domingo, 27 de febrero de 2011

1º Parte - Capítulo 8

-VIII-

Sus párpados se despegaron sin dificultad, aunque las orbitas de sus ojos siguieron mostrando cansancio y cierta confusión. Puñal en mano, Self miró a su alrededor respirando hondo una y otra vez. Poco después, algo más calmado, se dio cuenta lo temprano que debía ser, puesto que la luz aún no brillaba sobre el cielo, dejándolo sumergido en las sombras azulinas de aquel bosque. Atmósfera que lo envolvía a través de una espesa niebla gris oscuro que no lo dejaba ver mucho más allá de sus pies tumbados en la tierra. Y el frío. Hacía mucho frío, penetrando en sus huesos como el aliento de un Wyvern de hielo. Las manos le temblaban y tenía los pies entumecidos,  apenas los sentía. La garganta le dolía profundamente. Gracias si podía tragar su propia saliva.
Luego de toser varias veces y ver su aliento congelarse en el aire, decidió ponerse de pie e iniciar su marcha desde tales horas tempranas. Con su débil estado, aprovechar el tiempo era fundamental. Por lo menos si quería estar fuera de Covino ese mismo día. El dolor de sus heridas y los efectos del frío hicieron que el simple hecho de ponerse de pie resultara toda una hazaña. Luego de lograrlo con la ayuda de raíces, Self reanudó su viaje lentamente tratando de ver por dónde pisaba. La niebla era aún muy densa, pero con los primeros rayos de luz debería disiparse; por lo que, confiando en tal premisa, continuó su camino.
Nuevamente la lúgubre ausencia de sonidos volvió a perturbarlo. No escuchaba nada mas allá de las hojas quebrarse bajo sus botas de cuero.
<<¿Cuánto tiempo habría pasado?>>
Comenzó a hacerse esa pregunta al percibir que había pasado el tiempo suficiente como por lo menos ver al sol asomarse. Simplemente parecía nunca amanecer sobre sus hombros; ni la niebla disiparse a sus costados; ni los pájaros cantar al nuevo día. Ni de noche ni de día, Covino lucía un paisaje negruzco y desolado.  Pero esta no era la única preocupación de Self a quien rápidamente los pensamientos de perderse en aquel mortecino follaje o sufrir un nuevo ataque, le comenzaron a rondar por la cabeza constantemente; si eso pasara, aquellos árboles negros serian su tumba.
Las esperanzas de salir del bosque ese mismo día comenzaron a teñirse del mismo color que el ambiente que lo rodeaba. Un lugar sin tiempo, sin luz, sin salida…. Luego de varios minutos la preocupación del muchacho se fue convirtiendo en cierta desesperación, al ver que la situación de su entorno no cambiaba. Hace horas que había reanudado su caminata y no había escuchado ni visto a ningún ser vivo más que  así mismo. Lo única variación que notó fue la intensificación del frío que le congelaba la circulación de sus pies, que minuto a minuto sentía menos. Desahuciado por las circunstancias, más de una vez se le cruzo por la cabeza que no sobreviviría a cruzar Covino. Aunque su visión estaba drásticamente recortada por la espesura de la niebla, trató de mantener una línea recta en su trayecto, asegurándose por lo menos de no dar círculos y perderse en el corazón de aquel oscuro bosque. 
Las horas pasaban y su cansancio aumentó con ellas. Súbitamente se dio cuenta que no estaba solo. Unos ruidos de hojas mezclados con sutiles murmullos llegaban a sus oídos.  Sus sentidos se tensaron de sorpresa, afinando su percepción. Self se dirigió sigilosamente hacia los sonidos preparado para dar con cualquier cosa… Estaba cerca, unos cuantos árboles más y listo. Cuanto más se acercaba, los susurros dejaban de ser tales.
–Dejadme, no me molestéis más.
–¡Dádmelo, lo quiero!
Self recostó su cuerpo sobre un tronco de uno de los tantos árboles y miró hacia los costados girando solamente su cabeza. Pronto diviso las fuentes de las voces agudas; dos pequeños jugando junto a unas ramas. Uno era rubio ceniza y de ojos azules; su compañero en cambio era de cabellera oscura, pero compartía su color de ojos. El rubio parecía tener en sus manos un objeto del cual no deseaba desprenderse ni mostrarlo, puesto que lo tenía totalmente cubierto con ambas palmas. El otro, aparentemente, también lo deseaba.
–¡Que me lo deis! –insistió el pequeño de cabellos oscuros.
–No, es mío, yo lo he encontrado y yo me lo quedaré –dijo el otro alejando sus manos de su alcance.
–¡Dádmelo!
–¡Que no!
Los pequeños no tardaron en comenzar a empujarse por el dominio de aquel tesoro hasta hora oculto. Self siguió mirando perplejo por haber encontrado personas en aquel bosque sombrío; las cuales estaban perdidas o estaba más cerca de la salida de lo que creía. Esperanzado de que la posibilidad sea esta última, abandonó su escondite y se acercó lentamente a los chicos que seguían a los empujones, tal vez ellos le podían indicar cómo salir y la ubicación del pueblo de donde provenían.
–¡Que me lo deis! Sólo quiero mirarlo una vez más.
–¡No os lo daré nunca! –seguían los chicos, mientras se empujaban y revolcaban sobre las hojas secas.
Self siguió acercándose precavidamente, aunque parecía no hacer falta, como si nada ni nadie hubiese podido desconcentrar a esos dos pequeños. Es más, en varios momentos sintió como si los jóvenes se percataran de su presencia, pero haciendo caso omiso de ella.
Ya a unos pocos pasos consideró en separarlos, temiendo que la riña que mantenían terminase en algún tipo de accidente pero, sin que llegue a hacer nada, el pequeño de cabello rubio aferró el objeto preciado en una sola mano mientras que con la otra comenzó a buscar velozmente algo, lo que sea… Tanteando una y otra vez las hojas secas dio con algo que parecía servirle. De un brusco movimiento golpeó a su contrincante en la cabeza dejándolo inconsciente. Self, sorprendido por la acción, frenó sus pasos y enmudeció. El pequeño se puso de rodillas y miró de costado a su víctima, tendida en el suelo mientras dejaba caer la piedra con la que lo golpeó. Una sutil mancha de sangre la cubría.
–Le dije que no se la daría –dijo entre dientes el pequeño que de repente dejó de mirar a la nada para girar velozmente sus ojos hacia Self, mientras su mano izquierda se abrió lentamente para mostrar  lo que había defendido a tal extremo… Una bellísima y brillante gema rojo sangre–. Ahora es sólo nuestra…

Su corazón latía aceleradamente mientras su boca jadeaba sin cesar. Sujetándose fuerte de las raíces que tenía a los costados, se inclinó hacia delante y comenzó a escupir la saliva que lo estaba ahogando. Miró a sus costados varias veces mientras su corazón y nervios se calmaban de apoco.
Era tarde, mediodía probablemente. El sol brillaba sobre las copas de los pinos, abarrotadas de espinas verdes y grises. La niebla del crepúsculo se había diluido ya hacía varias horas. Menos aturdido pero más temeroso, Self tomó conciencia de la mala pasada que le jugó su mente al dormir. La atmósfera de Covino ya no le parecía tan agobiante al recordar lo que había vivido. Por otro lado el dolor que sintió al ponerse en pie y dar los primeros pasos continuó siendo el mismo.
Ya había perdido la mañana; pero igual tenía fe en salir de aquel lugar ese mismo día, tal vez influenciado por un ambiente más amigable. Luego de haber caminado bastante, aquel sueño iba alejándose cada vez más junto con sus temores; sin embargo no podía dejar de pensar en él. Abruptamente, un nuevo sonido interrumpió su pensar; era nuevamente el suave y relajador murmullo del agua corriendo. Evidentemente se estaba acercando a otra de las tantas ramas del río Kwaih.
Ansioso por llegar y refrescarse nuevamente, Self tensó sus músculos para retener el dolor y aceleró todo lo que pudo su lenta marcha. Ahí recordó que la última vez que mojó sus labios fue al limpiar su herida, en donde también gastó toda el agua de su cantimplora. Si no estuviese cerca del río su situación hubiese sido mucho peor de lo que imaginaba.
Luego de unos minutos de seguir el sonido del agua terminó encontrándola. Un estrecho caudal corría lentamente cuatro o cinco dedos sobre la tierra; más bien parecía un charco estirado que el brazo de un río, pero era suficiente para alegrar al hombre y darle el refresco y merecido descanso después de tanto camino. Sin ni siquiera pensarlo se arrodilló a su lado y sumergió las manos en el agua hasta los codos llevándose toda la cantidad de líquido a la cara que pudiese soportar. Luego, directamente sumergió la cara. Rellenó su cantimplora hasta el tope y luego permaneció de rodillas junto al agua observando a su alrededor. Se mantuvo  así unos minutos y luego se dejó tentar por un descanso sobre la hierba junto al río. Sabía que lo retrasaría bastante pero no le importó tanto, o por lo menos no fue así en ese momento.
Luego de dejarse distraer por el bamboleo constante de las ramas y sus hojas jugando con la luz del sol que las atravesaba, Self  percató que alguien se aproximaba. Miró desde el suelo a los costados y encontró lo que no esperaba encontrar, aunque lo más probable que cualquiera creería que puede hallar: un sencillo venado salvaje bebiendo tímidamente del arroyo. Sin darse cuenta, sus ojos se clavaron en aquellas dos esferas grandes y negras. El animal le traía a su espíritu una paz inexplicable. Calma que no tuvo desde que entró al bosque Covino. Sin asustarlo con algún movimiento brusco, siguió echado en la hierba con la cabeza de costado, mirando fijamente al venado. Su figura le hizo divagar sobre la incógnita de su pasado; pero por sobre todo, la incógnita de su destino. Sin pasado ni futuro, disfrutó al máximo la tranquilidad que le daba su presente inmediato en aquel lugar.
La momentánea y escasa comodidad que sintió al estar echado sobre el pasto le trajo nuevamente el deseo de una cama, un fuego y comida caliente. Cosas que sólo tendría si seguía su camino. Igualmente esperó a que el animal terminase de saciar su sed y desapareciera entre los árboles nuevamente, para reincorporarse de su descanso y continuar la marcha. 
Sumergiéndose en la espesa arboleda de Covino, a los pocos pasos comenzó a extrañar el arroyo que dejó atrás. Manteniendo la misma orientación, el muchacho siguió caminando esquivando ramas, raíces y desniveles. El tiempo pasaba y parecía estar siempre en el mismo lugar. Tiempo más tarde, la luz que entraba desde las copas de los árboles comenzó a darle de lleno en el rostro. Algo incomodo, notó que los huecos entre las hojas y espinas eran más dilatados dejando pasar más luz; miró a sus costados con atención y comprobó que era cierto, los árboles comenzaban a estar más separados unos de otros: El aire de la atmósfera comenzó a ser menos denso. Se preguntó si estaría cerca de salir junto con una inmediata expresión silenciosa de alegría sobre su rostro. La ilusión lo obligó a acelerar el paso nuevamente, pero a duras penas su cuerpo rindió más de lo que ya ofrecía hasta el momento.
            Luego de unos minutos de caminar por el nuevo ambiente, divisó a lo lejos un gran foco de luz sobre la hierba. Evidentemente no había copas de árboles llenas de ramas que se lo impidiesen. Esperanzado de que fuese la salida siguió avanzando a paso veloz, aunque también era consciente de que no fuese más que un claro y que todavía le quedara mucho por caminar, aunque trató de dejar de lado tal posibilidad y aferrarse a la idea de que solo le faltaban unos pasos para salir de ese infierno verde grisáceo.
            Mucho más cerca de su destino, disipó por completo sus temores. Unas verdes llanuras se extendían hasta el horizonte. Corriendo los últimos arbustos con sus manos, Self se abrió paso a un nuevo escenario. Había salido del bosque Covingo, un lugar del cual estaba seguro que no quería volver.
            Sin camino a la vista ante sus ojos, se encontró con el bosque detrás de sus espaldas y una inmensa pradera  verde claro ante sus narices. El sol brillaba con fuerza sobre la hierba molestándole algo a lo ojos, acostumbrado a la penumbra constante de la atmósfera que acababa de abandonar hace unos minutos.
            Justificadamente sintió unas sensaciones de felicidad y desasosiego encontradas al haber conseguido salir vivo de aquel bosque, pero a la vez al encontrarse en el medio de la nada.
Sin rastros de caminos ni transporte alguno que le aligerara la marcha, el hombre pareció resignarse a seguir usando sus piernas como único medio para avanzar. Observando como el sol decaía sobre sus espaldas; orientó su caminar hacia el lado contrario, con el fin de seguir hacia el este; su dirección original.
Paso tras paso, minuto tras minuto, su agobio era mayor. Sus heridas le dolían aún más por el continuo esfuerzo, pero nada podía hacer al respecto. Al rato estuvo empapado en sudor por el interminable caminar bajo los fuertes rayos del sol; de los cuales sólo pudo proteger su cabeza cubriéndose con la capucha adosada a su capa. Por suerte no era colina lo que atravesaba sino llanura, mucho más fácil de recorrer, aunque para ese entonces poco le importaba el tipo de terreno. Cada paso le parecía una tortura sin importar en donde lo diera.
            No mucho después la luz comenzó a atenuar y el aire a refrescar; el sol estaba bajando a toda prisa sobre el manto verde del bosque Covino, ya a la lejanía. El agotamiento del joven pareció desbordar la fortaleza de su cuerpo puesto que comenzó a trastabillar por mero desgano. Su cabeza estaba continuamente inclinada mirando sus pies, levantando la vista muy de vez en cuando. En una de esas pocas veces Self vio a lo lejos una mancha oscura moverse en diagonal. En un principio no pudo apreciar si se alejaba o si se dirigía hacia él. Pocos segundos después divisó una carreta de dos ruedas con un solo caballo y un hombre a bordo conduciéndola. Sin pensarlo dos veces alzó sus brazos bien alto y comenzó a agitarlos con fuerza para llamar su atención.
            Prontamente, hombre y carreta se dirigieron hacia el joven, luego de haber visto su señal. Self, desahogado, esperó su llegada. Al encontrarse, ambos hombres intercambiaron unas palabras; luego Self subió a la parte trasera de la carreta repleta de granos. No tardó en dormirse sobre los mismos.
El hombre que conducía era un anciano de contextura robusta y cabellos largos y blancos, aunque dejando al descubierto una frente muy extensa cubierta de arrugas, debidas a fruncir el ceño a menudo. Sus manos rechonchas sacudieron las riendas del caballo varias veces para apurar el paso. Como todo viajero, sabía que la noche era peligrosa en sí misma y al lado que se dirigiese, fuese cual fuese, debía llegar antes del anochecer.
El traqueteo de las gruesas ruedas de madera que llevaba la carreta a sus costados pareció ser la razón para que Self despertase de su sueño un rato más tarde.
–¡Ha! Parece que habéis despertado –dijo el viejo mientras se reclinaba hacia atrás para verlo mejor–. Nada como unos buenos granos de alta calidad como cama ¿No? –continuó el hombre con una sonrisa algo exagerada.
–Gracias, os agradezco nuevamente el transporte –le contesto dejando de lado el comentario burlón de su acompañante–. No sé como hubiese llegado a Truma de no ser por su ayuda.
–Pues a pie seguro que no, y mucho menos en vuestro estado. Jajaja, tenéis suerte de haberme encontrado joven –dijo el anciano con una carcajada grave y algo ronca–. Ya de por sí fue toda una locura cruzar el bosque solo. Si hubieseis bordeado el bosque por el Camino de la Cabra no estaríais como estáis. Aunque sí, la demora era mucho mayor. ¡Pero hombre! ¿Tanta prisa por llegar a Truma? Ni que fuera un lugar agradable donde ir… Sólo hay gnomos y más gnomos.
–A decir verdad tengo prisa; aunque si hubiese imaginado lo que iba a pasar en Covino, mi camino hubiese sido el otro… –dijo mientras se tomaba de uno de los costados de la carreta para evitar ser sacudido por el traqueteo de las ruedas.
–Pues claro chico, todo el mundo que anda por estos lares sabe que el camino que cruza Covino fue devorado por el mismo bosque. Además era un nido de bandidos, razón por la que creo se dejo de usar –clamó el hombre mientras daba otro sacudón a sus riendas–. ¿Y vos debéis ser de Deremi, no? Es lo único que hay detrás del bosque, a menos que vengas de más lejos, aunque no conozco nada más lejos que Deremi.
<<¿De dónde vengo?>>
–Sí, de Deremi. Es un pueblo pequeño pero hermoso, os lo aseguro –dijo sin dudar rememorando la belleza de aquel lugar.
–Si… Luego de que se dejó de usar el camino de Covino, ese pueblo quedó algo desconectado de Truma; el camino pasó a ser muy largo y el comercio se dificultó mucho. Hace mucho que no tenía noticias de aquel lugar.
Self murmuró una afirmación entre dientes y la conversación se detuvo por unos segundos, dejándose escuchar únicamente el sonido de la carreta moviéndose a toda prisa. Luego el viejo continuó:
–¿Y os puedo preguntar a qué vais a Truma?
–En realidad deseo ir a Herdenia. Truma sólo es un paso obligado. Lo que busco son familiares míos que creo que allí se hallan, aunque por supuesto también pueden estar en otras ciudades, hasta en Truma. Hace mucho que no recibo noticia de ellos –dijo mostrando una verdad a medias. 
–¿A Herdenia? Jajaja, debéis estar loco para tal viaje, estáis lejísimo y ni siquiera tenéis caballo. ¿Cómo pensáis llegar? –preguntó el anciano con su voz ronca y sarcástica.
–Tengo algunas monedas. Si me hace falta, rentare un caballo y comprare provisiones, no os molestéis por eso –le respondió algo molesto.
–Está bien, está bien, sólo era un comentario. Haced lo que queráis con vuestros pies. Aunque si no os tratáis esa herida del hombro pronto, no llegareis muy lejos.
Sus palabras le hicieron recordar el terrible dolor de su brazo, al cual se había acostumbrado desde esa mañana.
–¿Existe un lugar a donde pueda tratarme en Truma? –no dudó en preguntar.
–Es cierto que Truma es una ciudad y debería haber ese tipo de cosas, como médicos. Jajaja. Pero no os olvidéis que es sólo un centro comercial, sólo hay cajas con granos, chucherías y gnomos, muchos gnomos. No sé si encontrareis lo que buscáis… –le dijo algo desalentado–. Igual algo habrá qué hacer con esa herida –terminó diciendo como si ya estuviera pensando en otra posibilidad más accesible.
Self adivinó a regañadientes lo que iba a terminar pasando con su brazo; luego exclamó cambiando el rumbo de la charla:
–Veo que no sois muy amigo de los gnomos…
–Jajaja, habéis acertado. No me caen bien esas personitas. No porque sean pequeños; los enanos lo son aún más y me caen mejor. Es que los gnomos son muy avaros… Jajaja, no sé, creo que les he tomado manía porque simpre me tratan de timar cuando voy a vender mis granos. Esos desgraciados… –terminó diciendo el viejo.
–¿Y por qué simplemente no vais a venderlos a otro lado?
–Jajaja, como se nota que no conocéis Truma. Ojalá pudiera elegir al comprador. Esos gnomos… ¡Están por todos lados! Dominan todo el comercio de Truma y de todas las ciudades del oeste, están por todo Gore, y valla a saber uno sino están también por otros reinos también. Son una plaga. Siempre te quieren salir ganando en los negocios –aguardó unos segundos y continuó–. Ellos son la ley… Truma es un centro comercial y ellos dominan el comercio; hacen lo que quieren y son muy adinerados. Son muy raros… Deben estar todos conectados, no se… Cada vez me molestan más –dijo el robusto anciano dejando en claro su enemistad con aquellos hombrecillos.
–Ahora entiendo porque no vivís directamente en Truma –acotó el hombre herido.
–Jajaja, pues esa es una razón sin lugar a dudas. Pero la mayoría prefiere vivir en las afueras, es mucho más tranquilo. Cultivar la tierra con tu familia lejos de todo ese alboroto, de las enfermedades, la basura, lo gnomos… Todo eso, ¿Me explico? Y luego de la cosecha traéis lo que sobre y lo vendéis por unas monedas o lo cambias por cosas que te hagan falta como herramientas o cosas así.  Esa es la peor parte… Odio ir a Truma.
–Si… veo –dijo Self con una leve sonrisa, el modo de hablar de su compañero le causaba cierta gracia.
Mientras ambos seguían hablando, la luz del sol comenzaba a palidecer, perdiendo su fuerza poco a poco. La noche no estaba lejos, cosa que el anciano nunca dejó de pensar, ya que azotaba con sus riendas el lomo del debilucho caballo que tiraba de su carreta a cada rato.
            Rato después, la carreta abandonó el sutil camino que recorría, marcado prácticamente sólo por el andar de sus propias ruedas, para adentrarse en un camino mucho más concurrido. Una gran cantidad de marcas de ruedas y herraduras fueron apareciendo sobre el suelo al igual que pequeños charquitos de agua estancada. Es más, Self hasta percató huellas de pies. Truma estaba cerca, no cabía duda.
            –¡Hombre!, ya estamos cerca, ya estamos sobre uno de los tantos caminos comerciales; dentro de un par de minutos ya la tendríamos que ver a la lejanía.
El camino que seguían comenzó a torcer hacia  la izquierda, bordeando un pequeño túmulo de tierra que apenas podría considerárselo una colina. No mucho después, el horizonte comenzó a brillar y a centellar con la luz anaranjada de un sol apagándose. Ya se podía divisar la inmensa masa de agua partida por un camino de luz. La marca de un sol dispuesto a reposar.
–Os dije, mirad hombre, mirad –dijo el viejo, mientras alzó su grueso brazo y apuntó con su dedo índice colina abajo.
Ya se podía observar los techos de las casas de Truma situada a los pies del ancho río. Entre ellas, pequeños puntos pululaban por todos lados. Pareciese que la llegada de la noche no deterioraba la constante actividad de aquel lugar.
Self miraba atento pero, sobre todo, tranquilo a su próximo destino.
–¿A qué distancia estamos precisamente? –preguntó.
–A menos de media legua, no mucho mas.
La carreta comenzó a tambalearse por la cantidad de pozos y fango sobre el camino, mientras avanzaba velozmente hacia el centro comercial.
La oscuridad se avecinaba, al igual que el peligro que ello significaba; más aún para  una carreta con granos. Dentro de la ciudad la seguridad era amplia por la presencia de decenas de mercenarios pagados por la oligarquía gnoma; por lo que no habría problemas al llegar, pero fuera de los muros de Truma nadie garantizaba la seguridad de nadie. Los bandidos solían rondar por los caminos comerciales menos concurridos o directamente por la noche. El hombre mayor que acompañaba a Self sabía eso y no trataba de ocultarlo, dando constantes sacudidas a las riendas del caballo sin parar.
A medida que avanzaban, las murallas de Truma dejaban ver con más detalle su irregular forma y composición, de gruesos bloques de granito sin mortero apilados unos sobre otros.  La misma carecía de poterna, reemplazada por un simple arco de unas nueve o diez varas de ancho y unas tres de alto. A sus costados se erguían dos torres de igual composición que el resto de los muros para los vigías.
–Ya estamos a salvo, chico –clamó el viejo con alegría en la voz–. Ya estamos a la vista de los vigías.
Self no respondió, pero la alegría de su compañero se le contagió al escucharlo, desviándole un poco los pensamientos del dolor de sus heridas.
Ya cerca, varios mendigos se cruzaron en su camino limosneando algunas monedas, o directamente comida. Self los miró con cierta compasión al no ser una escena común a sus ojos, dejándose llevar por los murmullos de ayuda que se repetían una y otra vez. Escenario que, evidentemente, si era común para el conductor de la carreta que siguió con la vista de frente, haciendo caso omiso a sus presencias.
–Ni los miréis; si lo hacéis, te seguirán por todas partes hasta que les deis algo; mejor ignóralos… Malditos mendigos… –dijo el viejo mirando con el rabillo del ojo hacia atrás.
Luego siguió maldiciendo en voz baja. Se notaba que no todo el mundo le caía bien. Self terminó haciéndole casos. Si lo decía por algo debía ser. Además, él no tenía nada que ofrecer.
Apostados debajo del arco de la entrada, otros tantos guardias miraban pasar la desvencijada carreta con sus dos tripulantes a bordo. El camino que transitaban ya no se destacaba por el fango, todo lo contrario, anchos adoquines recibían las huellas de la carreta en la calle principal. A la mirada de los guardias se iban sumando miradas de ajenos que deambulaban por las callejuelas, que no más de un segundo después se desinteresaron por los recién llegados para continuar con sus tareas.         
La mayoría de las estructuras que los rodeaban eran almacenes, depósitos o comercios de algún tipo, apenas iluminados por los reflejos que se escapaban de sus interiores a través de sus ventanas o puertas abiertas. Las casas escaseaban, o por lo menos no se  veían sobre la calle principal. En su interior, se volvió común ver a un gnomo atendiendo o asomando la cabeza para ver quién se acercaba a su comercio. Self miró con atención todo lo que lo rodeaba y miraba con igual cara de sorpresa a los que a él decidían fijar su vista.
La velocidad de la carreta no disminuyó, tambaleándose al son de los irregulares adoquines. El porqué era claro. Poco después, un cartel de madera trabajada se vio a lo lejos rechinar sobre unos sostenes de hierro adosados a un muro, el cartel que sobresalía hacia la calle era de una taberna. Sobre la madera tallada decía “Taberna ogro embriagado”.
El viejo detuvo la marcha de su caballo de un fuerte tirón de las riendas, justo delante del lugar. Inmediatamente se bajó de la carreta y ayudó a Self a hacer lo mismo. Luego amarró al animal a un poste y cubrió los granos con una manta de lino para que sus granos no atrajesen narices peligrosas.
–Vamos chico, entrad –dijo el viejo mientras lo sujetaba por el brazo.
            Self, al bajar de la carreta, sintió que se le venía el cuerpo abajo. El dolor de sus heridas y músculos se potenciaron de tal forma que los simples pasos que le reclamaba su compañero precian imposibles de realizar. Al fin y al cabo pareció que el  viejo se encargó de la tarea, arrastrándolo con la fuerza de su robusto cuerpo.
Al llegar a la puerta del lugar, la abrió de un fuerte empujón, haciendo chocar la madera contra el muro. El aire pesado, fruto del calor y el sudor, apenas se comparaba con el penetrante olor a alcohol que reinaba en aquel lugar. Rostros de lo más heterogéneos se volcaron hacia ellos, había desde gnomos de narices rosadas (lo más común en esa ciudad), hasta hombres harapientos con más pinta de semi ogros que de humanos. Todos mirando como aquel hombre grandote empujaba a su compañero semiconsciente hasta la primer silla libre a la vista.
            –¡Vamos, necesito ponerle fuego a su herida! –escupió el viejo junto con algo de su saliva. 
            Los rostros menos curiosos volvieron la vista a sus bebidas, mientras que otros continuaron observando como el tabernero salía de su taburete para tomar un hierro candente de la chimenea y acercarlo al herido.
            –Antes dadle algo para que muerda –dijo el tabernero con tono calmado, dirigiéndose al viejo delante suyo.
            El anciano dio un tirón fuerte a sus ropas para separar un trozo de tela que ponerle en la boca, para que no se muerda la lengua. Mientras la colocaba, Self lo miraba perfectamente consciente, aunque se notaba en sus ojos su agotamiento y dolor. El tabernero no se hizo esperar y presionó la barra caliente a lo largo de la herida de su hombro. El leve sonido del contacto anticipó ese sutil olor a carne cocida. Self, simplemente cerró los ojos con fuerza y echo la cabeza hacia abajo. Ni un sólo gemido de sufrimiento salió de su boca. Luego, el tabernero le quitó la mordaza y le dio de beber un buen trago.


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