlar su corazón, que palpitaba de la misma manera. La inmediata sensación de traición comenzó a recorrer su sangre, desatando un enojo interno que apenas era superior al miedo y desesperación que le provocaba tal situación. No por temor a la muerte; sino por temor a no poder cumplir con la misión que se le había encomendado y que él había jurado cumplir. Pero aún más, por temor a que su arresto significase no volver a verla… 
La sorpresa que golpeó a Self, también afectó al resto de los presentes. No sólo a sus compañeros, sir Tomas y sir Jeffer, sino también al resto de los jinetes que los rodeaban en círculo, quienes comenzaron a mirarse mutuamente desde la oscuridad de sus capuchas, al escuchar tal declaración.
–¿Cual es la razón? –expresó sir Self, esforzándose por esconder su enojo y sus temores bajo un temple recto y sereno.
–Estáis acusado bajo el cargo de alta traición… –acusó el persecutor.
Self tragó saliva y mantuvo los ojos bien abiertos, sin parpadear. Sabía lo que significaba tal acusación y, sobre todo, su pena. Inmediatamente su mente comenzó a hacer un recorrido acelerado de todas aquellas situaciones en las que pudo haber sido descubierto, pero nada fue lo que encontró entre sus recuerdos. Pero obviamente alguno de los dos, enceguecidos por su amor, se hubo descuidado…
–¿Sabéis acaso cuales fueron mis acciones acusadas de tal atrocidad? –continuó, con el fin de confirmar sus sospechas.
–Lamento deciros que no. Por eso debéis venir inmediatamente, para que un tribunal os detalle vuestras faltas y os juzgue adecuadamente –clamó el único jinete que había hablado hasta entonces.
–Entiendo… –contestó Self serenamente, quien luego de un instante continuó diciendo–. Lo que no entiendo es por qué venís hasta mi en este justo momento. ¿Acaso no sabéis que estoy en misión? ¿Por qué no arrestarme antes de partir o luego de volver a Herdenia?
–La orden de arresto me fue otorgada el mismo momento en que partisteis de la ciudad, por eso se me dio instrucciones de que os siguiera hasta que cumplieseis vuestro cometido, o arrestaros inmediatamente si intentaseis escapar –contestó el jinete de Gore que lucía un grueso bigote negro debajo de su nariz.
–¿Escapar? Jamás haría eso, mucho menos sin saber que se me iba a apresar… –se defendió, mientras el resto de los presentes aguardaba en silencio el desenlace de aquella conversación. 
El persecutor luciño una larga sonrisa y, luego de dar una vuelta sobre sí mismo con su caballo, dijo:
–¿Y esto no es escapar? Debías dirigiros a escoltar a una muchacha hasta el templo sagrado de Ishk y bien sabéis que habéis dejado esa ruta para esconderos en estas arboledas ¿Qué otro fin tendrías que no fuese escapar?
Self quedó completamente mudo, no podía revelar su verdadero destino, pero a la vez sabía que su silencio le otorgaría la razón a aquel sujeto ¿Tenía otra opción? Ahora estaba seguro de que si volvía a Herdenia le quitarían la vida en uno o dos días y, seguramente, de una forma muy desagradable. Mientras su silencio se extendía, su mente sólo intentaba tomar una rápida decisión: Entregarse y morir en un cadalso o intentar huir y cumplir con la última misión que se le fue otorgada. A simple vista la elección parecía ser clara, pero no lo era. Sus votos como caballero, su lealtad a Gore, se desvanecerían. Alzar su espada contra aquel sujeto significaba alzar su arma contra Gore. Además, si intentaba huir, pondría en alto riesgo la vida de Tomas y Jeffer, que por más de ser excelentes guerreros corrían la desventaja de ser sólo tres y de estar a pie, en contra de cuatro jinetes. Pero la siguiente imagen que atravesó su mente terminó por convencerlo. Al recordar a Margawse y todo el sacrificio que hizo para llegar hasta donde ahora se encontraba fue suficiente como para inclinar la balanza. La joven había abandonado su hogar, fingiendo su propia muerte, dejando todo atrás a acepción de un único fin: poner bajo protección aquella roca divina. Un propósito noble por el cual daba la vida. Y si la muchacha tenía razón, defender aquella roca era más importante que sus votos, su lealtad y su vida misma.  Sólo… sólo había una cosa que quebró el corazón de Self como un cristal al caer: él sabía que cualquier camino que eligiese significaría no volverla a ver… ¿Acaso podría vivir así? El pensarlo le enjugaba los ojos de tristeza y soledad.
–Esa es respuesta suficiente para mí– clamó el sujeto de bigote, quien luego de un instante continuó diciendo– Un momento… ¿Dónde está la joven  que debías escoltar a Ishk?
Self no contestó, su silencio parecía perpetuarse al tiempo que su mirada brillosa se diluía por completo en la nada y su pecho respiraba con la fuerza de un león.
–Entiendo… También seréis juzgados por ello. Vos y tus hombres habéis resultado ser unos malditos animales, no merecéis ni siquiera vivir el tiempo que nos lleve volver a Herdenia.
Sir Tomas y sir Jeffer volvieron a mirarse mutuamente aún más nerviosos, pero mantuvieron silencio dejando que Self decidiera sus destinos. Podrían encontrarse bajo cualquier adversidad, que sus corazones seguirían siendo leales a la misión que juraron cumplir.
–Suficiente. Encadenadlos –anunció fríamente el líder de los jinetes. 
Inmediatamente, uno de los hombres a caballo abandonó su montura y quitó de su bolsa unas gruesas cadenas de hierro, pero no se acercó a ninguno de los tres guerreros que aún portaban sus espadas desenvainadas. Luego miró a su líder expectante.
–Si os resistís al arresto seréis juzgado aquí mismo por el filo de mi espada, sir Self… Dejad vuestra arma y ordenad a vuestros hombres que hagan lo mismo ¡Ahora! –clamó el persecutor.
Self volvió en sí y alzo su cabeza dirigiendo una fría y penetrante mirada directo a los ojos de su ahora enemigo.
–Si queréis nuestras armas: Quitádnoslas –clamó, al tiempo que alzó su espada. Su corazón seguía latiendo aceleradamente, pero su respiración comenzó a ser más pausada y honda, oyéndose con claridad el aire entrando y saliendo de sus pulmones.
El rostro del líder de los jinetes perdió la forma de sus facciones ante la sorpresa que le provocaba el actuar del joven caballero. Acto seguido, desenfundó y abalanzó la hoja de su espada hacia él, pero esta no llegó ni a la mitad de su camino previsto; chocó  fuertemente con la hoja de otra espada, dejando que el sonido del choque de los metales inundase sus oídos. Tras un instante, escucharon las siguientes palabras de uno de sus propios jinetes, el mismo que había detenido su ataque:
–¡Self, huye!
El joven caballero inmediatamente reconoció aquella voz  y las esperanzas le volvieron al cuerpo: podían lograrlo. Para cuando estas palabras llegaron a los oídos de todos los presentes, ya todos ellos alzaban sus armas en lo alto dirigiéndolas hacia la carne de sus enemigos.
–¡Mátenlos! ¡Maten a todos los traidores! –estas fueron las últimas palabras que gritó el persecutor, envuelto en una ira profunda, fruto de la traición  de uno de sus hombres.
El primero en sangrar aquel día fue sir Tomas, quien no llegó a levantar su espada lo suficientemente alto como para desviar el fuerte golpe descendente de uno de los jinetes, que logró acertarle fuertemente justo sobre su hombro, cerca de la base del cuello. Sir Tomas portaba una cota de malla de doble capa de anillas, pero el golpe fue demasiado cercano al cuello como apara evitar que la hoja llegue a la carne, allí donde la cota no cubría correctamente. En un instante, la mitad de los presentes se vieron salpicados por su sangre, y su cuerpo quedó inmediatamente tumbado en el suelo. Prácticamente en el mismo instante, Self estuvo a punto de recibir un ataque similar pero él, en vez de intentar desviarlo con su espada, directamente lo esquivó con gran presteza arrojándose al suelo para luego volver a erguirse, contraatacando a su enemigo en su única ventaja: el caballo. Es así que el filo de su espada se dirigió directamente a la garganta del animal, abriéndola de lado a lado en un segundo. El caballo se encabritó por última vez  como un demente y, luego de alzarse sobre sus patas traseras, cayó de lado fuertemente para no volver a moverse, al igual que su jinete, el cual parecía haberse desnucado con el golpe.
Sir Jeffer al ver caer a sir Tomas, su compañero y amigo desde que había sido ordenado caballero, se dirigió velozmente al jinete que lo había herido. Empuñó su arma en alto, al tiempo que un grito ensordecedor corría por sus entrañas hinchando las venas de su cuello y sonrojando toda la piel de su rostro. Antes de que su enemigo pudiese reaccionar, ya  había abierto el vientre de su montura. El pobre animal se tambaleó un instante mientras sus tripas caían al suelo, hasta que sus patas temblorosas no dieron más y cayó de lleno sobre la tierra, dejando al jinete justo a la misma altura de sir Jeffer. Este, que aún mantenía el mismo grito colérico, volvió a alzar una vez más su espada para decapitar a su enemigo, que aún intentaba liberar sus piernas de la montura ya muerta. Antes de alcanzar su objetivo, sir Jeffer cae desorbitado al suelo. El otro sujeto, el que había dejado su montura para encadenar a los acusados, asestó un fortísimo golpe con las cadenas de hierro sobre la nuca desprotegida del caballero, ahora tumbado y probablemente inconsciente. Acto seguido, sin piedad ni código alguno, el sujeto de las cadenas siguió atacando al hombre tumbado con una violencia extrema, destrozando su cráneo en pocos segundos.
A unos metros, sin gritar ni decir palabra alguna, Self se aproximaba a una velocidad increíble con los músculos del rostro rígidos y los ojos bien abiertos. Antes de dar tiempo a reacción, insertó de lleno la espada que sujetaba en su mano derecha en la espalda del jinete quien recién había logrado liberar sus piernas para ponerse en pie; sacando la punta de la hoja por el centro de su vientre, totalmente embadurnada en una sangre espesa. Inmediatamente, el sujeto vomitó más de su propia sangre y cayó de lado, sin vida.
Desarmado, Self se arrojó como una pantera sobre su enemigo restante, quien recién dejaba de pegar cadenazos para alzar la vista y ver al último hombre que contemplarían sus ojos. Velozmente, lo tomó del brial y lo llevó a sí mismo para asestarle un durísimo cabezazo frontal, que lo dejó en el suelo semiconsciente. Luego, se arrodilló sobre su vientre y le quitó las cadenas ensangrentadas, para enrollárselas sobre su garganta y así poder comenzar a estrangularlo, con la misma o aún más feroz brutalidad con la que su enemigo había asesinado a sir Jeffer. Pronto su rostro quedo deformado por la presión, la piel mutó a un color oscuro y sus ojos parecieron intentar salirse de sus cavidades. Luego, ya muerto, Self continuó golpeándolo a mano limpia, como un poseído ensombrecido por una sed inagotable de venganza, hasta que una voz logro tranquilizar sus puños y volverlo de su frenesí.
–Ya, dejadlo. Bien muerto lo habéis dejado –clamó Alexfre, quien se acercaba limpiando sobre su capa de cuero la espada que aún goteaba la sangre caliente del sujeto que hasta hace unos instantes había sido su líder en aquella fallida misión.
Self detuvo su ira pero, luego de alejarse unos centímetros del cadáver, se mantuvo arrodillado en el suelo con sus palmas abiertas sobre la hierba. Sus manos, hasta las muñecas, estaban completamente ensangrentadas, tanto por la sangre de su víctima como por fruto de las heridas que se había provocado al atacar al sujeto de aquella forma… Mientras que la adrenalina que corría por sus venas menguaba, el dolor de sus manos aumentaba considerablemente, segundo a segundo.
Tras aguardar así unos instantes, Self se puso en pie lentamente, quedando justo en frente de Alexfre. Éste seguía siendo unos centímetros más alto que Self, sólo que ahora también parecía haberse vuelto aún más robusto. Después de un segundo manteniendo una mirada serena, ambos se dieron un fuerte apretón de manos tomándose por las muñecas, que luego Alexfre acentuó poniendo su mano izquierda sobre ambas manos entrecruzadas, acto que Self respondió apoyando su mano libre sobre el hombro derecho de su amigo. A pesar de todo, se alegraban de verse.
–Gracias… –balbuceó Self–. Os debo otra.
–No, creo que ahora estamos a mano –clamó el joven, manteniendo una gran sonrisa–. Debéis vendaros –aconsejó el joven de cabello oscuro luego de verle las manos.  
–Estoy bien, ya habrá tiempo para eso, ahora… –dijo Self, cambiando la expresión de alegría de su rostro por una mucho más sombría y tristecina, al recordar la muerte de sus compañeros de batalla. Sin llegar a terminar la oración, se volteó y buscó con la mirada sobre la hierba, cubierta de cuerpos sin vida.
–¡Tomas! –clamó Self al ver sobre el suelo un brazo que se alzaba débilmente.
Corrió inmediatamente hasta allí y se alegró sobremanera al comprobar que efectivamente era sir Tomas quien yacía sobre la hierba solicitando ayuda. Alexfre lo siguió en cuanto lo vio correr y ambos observaron con detenimiento la gravedad del estado del caballero veterano.
–¿Luzco tan mal? –bromeó el hombre herido, con una voz apenas perceptible y entrecortada por el dolor.
–No tanto como pensé –respondió Self, apenas insinuando una sonrisa–.  ¿Podéis moveros?
–Sí… Pero mi brazo derecho me duele, me duele mucho y no puedo moverlo sin sentir un dolor aún más grande.
– Imagino, tenéis una gran herida sobre el hombro. A ver…. Dejadme que os ayude a sentaros –dijo, al tiempo que con mucho cuidado tomó la nuca de su compañero ayudándolo a sentarse y, luego, tomándolo por las axilas lo arrastró hasta el árbol más cercano, dejándolo recostado sobre la corteza del tronco.
–Hay que hacer que deje de sangrar, sino… –acotó Alexfre, quien observaba preocupado el hombro herido del sujeto, que aún emanaba sangre brillosa.
–Haced lo que haga falta –clamó Tomas, asintiendo varias veces con la cabeza sabiendo a que se refería el joven de cabellos oscuros.
–Iré por unas ramas secas –fue lo último que dijo Alexfre antes de alejarse entre los arbustos. 
–Resistid, todo saldrá bien –musitó Self.
–Y si no, no importa, viví lo suficiente… –contestó el veterano angustiado. Luego  miró hacia ambos lados hasta donde su vista llegaba, desorientado–. ¿Y sir Jeffer? –agregó.
–No tuvo vuestra suerte –contestó Self.
Tomas apretó los dientes y golpeó su pesado puño contra la hierba.
–Murió creyendo que vengaba vuestra muerte… –acotó Self con voz suave y apagada.
–Gracias, ahora me sentiré culpable el resto de mi vida… –clamó el veterano en una mezcla de ironía y enojo reprimido.
–Sólo creí que debías saberlo –agregó el muchacho.
Tomas asintió y luego dijo:
–¿Por lo menos lo habéis vengado a él?
–Sí –dijo secamente. Luego de una pausa agregó–. Tomé la vida de quien tomó la suya.
–Bien…
Self le dio unas palmadas a su hombro izquierdo y luego dijo:
–Gracias por ser tan leal, sir Tomas. 
–Sí, lástima que no fui “tan joven” como para mover mi espada más rápido… –contestó con su particular humor.
Self sonrió y luego, como si algún recuerdo le hubiese atravesado la mente, dijo apresurado:
–Esperad, ya vengo.
Sin más, se alejó con gran prisa hacia un grupo de fresnos, a unos metros de allí. “No está”. Fue lo primero que se dijo a sí mismo al llegar hasta el lugar en donde se había escondido Margawse, antes de la batalla. Inmediatamente comenzó a sudar y su respiración a acelerarse, al no saber qué había pasado con la chica. Esforzándose por no perder la calma, recorrió los alrededores de aquel grupo de árboles velozmente, pero nada vieron sus ojos más que ramas y raíces. Se detuvo y comenzó a mirar hasta donde su vista alcanzase, pero nada; sólo más arbustos  y árboles, ninguna señal de la joven.  

<<Ya no escucho nada, el combate debió haber terminado –pensó, acurrucada entre las débiles ramas de un arbusto de frutos rojos–. Debería volver… ¿Y si están todos muertos...?>>
El miedo y la duda se apoderaron de ella, la posibilidad de que Self y sus hombres no hubiesen sido los vencedores eran altas y, si volvía, podía ser apresada por el otro grupo de sujetos. Por otro lado, si no lo hacía debía seguir su misión sola. A la vez era consciente de que ni siquiera podría salir de ese bosquecillo sin perderse en el intento… No, no podía irse así como así; debía comprobar qué había pasado con Self.
Margawse salió de su escondite y, sigilosamente, comenzó a volver sobre sus pasos entre los espesos arbustos que la rodeaban. La distancia que logró recorrer fue tan sólo de unos pasos, cuando su pecho dejó de palpitar, paralizada por el temor. Un sujeto envuelto en una capa marrón la observaba con fijeza detrás de unos árboles.
<<¡Es uno de ellos!>>.
Luego de recuperar las fuerzas perdidas por el miedo, se volteó y comenzó a correr desesperadamente entre la maleza.
Sus pulmones pronto se agitaron y no podía respirar sin jadear al mismo tiempo, mientras que su corazón latía con tanta fuerza que parecía escapársele del pecho. Pronto el agotamiento le hizo perder agilidad progresivamente, volviéndole aún más difícil esquivar las raíces y ramas puntiagudas que terminó llevándose por delante como si nada fuera. No podría correr mucho mas sin antes caerse del cansancio.
Con las manos extendidas y los ojos entreabiertos siguió avanzando a gran velocidad, mientras sus oídos escuchaban el sonido de las hojas secas quebrándose bajo los pies de su persecutor, volviéndose más cercano y claro. El miedo que corría por sus venas se volvió aún más fuerte y, sumándose al cansancio que arrastraba, sus piernas comenzaron a moverse más lentamente.
<<No lo lograré –pensó la joven, al tiempo que dos finas lágrimas caían de sus ojos entreabiertos.>>
–¡Esperad! –clamó el sujeto que la perseguía, a la par que alcanzaba a tomar su brazo aferrándolo con fuerza con la intención de detener a la muchacha, pero esta aún trataba de escabullirse de sus dedos con gran ímpetu.
Sin respuesta, Margawse continuó forcejeando por su libertad, aunque en el fondo sabía que no tenía las fuerzas suficientes como para soltarse. Aunque no estuviese agotada, aquella mano que la sujetaba tenía tres o cuatro veces su fuerza. La desesperación la abrumó y gruesas lágrimas comenzaron a caer de sus ojos rubí.
–¡Deteneos, que no os haré daño! –bramó el hombre sin lograr calmar a la joven desesperada.
Margawse, en un último intento, cruzó su pierna detrás del pie derecho de su persecutor y luego lo empujó con todas las fuerzas que le quedaban en el cuerpo. El sujeto se tambaleó y ambos perdieron el equilibrio, cayendo sobre la hierba repleta de hojas amarillentas y anaranjadas.
Tras dar unos cuantos giros en el suelo sin separarse en ningún momento, el sujeto que la mantenía aferrada impuso su fuerza sobre el delicado cuerpo de la mujer, y rápidamente controló sus movimientos, poniéndose justo arriba de ella.
–¡Calmaos ya! –clamó el encapuchado.
Sus rostros estaban a unos centímetros y sus miradas se hundieron una sobre la otra e, inconscientemente, el hombre aflojó sus músculos, anonadado por la belleza de los ojos carmesí de la joven y el marco de porcelana de su suave y pálida piel.  Instante que ella aprovechó para tomar de entre sus ropas un delgado puñal de mango de plata.
El grito del sujeto fue prolongado y lo suficientemente fuerte como para asustar a las aves que reposaban sobre las ramas de los árboles que inmediatamente levantaron vuelo, aturdidas. El hombre se giró de lado, liberando a la joven, y se tomó con fuerza el muslo derecho, que aún tenía hincado el pequeño puñal, sin lograr impedir que la sangre cristalina se escurriese entre sus dedos.
Ya libre, Margawse se puso rápidamente en pie y comenzó a correr nuevamente entre la maleza con las fuerzas que no tenia. Jadeando, con la vista nublada y el corazón a punto de estallar, pronto tropezó y chocó contra algo que sus ojos no llegaron a distinguir. Pero no cayó, unos fuertes brazos lo impidieron.
–¡Margawse! –grito Self al encontrarse repentinamente a la joven, agobiada y rendida sobre su pecho.
–Self, protegedme… –musitó débilmente.
Es en ese momento que el joven ve a su amigo tirado en el suelo, revolcándose del dolor. 
–Aguardad… –dijo Self, sin dejar de mirar a Alexfre.
Margawse permaneció callada, observandolo acercarse a su perseguidor herido, oyéndose sólo el sonido de su pecho inhalando con fuerza, mientras lentamente sus músculos recuperaban las fuerzas y el latido de su corazón se normalizaba.
Self se agachó al lado de Alexfre y le dijo algo que Margawse no llegó a escuchar y luego sostuvo su rodilla con firmeza, al tiempo que con su mano libre retiró de un tirón el puñal de empuñadura de plata. El joven herido volvió a gritar, apretando con fuerza sus párpados cerrados.
–¡Demonios! ¡Maldita mujerzuela! –comenzó a maldecir Alexfre sin reparo alguno, mientras Self lo ayudaba a sentarse.
Margawse se sonrojó inmediatamente, furiosa por lo que sus oídos llegaron a escuchar; pero no dijo ni hizo nada al respecto. El no saber porqué Self estaba ayudando a aquel hombre la tenía atontada, sin saber qué hacer o decir. Hasta por un momento se le cruzó por la cabeza que la estaba traicionando y que poco tiempo de vida le quedaría si no comenzaba a huir nuevamente; pero pronto entro en razón y se dio cuenta de que si Self le hubiese querido hacer daño alguno ya lo hubiera hecho; por lo que simplemente aguardó allí observándolos, mientras su jadeo se iba reduciendo con el pasar de los segundos.
Self tomó el mismo puñal que había retirado de la carne de su amigo y lo uso para cortar un trozo de su capa de cuero, lo suficientemente largo como para poder cubrir la herida y sujetarla con un rígido nudo que detuviese la hemorragia. Alexfre sólo apretó los dientes al sentir la presión sobre la herida.
–Maldición… –clamó el herido, algo más tranquilo.
–¿Estáis bien? ¿Podéis levantaros? –inquirió Self.
–Sí, creo que sí, sólo que me tendréis que ayudar.
–Arriba… –dijo el caballero, al tiempo que lo ayudaba a levantarse, tomándolo por su brazo derecho para evitar que pise demasiado fuerte con su pierna herida.
Ya de pie, ambos se acercaron a Margawse. Alexfre apenas apoyaba la punta de la bota de su pierna derecha para caminar, dejando caer el peso sobre Self. Nuevamente las miradas de Margawse y el joven de cabellos oscuros se encontraron, sólo que esta vez los ojos penetrantes de este último se encontraban repletos de rencor, atemorizando a la joven que inconscientemente daba pequeños pasos hacia atrás, para mantener cierta distancia. 
–Calmaos, es amigo –se apresuró a decir Self.
La joven dudó, pero luego de un instante dijo:
–Lo siento…
Las palabras parecieron ser sinceras, puesto que la furia que le había provocado el anterior agravio había sido sobrepujada por un hondo sentimiento de culpa. Alexfre, por respeto, no respondió; pero un sinfín de insultos recorrían su lengua ansiosos por ser escupidos hacia la joven, pero ahí quedaron.
–Pero es que está vestido igual que aquellos sujetos… Y luego me perseguía… Yo sólo… –continuó hablando la joven sin preocuparse por la claridad de sus palabras, sólo quería expresar sus intenciones al actuar como actuó.
–Dejad, eso no importa ahora. Debemos volver junto con sir Tomas, que necesita de nuestra ayuda –clamó Self, dejando un poco de lado aquel mal entendido. 
–Sí… –fue lo único que musitó la joven. Alexfre seguía callado.
Ya en camino hacia el pequeño claro en donde la batalla había tenido lugar, los tres avanzaron guardando un incómodo silencio, hasta que Margawse no lo soportó más y terminó con él.
–Me alegra que hayáis sobrevivido al enfrentamiento sir Self; estaba muy procurada por vuestra merced.
–Sí, gracias a Alexfre es que estoy con vida –instó Self.
–Un agradecimiento bastante extraño me ha dado tu chica por ello… –dijo Aelxfre débilmente sin mirar a nadie, sólo hacia delante.
–Margawse, me llamo Margawse. Y ya os dije que lo sentía, sólo me estaba defendiendo. –clamó la jovencita con tono firme.
Alexfre ni la miró. A pesar de ello reconoció el nombre rápidamente y al asociarlo con el color de ojos de la joven no tenía dudas, sabía quién era. Sin embargo guardo silencio. Prefería preguntarle al respecto directamente a Self cuando estuviesen a solas. Self sí miró de reojo a la joven, preguntándose por dentro si fue conciente de los riesgos que corría al dar su verdadero nombre, la noticia de la muerte de la heredera de la Tierra Mágica era muy reciente como para que su nombre pasase desapercibido, o por lo menos de este lado de la Cordillera Infranqueable. Aunque obviamente no había inconveniente alguno, ya que fue Alexfre a quien se lo dijo. Por suerte, pronto estarían del otro lado y ya no habría que preocuparse del nombre.
–¿Estáis herido? –inquirió la jovencita al notar las manos de Self cubiertas de sangre oscura y reseca.
–Nada grave, no os preocupéis por ello. En cuanto ayudemos a Tomas me las vendaré.
Margawse asintió.
Pocos pasos después, Self preguntó a su amigo si había logrado recolectar algunas ramas y hojas secas, pero éste negó con la cabeza por la obvia razón de lo que había sucedido. Inmediatamente después, pidió a Margawse que junte todas las ramas secas que encontrase en el camino. La dama no se negó en absoluto y comenzó a buscar con la mirada en el suelo bajo sus pies, levantando rama a rama que pareciese útil.   
Pronto los tres llegaron hasta el árbol en el que se encontraba recostado sir Tomas, quien seguía comprimiendo su herida con un trozo de tela, ya embebido en sangre, con toda la fuerza de su robusta mano. Pero esto no era suficiente, la sangre siguió manando y escurriéndose por los pliegues de su ropa hasta llegar al suelo, comenzando a formar una mancha oscura sobre las hojas.
–Apuraos… No deja de sangrar –Instó sir Tomas con una voz débil. Su rostro ya no era el mismo tampoco, paulatinamente se había puesto bastante pálido en comparación a aquel rostro siempre rojo y sonriente que lucía hace unas horas.
Margawse lo miró fijamente con los ojos bien abiertos, sin acercarse demasiado. Jamás había visto un hombre con semejante herida y que siguiese vivo. El pensar que hasta hace unos minutos estaban hablando de lo mas campantes junto a un arroyo le revolvía el estomago. Pero en cuanto se giró y vio el resto del campo de batalla, la joven dejó caer todo lo que traía en manos para llevarse ambas palmas a la boca. Luego se arrodillo sobre la misma hierba en la que se encontraba parada y quedó allí, paralizada, mientras finas lágrimas rodaban por sus mejillas. 
Self dejó que Alexfre se apoyase contra un árbol e inmediatamente después se acercó hasta la joven, para tomar lo que había dejado caer al suelo. Juntó todas las ramas y hojas que pudo y comenzó a intentar hacer fuego con ellas. Tras unos minutos de impaciente silencio el leve hilo de humo que ascendía se transformo en una débil llama que pronto fue tomando fuerza y forma haciendo arder todo lo que Self le arrojaba para alimentarla. Sin más, desenvainó y dejó que la punta de su  espada reposara sobre las llamas danzantes hasta que estuviese lo suficientemente candente. Tras uno segundos, el joven se volteó y se dirigió hacia su compañero, gravemente herido.
–Descubríos la herida.
Sir Tomas asintió con la cabeza y se quitó de encima la tela embebida para dejar al descubierto el corte sobre su hombro.
–Aguardad –clamó Alexfre quien se acercó, rengueando, hasta el veterano herido, para darle un pequeño trozo de madera cubierto en tela que había armado mientras Self preparaba el fuego. 
Tomas lo tomó y sin decir nada se lo puso en la boca, apretándolo firmemente con sus dientes. Ya sin poder hablar, llamó a Self con un ademán de manos. Pero antes de que cauterizara, Self cruzó una rápida mirada con Alexfre y este último se agachó como pudo y sujeto los hombros de Tomas para evitar que se moviera.
El acero vivo recorrió la enorme herida quemando la carne para que deje de sangrar. No hubo gritos ni pataleos, sólo un dolor mudo que se expresaba  en sus párpados fuertemente cerrados y en sus manos aferradas a su ropa. Tomas, al abrir nuevamente los ojos, los tenia húmedos y brillosos. Escupió el trozo de madera de su boca y respiro hondamente. Self, mientras envainaba, lo observaba junto con Alexfre, quien ya había soltado los hombros del caballero.
–¿Estáis bien? –dijo el joven de cabellos castaños.
–Como nuevo.  
Tras un gruñido trató de levantarse, pero parecía ser una tarea bastante difícil. Inmediatamente Self se acercó para darle una mano, pero Tomas no dudó en rechazar su ayuda.
–Dejad. Estaré algo viejo, pero todavía puedo levantarme del suelo solo.
Self sonrió, evidentemente Tomas estaba mejorando, su humor era la prueba, pero a pesar de ello había perdido demasiada sangre, aún estaba muy débil. Ya de pie apenas pudo mantener el equilibrio unos segundos, viéndose obligado a reposarse nuevamente sobre el tronco de un árbol si no quería volver a caer al suelo. La cabeza le estallaba del dolor y apenas podía centrar la vista, aturdido por un mareo constante.
–Con calma, pedisteis mucha sangre –dijo Self.
Tomas asintió y luego volvió a gruñir, tomándose su brazo herido con el otro, para sostenerlo.
–Me pesa… Cualquier movimiento que haga me duele y el hecho de tenerlo colgando también. Dadme algo para sostenerlo… –clamó el veterano.
Self volvió a tomar el puñal y corto otro trozo de su capa que, con tanto corte, había quedado bastante inservible. Cruzó la tela entre el brazo herido y el hombro sano e hizo un fuerte nudo.
–Gracias –volvió a decir Tomas al tiempo que palmeaba el hombro de Self con su mano izquierda, la sana. Luego, se quedó quieto un instante mirando con rostro inexpresivo su propia mano, como si nunca la hubiese visto antes–. Ahora soy un inútil… –Self y Alexfre lo miraron sin comprender–. Soy diestro, no puedo blandir ninguna espada con mi mano izquierda. Ahora soy sólo un “gran” estorbo –clamó el hombre, dejando escapar un suspiro fruto de su propia frustración.
–Sanareis… Mas rápido de lo que creéis –dijo Self.
–Si los dioses así lo quieren, probablemente tengáis razón. Pero ya no le sirvo a su merced… No le sirvo ahora, para escoltar a aquella muchacha –señaló a Margawse, aún arrodillada sobre la hierba– a donde quiera que se le antoje ir… Ni tampoco para cubriros la espalda –frunció el seño y continuó–. Aunque ahora que lo pienso tampoco serví de mucho cuando estaba sano… –dijo con una sonrisa bailando en sus labios–.  Gracias –clamó apuntando su mirada hacia Alexfre–. Si no hubiese sido por vuestra participación, probablemente estaríamos muertos.
–No hay porqué. No me gusta deber nada. Además…. Era lo correcto –clamó el joven de cabello oscuro como el ébano.
–Sir Tomas del Valle –instó el hombre de barba espesa, al tiempo que ofrecía su mano izquierda.
–Alexfre.
Ambas manos se apretaron con firmeza.
–¿Os encontrais bien, sir Tomas?
Inmediatamente los tres sujetos giraron sus ojos para encontrarse con la joven Margawse, a unos pasos. Su rostro estaba sereno, pero sus mejillas coloradas y sus ojos enrojecidos y brillosos mostraban una tristeza aún latente.
–No, pero por lo menos no estoy muerto –contestó el veterano, mostrando sus dientes sonrientes a través de su espesa barba jaspeada.
–Me alegro por ello, Sir Tomas… –dijo la joven con tono suave e ido, luego prosiguió–. Sir Self, debemos partir de inmediato, el tiempo apremia y además no deseo pasar la noche entre cadáveres… –esta vez su voz fue más firme y fuerte, la decisión se notaba en sus palabras.
–Hey, momento, momento… Nadie se moverá de aquí hasta dar una correcta ceremonia a sir Jeffer –interrumpió Tomas, dejando que su temperamento pase por alto el respeto que debía a la persona a la que se estaba dirigiendo.
Self lo miró de reojo y luego a la joven.
–Tiene razón.
Margawse se mantuvo inerte un instante y luego simplemente asintió. Ya no tenía ganas de decir palabra alguna; la culpa que sentía por haber pasado por alto a sir Jeffer era la suficiente como para impedir que alguna palabra saliese de su boca sin largarse a llorar, por lo que eligió el silencio dejando que los minutos deshagan el nudo de su garganta.
Lo ideal hubiese sido depositar el cuerpo de Jeffer junto con sus armas en una pequeña barca, para que el río lo llevase hasta las Aguas Eternas, donde su espíritu descansaría en paz por siempre; pero como no había ninguna corriente de agua cercana lo suficientemente caudalosa como para ello, se decidió cremarlo y que el viento lleve sus cenizas al más allá. 
Mientras Self construía una tarima de ramas secas en el centro de uno de los tantos claros de aquella arboleda, Alexfre se dignó a revisar el resto de los cadáveres, buscando provisiones y armamento. Sir Tomas guardaba reposo, recostado contra un árbol y Margawse deambulaba cerca del arroyo, pensativa. Así el tiempo continuó escurriéndose y ya hacía rato que los cegadores rayos del sol de medio día desaparecieron, dejando a la vista la enorme esfera solar de un amarillo pálido descendiendo lentamente sobre el horizonte. Su luz agotada ya no era la suficiente como para alejar las sombras que poco a poco iban cubriéndolo todo.
En cuanto Alexfre acabó su tarea continuó ayudando a Self en la suya, aunque ya era poco lo que le faltaba. Tras unos pocos minutos más, la tarima hecha de ramas y raíces estaba terminada. Entre los dos tomaron el cuerpo ya sin vida de sir Jeffer y lo depositaron cuidadosamente sobre la madera, luego, dieron aviso al resto para que se acerquen. Ya con todos presentes, Self inicio el fuego desde la base de la tarima.
Todos mantuvieron sus rostros contemplativos y serenos, mientras las llamas ascendían con velocidad hasta alcanzar el cuerpo inmóvil del caballero caído, envolviendo su carne con voracidad hasta consumirla por completo. Para ese entonces el sol estaba a medio esconder tras la línea del horizonte, cubriendo las nubes de un anaranjado oscuro, que se confundía con las llamas danzantes en el aire.
Antes de que el fuego se agotase por completo, Self y Alexfre abandonaron la contemplación y se pusieron a apilar el resto de los cadáveres junto con ramas y hojas secas que encontrasen a su alrededor. Por más que no los conocían y que de hecho actuaron como sus enemigos, eran hombres de Gore y no merecían que sus cuerpos se pudriesen sobre la hierba o fuesen engullidos por algún animal salvaje. Así fue que Alexfre tomó una de las ramas llameantes de la tarima de Jeffer y la arrojó sobre la pila de cuerpos, que pronto comenzaron a arder.    
Luego ya no hubo más que ver. Las llamas se extinguieron junto con la luz del día, quedando sólo las sombras y el frío mortecino de una noche naciente, inundada del hedor de la carne quemada.
Bajo la tenue luz de una luna creciente, la compañía tomó sus monturas e inició la marcha en dirección este.


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